Artículo de opinión de Juanjo Álvarez publicado el 17/12/2017 en DEIA (Enlace)
A comienzos de este año 2017 que en breve despediremos Francia convocó a más de 70 países para que participasen en una Conferencia de paz sobre Oriente Próximo a celebrar en París. Hoy día el conflicto palestino/israelí parece más enquistado que nunca, y la deriva violenta parece inevitable tras la provocadora e ilegal (porque contraviene los acuerdos internacionales) decisión unilateral de Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel y anunciar el traslado de la sede de la embajada de EEUU a la Ciudad Santa.
Cabe recordar que también hace ahora un año, el 23 de diciembre de 2016, se aprobó por parte de Naciones Unidas de una Resolución del Consejo de Seguridad que condenaba los asentamientos israelíes en territorios palestinos. La abstención de EEUU (los otros 14 miembros del Consejo votaron a favor) renunciando a ejercer su derecho de veto permitió la adopción del texto, desató la ira de Israel y reflejó el pulso por el control de la política exterior entre el entonces todavía presidente (ya saliente) Barack Obama y su sucesor Donald Trump.
Ya entonces el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu recurrió a Donald Trump ante el silencio a sus peticiones de veto en la Casa Blanca y el Departamento de Estado. El entonces todavía presidente electo, Trump, había prometido durante la campaña electoral que ordenaría trasladar de Tel Aviv a Jerusalén la Embajada norteamericana, una decisión que ahora ha materializado y que va a desencadenar una ola de inestabilidad en Oriente Próximo.
Las maniobras de Trump («Permanece fuerte, Israel. El 20 de enero se acerca rápidamente», fue el tenor de su tweet) en contra de su todavía propio presidente tensaron ya entonces uno de los traspasos de poder más complejos en EEUU. Este pulso político-diplomático afloró también en el encendido discurso del Secretario de Estado Jonh Kerry, en el que defendió la Resolución aprobada y afirmó que los asentamientos israelíes en territorios palestinos (la «ocupación perpetua» tal y como la calificó) no estaban de acuerdo con los valores de EEUU y que debía primar la «solución de dos Estados».
El texto de la Resolución de NU subrayaba la petición del Consejo de Seguridad de la ONU para que Israel detenga la actividad y la expansión de los asentamientos y advierte de que la comunidad internacional no reconocerá ninguna alteración de las fronteras establecidas antes de la guerra de 1967 si no hay un acuerdo previo entre las partes.
Y ahora Trump va contracorriente y da carta blanca a los cerca de 600.000 colonos se han instalado desde hace casi medio siglo en la parte oriental de Jerusalén, anexionada por el Estado judío, y en más de dos centenares de colonias repartidas a lo largo de Cisjordania bajo ocupación militar israelí. Tras los Acuerdos de Oslo de 1993, el Ejército ejerce el control pleno sobre el 60% del territorio cisjordano.
La brutalidad extrema de la represión por parte de las fuerzas militares israelitas despierta indignación, a la que suma la impotencia ante la política de hechos consumados que representa la ocupación colonial por la fuerza bruta, carente de todo respaldo legal.
El agotamiento y la fatiga israelí y palestina ante el conflicto más largo de la historia contemporánea no dejan, sin embargo, espacio para la paz, y la congelación o hibernación de sucesivos y fracasados planes de paz (tecnocráticamente denominados como hojas de ruta), sólo ha servido para consolidar el ilegal plan de ocupación progresiva de los territorios palestinos.
El vergonzante muro de Cisjordania ofrece otra muestra de la prepotencia de Israel, desafiando incluso a la Corte Internacional de La Haya, que decretó su ilegalidad y ordenó su destrucción. Esa brutal muralla separa más de lo que supuestamente protege, y aporta una ilusoria sensación de poderío y de seguridad, pero en realidad demora la verdadera solución del conflicto y dificulta el diálogo, además de ahogar la endeble economía palestina, autárquica y dependiente y de hacer sumar a las vejaciones continuas de la población árabe el peso de la pobreza.
La política de ocupación israelí ha generado un antisemitismo generalizado en la población árabe. Y el problema israelí-palestino es un problema colonial, y no una cuestión religiosa que oponga a musulmanes frente a judíos. El resultado es toda una generación árabe traumatizada por la derrota y que se ha volcado en la religión, generando la emergencia de movimientos islamistas, auspiciados en un primer momento por el propio Estado de Israel, como una forma de minar la influencia social y política de la Autoridad Palestina.
La población árabe perdió su territorio y su dignidad, generando un fortísimo sentimiento de humillación y un terrible naufragio de Palestina, ante la permisividad pasiva de la comunidad internacional. Ésa es la fuerza global y la carga simbólica del conflicto colonial más largo e irresuelto de la historia contemporánea, que ha generado casi seis millones de refugiados palestinos y que es la muestra más evidente de la diferente vara de medir que impone la Real Politik en las relaciones internacionales.
Pese a que dirigentes tan irresponsables como Trump no quieran verlo, la paz definitiva solo podrá venir de la mano del reconocimiento recíproco de ambos Estados y sus fronteras.
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