De una organización terrorista interesa más lo que hace que lo que dice y sobre todo lo que deja de hacer. El anuncio de una tregua permanente por parte de ETA es importante por lo que de hecho significa y no por los motivos que aduce. Estos motivos serán más o menos acertados; puede que incluso nos parezcan peregrinas algunas de las expectativas que en su comunicado se plantean. Lo decisivo es que anuncian un abandono de la violencia y que podamos reconocer esa voluntad tras la retórica con que lo hayan planteado. Me parece que se trata de un principio elemental para la interpretación de ese tipo de textos tan siniestros en los que alguien amenaza o deja de hacerlo: sólo debe interesarnos la comprobación de que se ha producido una renuncia a la violencia efectiva y potencial.
Se trata de una decisión que ha llegado tarde, que tampoco tenemos obligación de agradecer como si se tratara de un regalo inmerecido. Pero, puestos a explicar lo inexplicable, cabe entender esta tardanza porque declarar la tregua era el último poder que le quedaba a ETA, la última posibilidad de condicionar la vida política y su calendario. No es extraño que quienes han tenido tan poco respeto hacia la voluntad de los vascos se hayan resistido tanto a la hora de devolver a éstos la disposición acerca de su propio futuro. ETA ha necesitado tiempo para asumir que su margen de maniobra es cada vez más pequeño y tal vez por eso haya tenido tantas dificultades para adoptar esta decisión. Para nadie resulta fácil renunciar a su poder y menos aún para quienes estaban acostumbrados a ejercerlo mediante una brutal imposición. Se encontraban ante una seria encrucijada: para que fuera creíble, tenía que ser una tregua sin marcha atrás. Si es auténtica esta decisión, ha de ser la última; si aspirara a ser otra cosa, no podría tomarse en serio y no permitiría poner en marcha ninguno de los procedimientos previstos en la resolución del Congreso de los Diputados en mayo de 2005. El principio de que violencia y política son radicalmente incompatibles tiene que hacerse valer también en el proceso que ahora se abre: se podrá avanzar en la medida en que se vaya verificando la retirada de ETA, también bajo la forma de una tutela implícita sobre el proceso. Pese a lo que se declaraba en el número 100 de ‘Zutabe’, la tregua no es «instrumento que ETA tiene a su disposición para utilizarla a su antojo». Todo lo contrario: si quiere favorecer el proceso ha de probar que es exactamente lo contrario, y quienes tengan responsabilidades políticas deben cerciorarse de que es así.
A estas alturas ya nadie en su sano juicio sostiene públicamente que el final del terrorismo exige una determinada cesión política. Ahora ni siquiera hará falta que todo un presidente del Gobierno español les denomine Movimiento de Liberación Nacional Vasco. Las contrapartidas políticas son, además de ilegítimas, políticamente imposibles. No voy a seguir en esa dirección, en la que ya sólo insisten quienes, por un lado, no han asumido el fracaso de su imposición o quienes, en el otro extremo, tratan de hacer verosímil esa concesión para propiciar un vuelco político. Lo máximo a lo que puede aspirar quien abandona la violencia es a construir una disculpa, una determinada interpretación de los hechos, como dice Pedro Ibarra, para justificar o vender dicha decisión, más en clave de consumo interno que de otra cosa. Cuantos hemos defendido nuestras ideas, mejores o peores, sin pegar un solo tiro, podemos no dificultarles esa coartada pero no debemos darles la razón.
Y habría una manera de ponerles en bandeja la razón si planteáramos el proceso de manera que validara la concepción que de este conflicto tiene ETA. Sería una especie de legitimación sobrevenida, de victoria póstuma, si cerráramos este triste capítulo de nuestra historia concediendo que, pese a su fracaso, ETA tenía razón. Lo haríamos si aceptáramos que el recurso a la violencia era inevitable y no el verdadero obstáculo para la libre decisión de los vascos; que se trataba de un conflicto entre dos Estados que no reconocen a un pueblo soberano y no una falta de pacto interno en el seno de la sociedad vasca; si dejáramos de sostener que ETA no es la respuesta necesaria al conflicto político sino su mayor perversión y enquistamiento; si mezcláramos el debate acerca del autogobierno con el proceso de pacificación; si planteáramos la solución con unas claves de simetría bélica en vez de esforzarnos por alcanzar un acuerdo entre vascos con variadas y legítimas identificaciones; si sacrificáramos el pluralismo aceptando el marco interpretativo simplificado que ETA ha tratado de imponernos Ellos tienen que renunciar a la violencia sin que a cambio hayamos de renunciar nosotros a la razón. Démosles esa oportunidad pero no les demos la razón. Lo exige, sobre todo, la memoria de las víctimas.