Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado el 25/01/2025 en @LaVanguardia (enlace) (enllaç)
Sociedades abiertas
Las sociedades democráticas son sociedades abiertas, no solo en el sentido liberal del término, sino también en el físico: no hay democracia salvo en aquellas sociedades que tienen fronteras abiertas, es decir, que las personas pueden atravesar. Lo contrario de una frontera abierta es un muro, correspondiente al ideal arcaico de que una sociedad segura y armónica se consigue mediante el aislamiento frente al mundo exterior. Los muros son inútiles, arcaicos y dañinos para la democracia.
El primer inconveniente de los muros es su inutilidad, el hecho de que no proporcionan la protección que prometen. Sabíamos desde Maquiavelo que las fortalezas suelen ser más perjudiciales que útiles (1987 II, 24). Los muros proyectan una imagen de jurisdicción y espacio asegurado, una presencia física espectacular que se contradice con los hechos; por lo general no contribuyen a solucionar los conflictos e impiden muy escasamente la circulación. Complican el objetivo, obligan a las personas migrantes a modificar el itinerario, pero en tanto que prohibiciones de paso suelen ser poco eficaces. La emigración aumenta o disminuye por factores que no están vinculados a la rigidez o porosidad de las fronteras. Cuando se piensa que el establecimiento de barreras es la solución para el incremento del número de los migrantes y refugiados es porque se ha considerado previamente que la causa de esos desplazamientos era la flexibilidad de las fronteras, lo que es radicalmente falso. Hay migración porque hay lugares inhabitables, no porque los lugares a los que se emigra estén desprotegidos.
Desde luego que los muros no sirven para restaurar una soberanía estatal fragilizada en el seno del sistema internacional, como ha demostrado Wendy Brown. A su escasa eficacia hay que añadir actualmente su anacronismo en la época del calentamiento climático, las bombas inteligentes, los ataques digitales y las epidemias globales. Cada vez hay más crisis que ni se originan ni se resuelven en espacios delimitados. Los muros no dejan de tener un carácter arcaico en un mundo de flujos; son un monumento a la solidez en medio de la evanescencia, una delimitación que contrasta con la indeterminación de los espacios financieros y comunicativos, una afirmación estática contra la movilidad generalizada, un gesto de aislamiento en un entorno de interdependencia, una simulación de nicho protector que parece ignorar la común exposición de todos a los mismos riesgos globales.
Los muros hacen daño a la convivencia democrática porque además de no impedir la entrada de los de fuera incrementan las angustias de los de dentro. La sensación de amenaza no crece a pesar de los muros sino gracias a ellos. Esos muros infranqueables que no protegen a la sociedad atemorizan a su ciudadanía más de lo que lo hace una sociedad abierta. La narrativa que los acompaña es disolvente de ciertos valores democráticos fundamentales. En buena medida, el sentimiento de considerarse amenazado produce la enemistad contra la que quiere protegerse. Todo lo que acompaña a la escenografía rotunda de los muros no son sino gestos políticos destinados a contentar a cierto electorado, a producir la imagen de un caos exterior políticamente embarazoso y sustituirla por la de un orden interior reconfortante.
Los muros serían inicuos si se limitaran a dejar sin resolver los problemas que de manera tan simplista pretenden solucionar. Pero no es ese el caso: los muros generan zonas de no-derecho y conflictividad, agravan muchos de los problemas que tratan de resolver, exacerban las hostilidades mutuas, proyectan hacia el exterior los fracasos internos y excluyen toda confrontación con las desigualdades globales. Además, cuando se acentúa ostentosamente la seguridad se provoca al mismo tiempo un sentimiento de inseguridad. Los discursos políticos y los medios configuran los afectos de la gente, estimulando la solidaridad, provocando miedo, indiferencia o dolor. Aunque ese miedo parezca «natural», se trata de un hecho cultural alimentado y que luego es políticamente instrumentalizado hasta el extremo en ocasiones de un conspiracionismo racista que teme la «invasión» o el «remplazamiento». Son demasiados daños laterales como para que compensara la débil protección que pueden proporcionar.
Las sociedades cerradas no protegen una riqueza interior sino que la devalúan. Los muros aluden inmediatamente a la defensa contra unos asaltantes venidos de un “afuera” caótico, pero sirven como instrumentos de homogeneización, responden al miedo frente a la pérdida de soberanía y a la desaparición de las sociedades monolíticas. Con el discurso de la nación impermeable se pierde de vista el hecho de que las culturas y las identidades, lejos de ser inmutables, son de naturaleza histórica y se transforman constantemente por la incorporación de nuevos elementos. Tenemos que acostumbrarnos a la diversidad cultural desdramatizando su yuxtaposición y hemos de favorecer la circulación de las personas flexibilizando los aspectos más estáticos de la contigüidad.
El mejor antídoto del muro es la frontera, es decir, la recuperación de los límites que definen, establecen umbrales de paso y permiten el reconocimiento. Por supuesto que los límites y las fronteras tienen su función; organizan el espacio, legitiman el gobierno y delimitan su competencia, determinan el ámbito de validez de la fiscalidad, el tráfico y la política educativa. Tales funciones han perdido parte de su significación en los nuevos entornos globales y especialmente en Europa, pero no desaparecen completamente. El grado de permeabilidad de las fronteras para bienes y personas es modificable y está siempre sujeto a justificación.
Tal vez sea el momento de pensar la oportunidad de una concepción diferente de la frontera, que deje de ser concebida como muro y se constituya como lugar de reconocimiento, comunicación y demarcación. La frontera, a diferencia del muro, no es solamente algo que divide y separa; también permite el reconocimiento y el encuentro con el otro; es más líquida que sólida, un lugar de paso, de transacción económica y de intercambio. Lejos de bloquear, separar y homogeneizar, la frontera comunica. Hace ya tiempo que en todos los dominios del saber (física, biología, geografía, economía e incluso derecho) se piensa la frontera sin vincularla a una distinción absolutizada entre el interior y el exterior.
La alternativa, en cualquier caso, no es entre la frontera y su ausencia, sino entre las fronteras rígidas que siguen colonizando buena parte de nuestro imaginario político y una frontera porosa que permitiría pensar el mundo contemporáneo como una multiplicidad de espacios que se diferencian y entrecruzan, creando así unos puntos fronterizos que son también puntos de paso y de conexión.
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