Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado en La Vanguardia el 26/10/2018 (enlace)
La democracia ha de temer más a sus falsos amigos que a sus verdaderos enemigos. Cualquier cosa que quiera defenderse políticamente encuentra una justificación más convincente si se hace en nombre de la democracia que contra ella. Como ironizaba el politólogo Gerhard Lehmbruch, hoy parece que todos los caminos llevan a “la Roma de la democracia”. Una de las grandes ironías acerca de cómo mueren las democracias es que la misma democracia es usada como pretexto para su subversión; la democracia tiene tal prestigio que calificamos como tal cualquier cosa que nos gusta.
Cualquier elemento de la democracia tomado aisladamente termina produciendo algo que tiene poco que ver con lo que deberíamos esperar de ella. No hay nada malo en votar, pero tener que votar todo, continuamente o en cualquier condición sería una verdadera pesadilla; no hay democracia sin momentos constituyentes, pero la democracia no es una sucesión de big bangs constituyentes; la democracia exige el respeto a las minorías tanto como el derecho de las mayorías a tomar las decisiones … La legitimación democrática no debería sustituirse por ninguno de sus momentos concretos (estado de derecho, participación, responsabilidad, deliberación, transparencia…), ya que la democracia es precisamente una construcción que pretende articular equilibradamente todos esos momentos.
La actual crisis de la democracia es, a mi juicio, una crisis de unilateralización de alguno de sus elementos. Este es el sentido en el que cabría pensar incluso la posibilidad de que fracasara la democracia permaneciendo intacta. Podría suceder que los elementos fundamentales de la democracia siguieran operando pero no lo hicieran de manera conjunta, equilibradamente. La democracia es un conjunto de valores y procedimientos que hay que saber orquestar y equilibrar (participación ciudadana, elecciones libres, juicio de los expertos, soberanía nacional, protección de las minorías, primacía del derecho, autoridades independientes, rendición de cuentas, deliberación, representación… ). No hay democracia sin popularidad, efectividad y legalidad, pero tampoco donde una de esas dimensiones se impone o excluye a las otras. Se degrada la democracia cuando se absolutiza el momento plebiscitario o la lógica del click, pero también cuando entregamos el poder a los expertos e impedimos la circulación de las élites o cuando entendemos la democracia como soberanía nacional impermeable a cualquier obligación más allá de nuestras fronteras. Por esta razón, a tales amenazas en nombre de la democracia, a su mutilación simplista, solo se les hace frente con otro concepto de democracia, más completo, más complejo.
Una democracia de calidad es más sofisticada que la aclamación plebiscitaria; en ella debe haber espacio para el rechazo y la protesta, por supuesto, pero también para la transformación y la construcción; la democracia tiene que articular más complejidad institucional que la permitida por quienes la conciben únicamente a partir de una relación vertical entre el líder y las masas. No hay buena vida pública ni se toman las mejores decisiones cuando se decide sin buena información o con un debate presidido por la falta de respeto hacia la realidad. Tampoco hay una alta intensidad democrática cuando la ciudadanía tiene una actitud que es más propia del consumidor pasivo, como un público de voyeurs al que se arenga y satisface en sus deseos más inmediatos, sin remitir a ningún horizonte de responsabilidad.
La implicación de las sociedades en el gobierno ha de ser entendida como una intervención continua en su propio autogobierno a través de una pluralidad de procedimientos, unos más directos y otros más representativos, mediante lógicas mayoritarias y otras que no lo son, donde sea posible rechazar pero también proponer, con espacios para el antagonismo pero también para el acuerdo, que politicen y despoliticen los asuntos según lo que convenga en cada caso, que permitan la expresión de las emociones tanto como el ejercicio de la racionalidad.
Hemos de trabajar en favor de una cultura política más compleja y matizada. Uno de nuestros principales problemas tiene su origen precisamente en el hecho de que cuando las sociedades se polarizan en torno a contraposiciones simples no dan lugar a procesos democráticos de calidad. ¿Cómo promover una cultura política en la que los planteamientos matizados y complejos no sean castigados sistemáticamente con la desatención e incluso el desprecio? ¿Cómo evitar que sea tan rentable electoralmente la simpleza y el mero rechazo? Hagamos intervenir en el proceso democrático más valores, actores e instancias, pensemos un equilibrio más sofisticado entre todo ello y habremos puesto las bases para la supervivencia de la democracia en el siglo XXI. Sólo una democracia compleja es una democracia completa.
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