Artículo de opinión de Juanjo Álvarez publicado en Diario Vasco el 18/02/2018 (enlace). Imagen cortesía Diario Vasco
El debate acerca del recurso a la unilateralidad, la «vía catalana» frente a bilateralidad en las relaciones con el Estado ha vuelto a emerger dentro de la polémica política. Toda estrategia política tiene sus costes y sus resultados, y hasta el momento la historia nos enseña que perseverando en nuestra base competencial hemos logrado que se reconozca nuestra singularidad sin saltos en el vacío. Si somos nosotros los que rompemos el sistema decaería nuestra fuente de autogobierno, supondría un riesgo de «reformatio in peius», de reforma contraria a nuestros intereses que no debemos olvidar.
La foralidad del siglo XXI, en cuyo marco se inscribe la actualización del autogobierno, se debe asentar sobre la tradición pactista que ha servido de inspiración a la organización política de los territorios vascos desde la etapa foral y sobre los requerimientos de la moderna sociedad democrática que no concibe una fórmula de convivencia política que no cuente con el refrendo de la ciudadanía. Pacto y democracia han de ser los dos pilares que den sustento a la organización política de la nación foral vasca del siglo XXI.
Hay plena base legal para ello: aquí juega un papel clave la Disposición adicional 1ª de la CE en una lectura actualizadora y basada en una confianza recíproca (no se desborda el marco constitucional) y la Disposición Adicional del Estatuto, al prever que la aceptación del régimen de autonomía que se establece en el mismo no implica renuncia del Pueblo Vasco a los derechos que como tal le hubieran podido corresponder en virtud de su historia y que podrán ser actualizados de acuerdo con lo que establezca el ordenamiento jurídico.
La reforma estatutaria debería ser una verdadera renovación y fortalecimiento de su naturaleza pactada. El problema fundamental al que hay que hacer frente no es una cuestión de titularidades y competencias o de quién ha de gestionar una u otra competencia, sino de reconocimiento de la capacidad de los vascos para hacer valer su voluntad propia y que se respeten los acuerdos alcanzados.
¿Y el Derecho a decidir? Como principio de partida y base para la convivencia no existen argumentos democráticos para oponerse a que las sociedades decidan su futuro libremente; lo que cabe debatir es tanto la forma a través de la cual puede materializarse tal toma de decisión o decisiones como también la compleja delimitación de qué ha de entenderse por tales sociedades.
Ni una otra cuestión tienen desarrollo legal a día de hoy, y esa ausencia de regulación normativa conlleva que el debate se ubique más en el terreno de la filosofía política que el del Derecho. En efecto, el denominado derecho a decidir no es un concepto acuñado jurídicamente, es decir, que se encuentre positivizado o normativizado, sino que se conceptúa y desarrolla desde una visión politológica o filosófica y se articula más como un proceso que un acto que agote sus efectos en sí mismo.
Sea cual sea su concreción final, el denominado derecho a decidir de la sociedad vasca ha de ser punto de encuentro, no de ruptura. En el imaginario colectivo este derecho viene asociado con una urna, es decir, con una consulta, un acto plebiscitario en el que todas las posiciones se simplifican en un sí o un no. Cabría, frente a esta orientación, proponer otro enfoque más extenso y aglutinador de las diferentes sensibilidades que conviven en nuestra sociedad: consistiría en trabajar y esforzarse por buscar una formulación de nuestro autogobierno en la que puedan encontrarse una gran mayoría de personas.
Si proyectásemos todo el debate sobre la reestructuración jurídica del poder territorial en el Estado español hacia la realidad europea y lo situásemos en el contexto más amplio de la nueva estructuración política de Europa y del mundo cabría afirmar que es hora, para unos y otros, de superar el decimonónico concepto de soberanías exclusivas y excluyentes. Las reglas que han gobernado las Relaciones Internacionales están en cuestión y han devenido ya obsoletas. El mundo actual ya no queda integrado solo por actores estatales. Éstos han dejado der ser protagonistas únicos.
El concepto de «Gobernanza Multinivel» emerge como un principio rector en la elaboración de las políticas. Pese a ello, y en un momento clave del proyecto europeo, los Estados se resisten a ceder su omnímodo poder, se aferran al egoísmo obsoleto de creerse los únicos agentes válidos para la construcción europea y para vertebrar los valores de democracia, solidaridad y de convivencia.
Es necesario trabajar y valorar el papel de las naciones y pueblos europeos en el proceso de construcción de la Unión Europea. Ello exige asumir la interdependencia entre los diferentes poderes políticos, la soberanía compartida entre los mismos ante los retos de las democracias en un mundo globalizado. Los Estados se muestran impotentes para asumir por sí solos las respuestas a toda esa complejidad relacional sobrevenida.
Para volver a recuperar y compartir este proyecto europeo con los ciudadanos, para relativizar también nuestros perennes e inagotables debates internos no hay otra vía que reiniciar la construcción de una auténtica federación de naciones, una Europa donde el «demos», el sujeto político protagonista deje de estar anclado de forma exclusiva y excluyente en los Estados, cuyo egoísmo e inercia intergubernamental está convirtiendo en mera quimera el sueño europeo.
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