Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado en El Correo (enlace) y Diario Vasco el 1/11/2018 (enlace)
(Imagen cortesía de Diario Vasco)
Desde que Lyotard decretó el final de las grandes narraciones, nada me ha atraído más que pensar cómo sería posible una nueva. Este relato contaría una historia del incremento de la complejidad, pluralización del poder y radicalización del pluralismo. Si es posible hablar todavía de un «sentido de la historia» no veo otro que el de una progresiva complicación de las cosas. Por supuesto que sigue habiendo fenómenos de concentración y aspiraciones de hegemonía, pero la lógica de la multiplicación es más persistente que la de la homogeneización. La idea de hegemonía presupone una comunidad política uniforme incompatible con las sociedades complejas y diferenciadas.
Mi osada propuesta de gran narración me permite vislumbrar que en ese futuro no tan lejano todo lo que se construya de positivo para la convivencia política en el siglo XXI será en términos de diferencia reconocida. Ni la imposición, ni la subordinación, ni la exclusión, ni el unilateralismo son compatibles con una sociedad democrática avanzada. El mundo no camina hacia la separación sino hacia la integración diferenciada. Nuestro gran desafío es pensar la arquitectura policéntrica de las sociedades a todos los niveles, desde el multilateralismo global hasta las comunidades locales, configurando una gobernanza multinivel que integre a la ciudadanía según diversas lógicas y sin que se impida así el gobierno efectivo de las sociedades. Imagino la solución a nuestras tensiones políticas en un espacio que sustituya al mundo de las jerarquías y las subordinaciones, nuevos ámbitos en los que la relación vertical entre un centro y una periferia sea corregida por la emergencia de una multitud de centros que compiten y se complementan.
Desde este punto de vista, todo el periodo dorado de la construcción de los estados modernos ha sido más bien una excepción que la regla. El poder de control centralizado es más un artefacto moderno, impulsado por el pensamiento reduccionista, que una norma universal. La configuración de un orden de centralidad, verticalidad y jerarquía ha sido una construcción grandiosa que choca ahora con sus límites, en la medida en que implica homogeneidad y eliminación de la diferencia. Las categorías políticas del estado moderno resultan simplificadoras y rudimentarias en relación con la riqueza de la sociedad. Las crisis del mundo contemporáneo tienen mucho que ver con una cierta revancha de esa diversidad reprimida que clama por una ordenación de las realidades políticas más pluralista.
Esto no es siempre ni necesariamente una buena noticia: también experimentamos los conflictos planteados por una creciente heterogeneidad, la irresponsabilidad organizada, problemas de gobernabilidad, ininteligibilidad del proceso político, dificultad de tomar decisiones cuando hay tantos intereses en juego y posibilidades de veto o bloqueo distribuidas a lo largo de complicados procesos políticos… Me atrevo, no obstante, a aventurar que esta tendencia se inscribe en la lógica de nuestras sociedades, con todo su potencial y sus inconvenientes, desde la convivencia en las ciudades, en el interior de los estados o en el plano global.
A quien considere que me he puesto demasiado teórico debo darle la razón; nadie es perfecto y menos un filósofo. Piense, no obstante, si todo esto no podría ser un buen marco conceptual para diseñar una solución al problema de Cataluña, la nueva definición del autogobierno vasco, la Europa que debemos construir o el deseable retorno del multilateralismo global.
En todos estos planos lo que representa un avance es la implicación equilibrada de más actores, compartir responsabilidades, articular el reconocimiento recíproco. Y las amenazas a la democracia implican el movimiento inverso: la simplificación populista o tecnocrática, la imposición del más fuerte, la exclusión de los interlocutores.
Puede que los instrumentos conceptuales y de gobierno de que disponemos no estén a la altura de esta complejidad porque sugieren un mundo centralizable, que se puede gobernar imponiendo la homogeneidad, con jerarquías y subordinaciones. Sugiero comenzar por el principio: con un pensamiento adecuado a este mundo plural, realizando diagnósticos adecuados y con conceptos menos simplificadores. Y añado una recomendación metodológica: pensar en términos de reciprocidad. Si tenemos algún derecho a que nos reconozcan nuestra especificidad es porque hacemos el esfuerzo de reconocer las especificidades que nos constituyen. El pluralismo, más que una reivindicación o un arma arrojadiza, es una exigencia propia, una nueva mirada con la que nos observamos a nosotros mismos.
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