Artículo publicado en Noticias de Gipuzkoa, 16/01/2014.
Hemos escuchado de abuelos, padres, familiares y amigos la vieja cantinela de que siempre ha habido ricos y pobres. Muchos deducen de ello que así es la vida y que nada puede cambiar. Ciertamente, una de las expresiones de la pobreza severa, el hambre y la carencia de alimentos, es una vieja compañera de la humanidad. Sin embargo, parece increíble que en los albores del siglo XXI, en el contexto de algunos de los más increíbles avances tecnocientíficos, se adopte con tanta facilidad la actitud perezosa de que la pobreza extrema es una fatalidad.
El hambre asuela a 842 millones de personas que están crónicamente desnutridas (hace cuarenta años rondaban los 400 millones). Este dato por sí solo sugiere que la pobreza tiene un origen humano y que su solución también está en nuestras manos, y no en las del destino. Por eso, más que una fatalidad, es una vergüenza que una de cada siete personas en el mundo carezca de acceso al agua potable y que casi el 40% de la población mundial, unos 2.600 millones de personas, no tenga sistemas adecuados de saneamiento doméstico o depuración de aguas residuales. Es una injusticia intolerable que, mientras los más ricos del mundo se permiten derrochar agua potable, la falta de acceso al agua limpia y al saneamiento sean responsables del 88% de todas las enfermedades en países en desarrollo, o que la mitad de las camas de los hospitales de todo el mundo estén ocupadas por pacientes que padecen enfermedades asociadas con la falta de acceso al agua potable y al saneamiento. Resulta inadmisible que esta carencia básica y evitable, junto con el hambre, constituya el mayor causante de enfermedades mortales, el agente patógeno más grave en los países pobres.
Para adquirir una medida del fenómeno, tal vez sirva recordar que 2.000 millones de personas carecen de acceso a medicamentos esenciales, y que en torno a 50.000 muertes se producen diariamente por causas relacionadas con la pobreza. Una estimación conservadora sugiere que hasta un tercio de las muertes contemporáneas tienen como causa la pobreza. Entre 1990 y 2013 hubo más de 400 millones de muertes motivadas por esta causa, una cantidad de muertes, en tan solo 25 años, muy superior al total de las provocadas por todas las guerras del siglo XX, incluidos los genocidios, los campos de exterminio y las guerras mundiales. Incluso en nuestro primer mundo privilegiado que incluye a Europa, mientras unas élites se enriquecen acumulando fortunas obscenas, la pobreza -siempre anunciada y acompañada por un crecimiento de la desigualdad- avanza de modo galopante, a golpe de recorte de los derechos económicos y sociales, como lo atestiguan recientes informes.
Y sin embargo, por primera vez en la historia de la humanidad, tenemos la capacidad de erradicar la pobreza. Porque la pobreza no es un problema de recursos, sino de distribución de los mismos. La pobreza no es una fatalidad.
Por ejemplo, la producción agrícola mundial se ha triplicado en poco menos de un siglo, a la par que la población del globo se multiplicaba igualmente por tres. Según el Informe Mundial de Alimentos de la FAO, la agricultura mundial con el actual desarrollo de su fuerza de producción podría alimentar, a razón de 2.700 calorías por adulto y día, a 12.000 millones de seres humanos; esto es, prácticamente al doble de la Humanidad.
La pobreza es una enorme injusticia porque, si hay tantas personas que mueren innecesariamente es debido a que el 68% más pobre de la población mundial detenta tan solo el 3% de la riqueza global. No porque la mitad de la población mundial sea pobre, sino porque es innecesariamente pobre en relación con la cantidad de ingresos y de riqueza que ahora existe en el mundo. Porque, mientras la mitad más rica del mundo atesora el 97% de la riqueza global, la mitad más pobre se queda con las migajas. La mitad más pobre lo es en términos relativos, es decir, en relación con el nivel de vida que las personas más ricas pueden permitirse; pero también lo es en términos absolutos, porque no pueden costear el precio de los medios que les permitirían satisfacer sus necesidades más básicas. Todas estas personas son pobres y sufren privaciones que en el mundo moderno son completamente evitables. Si la mitad más pobre de la población mundial tuviera solo el 6 o el 7% de los ingresos domésticos mundiales, en lugar del 3% que tienen actualmente, se resolvería el problema de la pobreza absoluta.
Esta enorme injusticia se sustenta en un orden institucional global que es en gran medida responsable de la creación y perpetuación de la pobreza y la desigualdad global. La arquitectura institucional supranacional diseñada por los ricos y para los ricos incluye los créditos para la exportación, el dumping, el proteccionismo de los mercados ricos, como el caso de la PAC (Política Agraria Común de la UE) -introduciendo en el mercado sus productos a un precio artificialmente abaratado que impide a los pobres comerciar con ellos de forma competitiva- o las leyes de patentes y sobre la propiedad intelectual (trade related intelectual property rights) que impiden el acceso a medicamentos esenciales para la mayoría de las personas que los necesitan. Esas reglas sobre la propiedad intelectual fomentan, por ejemplo, un sistema de innovación farmacéutica desviada del objetivo de alcanzar un alto impacto en la prevención y curación de enfermedades, para centrarse exclusivamente en la obtención de beneficios, e impiden simultáneamente a los países pobres reproducir a precio de producción esos mismos productos.
Otros ejemplos de este orden global institucional profundamente injusto lo constituyen las reglas internacionales sobre contaminación -que no exigen a los países contaminadores compensar a quienes más sufren los efectos de esa contaminación- o los flujos financieros ilegales y la evasión fiscal, por ejemplo a través de lo que se conoce como transfer pricing -mecanismo a través del cual una empresa explotadora de recursos de un país pobre (por ejemplo, el cobre de Zambia) vende lo obtenido a un precio artificialmente bajo a una empresa subsidiaria situada en un paraíso fiscal (Suiza o Bermudas) para evitar impuestos (se estima que el 60% del actual comercio mundial es interno, entre firmas que pertenecen a la misma compañía). De ese país, el producto se vende a un precio mucho mayor al mercado regular, (por ejemplo, a Sudáfrica). El país rico en recursos no recibe apenas compensación por la pérdida de su riqueza nacional.
Un ejemplo más, particularmente trágico, de arreglos institucionales abusivos, lo constituyen las facilidades que los estados ricos dan a los gobiernos golpistas, reconociéndolos y estableciendo relaciones comerciales con ellos: a través de esos mecanismos no solo se incentiva la inestabilidad de los países pobres, sino que se fomenta una injusticia generacional al permitir que los gobiernos dictatoriales vendan los recursos naturales -como es el caso de enormes extensiones de tierra, petróleo o coltán- de esos países a cambio de beneficios personales que no acaban repercutiendo al conjunto de la sociedad (el caso de Guinea Ecuatorial y el petróleo es paradigmático), permitiendo que el país se endeude y obligando a su población a pagar una deuda que ellos no han contribuido a contraer y cuyas consecuencias tan solo padecen. Los arreglos internacionales en el comercio de armas ayudan a esos gobiernos antidemocráticos a gobernar sin el apoyo de la población, lo que genera una espiral de desigualdad.
Por último, podemos mencionar el fenómeno del regulatory capture, que se refiere al modo en el que los intereses particulares de las empresas más poderosas acaban influyendo y determinando el signo de las políticas, ejerciendo su influencia mediante lobbies y obteniendo favores a cambio -por ejemplo, amnistías fiscales. Bastaría mirar bien cerca en España pensando en las corporaciones eléctricas o en los grandes bancos para comprender lo familiar que ha llegado a ser este fenómeno.
Ante esta situación, el ámbito académico, quienes trabajamos en universidades y centros de investigación, tenemos una ineludible responsabilidad social en el objetivo de luchar contra la pobreza, dando a conocer los mecanismos que la perpetúan, trabajando para diseñar instituciones globales que favorezcan la justicia, transformando las ideas en acciones. Este es el propósito de ASAP (Academics Stand Against Poverty): http://academicsstand.org/
Entre los proyectos actuales de ASAP destaca el dedicado a la agenda post-ODM (Objetivos de Desarrollo del Milenio). Eran objetivos para el año próximo, el 2015, y por tanto es necesario establecer sus sucesores. ¿A qué objetivos se debe comprometer el mundo para los quince años posteriores a 2015? Otro proyecto se centra en los flujos financieros ilícitos, analizando los grandes trasvases de pagos que fluyen de los países pobres, sobre todo hacia paraísos fiscales o jurisdicciones secretas. ASAP trabaja también en un proyecto centrado en la salud, el Health Impact Fund (Fondo de Impacto sobre la Salud), diseñado para evitar el que no existan remedios asequibles para la parte más pobre de la humanidad, a causa del interés económico y el sistema de patentes actual. Cuando las compañías farmacéuticas tienen un nuevo medicamento bajo patente, suelen aumentar sus precios 50, 60, 80, e incluso 100 veces por encima de los costes de producción con el fin de recuperar sus gastos de investigación y desarrollo y producir beneficios enormes. ASAP propone que esas compañías deben tener la oportunidad de vender tales medicamentos a un precio de coste y ser recompensadas por su invención a través de pagos basados en el impacto de ese medicamento en la salud. En virtud de este mecanismo de recompensa alternativo, cuanto más impacto tenga una medicina en la salud (cuanto más útil sea para el mundo), más dinero recibe la empresa innovadora.
Hay caminos realizables para erradicar la pobreza y la comunidad académica ha de estar comprometida en favorecerlos, plantearlos y defenderlos. Es un compromiso ineludible. Porque donde hay justicia, no hay pobreza (Confucio).