FRANCISCO LONGO
Director. Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de ESADE. Universidad Ramon Llull.
I. Resulta difícil separar la reflexión sobre la reforma de la Administración del debate anterior sobre el Estado de Bienestar. En realidad, parte de los problemas de nuestra Administración Pública nacen del hecho de que, si bien fuimos capaces de construir un Estado de Bienestar, nunca tuvimos, hablando en puridad, una administración del bienestar. Durante los años 80 y primeros 90 del siglo XX, el peso del gasto público sobre PIB subió 15 puntos, reflejando la expansión de servicios públicos (sobre todo, pensiones, sanidad y educación) que nos homologaba con los socios europeos. Sin embargo, la AP, incluyendo a las nuevos servicios, continuó rigiéndose por los patrones propios de la Administración burocrática heredada del franquismo, más adecuados para la gestión de tributos, la concesión de licencias o el mantenimiento del orden público que para la producción y provisión masiva de bienes y servicios. Las Comunidades Autónomas, que acabarían absorbiendo estas políticas, se limitaron a copiar, en sus normas y estructuras, el modelo de la Administración General del Estado.
La reforma de este patrón burocrático uniforme y su sustitución por un marco plural y diversificado de organización y sistemas de empleo resulta hoy indispensable. Por poner un ejemplo: a mi juicio, la mejora de los pobres resultados de nuestro sistema educativo resulta inviable sin reformas que -en la línea de las propuestas que está formulando la OCDE- refuercen la autonomía de los centros públicos, modifiquen la organización de las profesiones docentes y los mecanismos de adscripción de los profesionales y hagan posible el papel del liderazgo escolar, cambios que actualmente el marco funcionarial hegemónico hace inviables. Algo similar cabría decir de la sanidad, la ciencia e investigación, la universidad, los servicios sociales, la promoción económica o las políticas activas de empleo.
II. Por otra parte, la crisis está poniendo al descubierto las debilidades de un modelo de intervención pública fuertemente expansivo, alimentado en parte por la descentralización del estado, y desarrollado durante los 13 años de crecimiento económico sostenido que hemos vivido en España. Podemos describir este modelo como una burbuja del servicio público, no menos real que las burbujas inmobiliaria y financiera. 5 rasgos principales la caracterizan:
1) Fuerte crecimiento y diversificación de las áreas de intervención pública; tendencia a la elevación sostenida de los estándares de servicio comprometidos. Más y mejores servicios en campos cada vez más diversos.
2) Pérdida de foco; provisión de servicios esenciales junto a otros cuya prioridad es claramente discutible.
3) Financiación íntegra con cargo a los presupuestos públicos. Universalización y gratuidad como lógicas dominantes de distribución. Servicios para todos, y tendiendo a coste cero.
4) Interiorización de este modelo por la sociedad. Elevado nivel de presión de los grupos sociales sobre los gobiernos para la satisfacción de sus expectativas y preferencias de intervención pública.
5) Despreocupación por la eficiencia. Opacidad de los costes de los servicios. Holgura confortable en las estructuras y procesos de la Administración. Caída de la productividad del empleo público.
Esta burbuja del servicio público se revela insostenible en un contexto de bajo crecimiento sostenido de los ingresos públicos, como será, previsiblemente, el de los próximos años. Las políticas duras de ajuste y consolidación fiscal serán, durante este período, indispensables, pero el mero recorte no mejorará, por sí mismo, la situación, si no se acometen algunas reformas inaplazables. Hay que señalar que estas reformas se harán especialmente urgentes en los niveles subestatales (CCAA y municipios) sobre los que recaen actualmente tanto la mayor parte de la factura como las atribuciones competenciales y normativas.
- En primer lugar, será necesaria una revisión de la oferta de servicios públicos que deberá afectar tanto a la cartera como a los estándares. La idea debe ser la concentración en lo esencial. Back to basics. La prioridad debe estar, en primer lugar, en las políticas de protección de perjudicados por la crisis, y, en general, de los más vulnerables (que no siempre fueron, durante la burbuja, los mejor tratados) y en segundo lugar en las políticas que promuevan la reactivación económica. Una estricta atención a los costes de oportunidad debe presidir esta revisión, dando lugar a la eliminación de aquellas actividades en las que éstos sean superiores al valor público creado.
- Por otra parte, deben introducirse en la Administración incentivos a la eficiencia, hoy inexistentes. Hay, en nuestra AP, un gran déficit de management. Un amplio sector de la franja de alta dirección, colonizada hoy, en buena medida, por los partidos, debiera ser ocupada, como se ha conseguido en otros países del mundo anglosajón o del norte de Europa, por una dirección pública profesional. Todavía, entre nosotros, perfiles de operador político ocupan centenares de cargos que debieran estar reservados a directivos profesionales. La implantación de mecanismos de gestión por resultados, de mejora de la transparencia y de rendición de cuentas debería acompañar a estas iniciativas.
- En materia de empleo público, el problema principal es de productividad. La factura salarial del sector público, ponderada a PIB, está por encima de la media de la OCDE, y supera a países como Reino Unido, Francia, Holanda y Alemania. Los salarios han crecido por encima del promedio entre 2000 y 2008. La compensación por empleado público en relación a la renta per cápita es, también, relativamente más alta. Por el contrario, las horas trabajadas son comparativamente más bajas. 2 horas semanales menos que Italia y Portugal. 4 h/s menos que Francia. 5 h/s menos que Holanda. Más de 7 h/s menos que Alemania y Reino Unido.
A mi juicio, la principal explicación de este deterioro se debe a unas relaciones laborales desequilibradas. Podemos decirlo así: en los últimos 10 años, los ciudadanos españoles no hemos tenido patronales públicas capacitadas y dispuestas a defender nuestros intereses en la negociación colectiva con los sindicatos de funcionarios. El amateurismo de los políticos y la aversión al conflicto han presidido habitualmente estas negociaciones, del lado patronal. En frente, negociadores sindicales altamente profesionalizados y dispuestos a ejercer todo el instrumental de presión a su alcance. Reequilibrar este marco de relaciones es la primera prioridad si queremos recuperar al menos una parte de la productividad perdida.
III. En los próximos años, necesitaremos, en mi opinión, unos poderes públicos más potentes en sus roles de promotores (impulsores de conductas en los mercados y la sociedad) y de reguladores (creadores de reglas de juego y garantes de su cumplimiento), y más autocontenidos en su papel de productores de bienes y servicios públicos. Creo, además, que a la hora de producir tenderá a reducirse la provisión directa mediante organizaciones y personal propios, y se ampliará –como han señalado antes Ramón Jáuregui y Josep Gassó- la esfera de incorporación de fuerzas de mercado y de las colaboraciones público-privadas. Creo que, si se acierta en los diseños, los mercados están en condiciones de aportar una parte de los recursos que serán necesarios para mantener nuestro modelo de estado y contribuir a una nueva generación de servicios de bienestar. Es un proceso iniciado, pero que se deberá profundizar. Como muchos de ustedes saben, desde ESADE estamos apostando por fuerza por la promoción de un salto delante de la colaboración público-privada en nuestro país.
IV. Por último, una consideración final. La crítica de la duplicación de funciones debida a nuestro modelo descentralizado de estado viene haciendo en los últimos tiempos bastante ruido . Lo mismo cabe decir de la reaparición de argumentos sobre la conveniencia de reducir nuestra extensa planta municipal. Este debate combina, en mi opinión, reflexiones sensatas que se basan en la denuncia de disfunciones reales, por una parte, con prejuicios y posiciones políticas favorables a una recentralización de las funciones del Estado, por otra. A mi juicio, estas iniciativas de racionalización difícilmente podrán pasar, muchas de ellas, de la fase de laboratorio, dada su dificultad de adaptación al marco constitucional o, simplemente, las dificultades políticas y sociales que afrontaría su implementación. Parece más útil centrarse en reformar las estructuras existentes y sus pautas de funcionamiento.
Vuelvo al principio. España no ha tenido desde la transición una agenda de reforma de la gestión pública. La crisis no crea esta necesidad, que la precedía, en realidad, en muchos años, pero sí contribuye a hacerla evidente. Necesitamos reformar la AP y lo necesitamos con urgencia. Son cambios que requieren análisis, diagnósticos y orientaciones de expertos, pero que sólo son viables como reformas políticas. Sólo la política puede reformar la AP. Ahora bien, los precedentes nos indican que esta reforma sólo llegará a las agendas públicas si hay un impulso extenso y fuerte desde la sociedad civil. Ojalá este impulso se produzca. Nos jugamos mucho en ello.
(Sant Benet de Bages, septiembre 2010)