Artículo publicado en EL CORREO, el 19/04/2015
He tenido la ocasión de hablar con algunos políticos que habían tenido que abandonar el oficio por la puerta trasera, cuando todavía pensaban que les quedaban cosas por hacer o expulsados por un desafecto popular que les resultaba difícil de comprender. A uno de ellos trataba de consolarle con la idea de que la posteridad haría un mejor juicio de él que sus contemporáneos, y mucho mejor todavía que sus compañeros de partido. Se encogía de hombros, como si quisiera decirme que eso sería demasiado tarde y que hubiera preferido el aplauso ahora al elogio póstumo. Lo que está en juego en este tipo de argumentaciones es en qué consiste propiamente el éxito y el fracaso en política, cómo se mide y quién lo determina.
Comencemos con un tono dramático, porque forma parte de las dimensiones de la vida en general y de la vida política en particular: la política fracasa siempre porque uno no consigue todo lo que desea y experimenta con intensidad la resistencia de las cosas frente a la propia voluntad. Por otro lado, carece de sentido pretender, en un contexto de pluralismo político, la aprobación universal y hay pocas evidencias indiscutibles del éxito y el fracaso político. Todo ello sumado hace que la experiencia política común sea la de un cierto fracaso. El biógrafo de Chamberlain subrayaba sin paliativos el elemento trágico: «todas las vidas políticas acaban en el fracaso. Así es la naturaleza de la política y de las cosas humanas». La acrobacia lógica de las memorias políticas suele ignorar este tipo de cosas, del mismo modo que cuando estaban en activo los políticos exhibían los éxitos propios y se protegían de sus futuros fracasos exagerando las actuales dificultades. Un político es alguien que combina el juicio sobre la herencia recibida y lo que es políticamente posible de manera que sea juzgado con la mayor benevolencia.
Si algo escasea en las memorias políticas es la modestia y, sin embargo, esa sería la conclusión lógica de cualquier vida política examinada con sinceridad. Hay muchas más razones para no alardear que para presumir, pero los seres humanos no siempre optamos por lo más razonable. Me gustaría llamar la atención sobre dos circunstancias que aconsejan no presumir demasiado de los propios logros. Hay una primera que tiene que ver con la dificultad de medir el éxito e imputarlo indiscutiblemente a alguien. El efecto real de los gobiernos en la economía, por ejemplo, apenas se puede medir según sus costes de oportunidad, es decir, por relación a los efectos que hubiera tenido una decisión alternativa. Cualquier éxito debería ponderarse en relación con la dificultad del asunto y con las otras posibilidades. Cuántas decisiones políticas son censuradas duramente sin tomar en cuenta lo que era posible en el momento en que se adoptaron. Lo que merece alabanza o censura es tan relativo a un contexto determinado que más nos valdría valorar siempre con cautela.
Hay otro motivo para la modestia que tiene que ver con el hecho de que en ese contexto intervienen muchos actores. Tomando en cuenta la extrema contingencia de todo lo político, la adjudicación de mérito o culpa no es un problema menor y pocas veces tenemos la evidencia que se requeriría para determinar a quién se debe que las cosas estén como están, de bien o de mal. La ciudadanía tiende a confirmar a sus gobiernos cuando la situación económica es buena y a expulsarlos del poder en momentos de crisis, sin que dichas situaciones sean debidas necesaria o exclusivamente al gobierno de turno. En entornos de densa interacción el éxito y el fracaso tienen muchos autores, lo que disculpa en parte, desresponsabiliza en muchas ocasiones y rebaja la magnitud del triunfo obligando a repartirlo entre muchos.
La adjudicación de un éxito o un fracaso a un gobierno concreto es tanto más difícil cuanto más entrelazados están los problemas y más indirectas son las consecuencias de los programas políticos sobre la realidad social. ¿La crisis es culpa de quienes estaban en el gobierno cuando estalló? ¿Su solución se deberá a quienes gobernaban después? ¿De qué modo influyeron las circunstancias globales en lo uno y en lo otro? Hay muchos riesgos que golpean sobre la confianza de los electorados pero que tienen poco que ver con la acción concreta de los actores políticos elegidos. En esos casos puede ocurrir que los principios elementales de la democracia se vean debilitados —alguien está legitimado por elección popular para tomar las decisiones y es responsable de ellas ante un electorado concreto— cuando realmente o no puede hacer nada o ha asumido ciertos riesgos de los que no es plenamente responsable. Las políticas frente al cambio climático o en relación con la crisis financiera plantean dilemas de este tipo en los que pueden hacerse muchas cosas a nivel estatal pero el resultado final se escapa a los actores aisladamente considerados. Cuando la realidad es tan entreverada y compleja, los efectos prácticos de nuestras decisiones son menos transparentes y todo el debate político gira en torno a la interpretación de la situación. No es extraño que en esos casos reine una confusión creada por la dificultad de adscribir responsabilidades, la abundancia de disculpas y las maniobras populistas que adjudican alegremente los aciertos y los errores.
¿Significa esto que todo es relativo, que no podemos hacer nada o que la política es un espacio de imposible responsabilidad? No: es una invitación a mirar las cosas de otra manera. Lo que podemos hacer y exigir a otros debería estar formulado en su contexto y no en el de las posibilidades abstractas. La política consiste en hacer lo posible en un contexto dado y no en un contexto cualquiera. Tanto para las coyunturas favorables como para las adversas, quien lidera asume la responsabilidad, pero sabemos bien que esa ficción no se corresponde con una autoría o responsabilidad completas. A pesar de lo cual, forma parte de la lógica política saber reconocer y aprovechar esas coyunturas. Nietzsche resumía nuestra responsabilidad sentenciando que debíamos estar a la altura del azar. Tratándose de asuntos políticos este deber es muy exigente. Del antiguo primer ministro británico Harold Macmillan procede aquella afirmación lacónica, en medio de la euforia planificadora de los años 60, cuando le preguntaron qué había modificado mas con su política: «los acontecimientos, querido, los acontecimientos».
El éxito y el fracaso no son algo absoluto. Puede incluso suceder que el fracaso objetivo se convierta en un éxito político o moral e ingresar en el ámbito del heroísmo, como Catón el Joven y su célebre suicidio con el que expresaba su negativa a vivir en un mundo gobernado por César o el lugar honorable que le ha reservado la historia a Henning von Tresckow, el inspirador del fracasado atentado contra Hitler en 1944. En cualquier caso, el juicio político no es nunca definitivo porque se ejerce en la historia abierta que somos. En un sentido mas banal, debería uno considerar lo frágil que es el poder o el reconocimiento cuando se disfrutan y que nunca conviene desalentarse cuando el éxito se resiste a coronar nuestros esfuerzos, porque la democracia es un sistema político que no niega por principio a nadie esa posibilidad.
El horizonte desde el que se valora el éxito o el fracaso es diferente porque continuamente se está modificando lo que es políticamente posible en cada momento. Además, el éxito no se determina por las resultados inmediatos; hay muchos ejemplos de derrotas que fueron victorias en el largo plazo, del mismo modo que hay dimisiones que suponen una victoria. Por supuesto que forma parte del arte de la política intuir un estado de opinión del electorado, anticiparse y responder a sus expectativas, pero esto no basta para definir suficientemente a una política exitosa, ya que en ese caso su mejor ejemplo seria el populista con menos escrúpulos. El éxito en la política y el éxito político no son necesariamente idénticos.
En una sociedad se están haciendo continuamente juicios políticos en el corto plazo (encuestas, opiniones en los medios, elecciones…), pero cada una de esas valoraciones tienen una caducidad propia. Las valoraciones llamadas a durar requieren una cierta distancia. Lo que es un éxito visto de cerca puede ser un fracaso contemplado desde lejos. Los libros de historia se reescriben y las estimaciones se modifican con el paso del tiempo, poco a poco o de manera abrupta. La agitación mediática, el ciclo electoral y la valoración de la historia se rigen por registros temporales distintos y es casi imposible jugar bien en todos los terrenos. Sobre los grandes asuntos políticos únicamente la posteridad puede juzgar con rigor, algo que sin duda dejará insatisfecho al político al que sus conciudadanos han juzgado, piensa él, con demasiado rigor… lo que pone de manifiesto que la política es una tarea tan difícil como poco rigurosa.
Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la UPV/EHU y director del Instituto de Gobernanza Democrática