Artículo publicado en la revista/blog del departamento de criminología de la Universidad Camilo José Cela, 26/10/2015
La religión desde hace tiempo vuelve a estar en la agenda pública. Desafiando las previsiones de la teoría de la secularización, ni se ha relegado al ámbito de lo privado, ni ha desaparecido, ni es un aspecto ritual de la vida social, ni simplemente se ha convertido en un objeto de consumo espiritual a la carta. La religión reivindica un espacio en la vida pública, por lo que comprender su naturaleza parece fundamental, más en estos tiempos en que sus versiones fundamentalistas amenazan la convivencia pacífica dentro de regiones enteras.
Hace unos años, cuando se comenzó a hablar de Al-Qaeda y de los muyahidines, algunos célebres sociólogos y analistas buscaban explicar estos fenómenos desde la óptica de movimientos posmodernos o de fenómenos en proceso de extinción que estaban dando los últimos coletazos. Utilizaban sus categorías occidentales y su entendimiento occidentalizado del mundo para explicar todo tipo de fenómenos. Se dejaban llevar por la idea predominante, más normativa que descriptiva, que aseveraba que en las sociedades modernas la religión no jugaría ningún papel relevante.
Cuando la religión brotaba con tintes fundamentalistas en Afganistán o en EEUU no importaba. Nos podíamos permitir el lujo –dirían algunos– de no acertar a entender lo que estaba pasando. Además, Europa, se afirmaba, era distinta, con mayor cultura, más civilización y, en definitiva, menos religión. Ahora que el fundamentalismo se ve como una amenaza real en Europa, y en particular en España, se han activado todos los mecanismos de alerta para identificar y combatir esta amenaza. Conviene, no obstante, hacer un esfuerzo por entender las lógicas de lo que se intenta encarar, y no simplemente implementar medidas defensivas, en un clima dominado por una exacerbada sensación de riesgo, sin hacer cálculos de los costes y beneficios –como diría Cass Sunstein– resultantes de las medidas que se están adoptando, ya que se podría dar la paradoja de que estuviésemos nutriendo problemas mayores en un futuro.
Bajo mi perspectiva –más allá de los instrumentos policiales, militares o de inteligencia–, para ser efectivos en la lucha contra el terrorismo de Al-Qaeda o del autodenominado Estado Islámico –por no utilizar el nombre del Islam inapropiadamente, como se suele hacer sin tener en cuenta las sensibilidades que se puedan herir–, se requiere, entre muchas otras medidas, seguir dos vías de reflexión. La primera consiste en tomarse en serio lo que en el mundo anglosajón se ha venido a denominar “religious literacy”, es decir, la “alfabetización religiosa”. Comprender elementos básicos de las religiones, y del Islam en particular, es imprescindible, tanto para los ciudadanos, como para los periodistas y todo tipo de actores sociales, ya sean políticos, económicos o académicos. El prejuicio es el mejor aliado del desconocimiento de lo diferente. Los fenómenos culturales y religiosos ajenos, además, solo pueden ser analizados desde sus propias lógicas.
La segunda implica revisar las prácticas de combate del terrorismo a la luz de esa alfabetización en cuestiones religiosas, no vaya a ser que algunas de las respuestas que se están ofreciendo en el corto plazo traigan peores consecuencias en el largo plazo. En esta última línea, la emergencia de Al-Qaeda y del Estado Islámico serían difícilmente concebibles sin reparar en la relación de algunas potencias occidentales con los Talibanes y Bin Laden durante la invasión soviética de Afganistán, en el primer caso, y en la última intervención militar en Iraq a raíz de un informe falso –según se demostró–, en el segundo. Los siguientes párrafos pretenden explicar la importancia de estas dos vías de reflexión que, debido a su relación imbricada, se pretende abordar entretejiéndolas a través de un único hilo argumentativo.
Los cambios en la legislación para facilitar la identificación y encarcelamiento de terroristas vinculados a Al-Qaeda o al Estado Islámico han dado como resultado una ola de detenciones en los últimos meses que parecería indicar que la medida está siendo efectiva. Sin embargo, ¿hay que evaluar la efectividad de una medida en virtud del número de detenciones que se producen? ¿Cuáles son las causas más profundas que hacen que algunas personas se radicalicen? ¿Qué efecto puede tener a largo plazo la difusión a través de los medios de comunicación de esas acciones policiales sobre la posibilidad de alentar resentimientos y nutrir todavía más las inclinaciones terroristas? Sería necesario un debate serio para, al menos, comprender las causas del terrorismo, antes de adentrarse en un frenesí de iniciativas policiales o, al menos, de forma simultánea.
Existen medidas habituales en otros países, como los escáneres corporales en los aeropuertos o los controles policiales por perfil étnico –o religioso– que están siendo puestas en cuestión con datos empíricos tendentes a demostrar que las consecuencias en términos de seguridad a largo plazo son peores, aunque en el corto plazo parezcan efectivas. Existen sectores que se sienten ofendidos cuando ocurre esto, y los sistemas de captación de terroristas utilizan este resentimiento para legitimar el uso de la violencia. Lo mismo ocurre cuando se critican, sin profundizar, aspectos como la utilización del velo, asociando palabras que nublan el entendimiento. El velo islámico y el machismo se han conectado en muchas ocasiones a pesar de las voces de mujeres musulmanas, occidentales y orientales, que reclaman el derecho a llevarlo por cuestiones religiosas y de conciencia. ¿Desde qué marco moral se puede condenar –o prohibir– el uso del velo islámico, cuando otras religiones también utilizan este atuendo, como las monjas o algunas cristianas evangélicas u ortodoxas? Una cuestión problemática similar emerge de los símbolos en lugares públicos, pero no lo abordaremos aquí.
En las declaraciones públicas de políticos, y en las publicaciones de los medios, proliferan términos relacionados con el Islam que, sin explicarse ni comprenderse, pasan de boca en boca produciendo asociaciones entre islam, islamismo, islamismo radical y terrorismo islámico. Esa sucesión de términos vacíos de significado puede conducir a la vinculación de “musulmán y terrorista”, incitando todavía más la islamofobia en España que, según el Pew Research Center, ya alcanza casi al 50% de la población. “Ningún terrorista puede ser musulmán y ningún verdadero musulmán puede ser terrorista”, fueron las declaraciones públicas del alto clérigo Fethullah Gülen condenando los atentados del 11 de septiembre en el 2001. No es este el espacio para aclarar estos conceptos, pero islam no es lo mismo que islamismo, ni musulmán que islamista. Y la utilización del terror para cualquier fin, todos sabemos lo que es: terrorismo.
Muy relacionado con lo anterior está la cuestión de la yihad. La yihad es un concepto que aparece en el Islam para referirse al esfuerzo, a la lucha, principalmente por superar las inclinaciones corruptas y egoístas de la persona. Esta es la Yihad mayor, algo sagrado. Además, como el Islam tiene un componente político y social, indisociable del espiritual y místico –todo ello forma parte de la religión–, la Yihad menor también aparece como una referencia a la posibilidad de hacer luchas defensivas. Si te atacan, te puedes defender. La cuestión más controvertida es la guerra preventiva, una doctrina, por cierto, utilizada por algunos países occidentales también. Parece que la guerra preventiva fue utilizada en tiempos del Profeta Muhammad para repeler la amenaza de las tribus beligerantes que rodeaban Medina. En cualquier caso, lo importante, más allá de analizar las formas de yihad, es entender que denominar yihadistas a los terroristas es hacerle un flaco favor a la convivencia. Cuando se llama yihadista a un terrorista, en cierta forma se está legitimando su comportamiento violento sacralizándolo, cuando el terrorismo no se contempla en el Islam.
El papel de la religión en la esfera pública es un tema no resuelto. Los países de tradición católica, a pesar de convivir con partidos políticos que se denominan “cristianos”, han tendido a separar la religión de la política, y en muchos casos de la vida pública. La religión, sin embargo, es un fenómeno social, no meramente privado, por lo que, si se la pone contra las cuerdas de la privacidad, seguramente brotará con formas inesperadas. En el Islam, y en otras tradiciones religiosas, esta separación no es tan clara, por lo que quizá haya que aprender a tolerar que, a pesar de que la democracia liberal ha sido el modelo de organización social y política dominante, la imaginación colectiva podría seguir dando frutos en este ámbito, y no sería descartable que surgieran otras propuestas en el futuro que superaran incluso la democracia liberal. El mundo en que vivimos dista mucho de ser justo, sostenible, pacífico y próspero. Los países en los que vivimos distan mucho también de estos ideales. ¿La capacidad colectiva se ha agotado? ¿Es simplemente una cuestión de voluntad? Me atrevería a afirmar que la democracia liberal de partidos tiene ciertos defectos, no simplemente en su implementación, sino en su misma conceptualización, que son incorregibles e insoslayables.
Un tema conectado al anterior es el valor que en Europa se le da a la libertad de expresión. Sin lugar a dudas, este es uno de los grandes logros de los últimos siglos. Sin embargo, ¿tiene límites? ¿Cómo se pueden combinar la libertad de expresión y la responsabilidad social? ¿Tener derecho a hablar sin tapujos equivale a hablar sin restricciones? ¿Tengo derecho a herir a otros? Es incuestionable que la violencia no es justificable bajo ningún tipo de circunstancias, pero no deberíamos darles justificaciones a los violentos para que recurran al arma que desafortunadamente han decidido utilizar ilegítimamente. Bin Laden utilizaba todas estas oportunidades para intentar justificar sus acciones y así ganar adeptos. Un país responsable no debería permitir esto. En la lucha contra el terrorismo una de las estrategias más efectivas es dejarles sin argumentos, sin anclajes desde los que puedan legitimar sus acciones.
La cuestión del tratamiento que los medios de comunicación han dado al Islam y al terrorismo de Al-Qaeda y del Estado Islámico merece mención especial de nuevo. Las lógicas de los medios les impulsan a la inmediatez. Otras fuerzas que los moldean son las corrientes ideológicas que están detrás de los propietarios y editores. Por último, la necesidad de atraer publicidad para financiarse hace que busquen fórmulas para maximizar la audiencia. Sin embargo, ¿qué ocurre con su responsabilidad social? ¿Cómo se educa a la opinión pública? ¿Qué efecto puede producir lo que publican cuando lo que se busca es causar sensación apelando a las emociones más bajas, siendo infiel incluso a la verdad, cuya búsqueda y revelación es la misma razón de ser de los medios de comunicación? Prestar atención a los arrestos, a los asesinatos, al origen étnico de los delincuentes, especialmente cuando son inmigrantes o musulmanes, suscita prejuicios y odios en la población, que en última instancia se pueden convertir en estallidos violentos y en problemas de convivencia. Los primeros estudios clásicos en EEUU –algunos publicados en El Animal social, de Elliot Aronson– acerca del efecto de lo que se proyectaba en la tele sobre el comportamiento de la ciudadanía mostraron, sin ambigüedades, que los índices de violaciones, de hurtos e incluso de asesinatos se incrementaban al día siguiente de haber proyectado en horas de máxima audiencia programas y noticias sobre violaciones, hurtos y asesinatos. ¿Es un comportamiento responsable seleccionar los contenidos de los medios y su programación exclusivamente en términos económicos, en función de la audiencia que puedan generar?
Para finalizar, señalaremos que el perfil de los terroristas de Al-Qaeda y del Estado Islámico no es fácil de identificar. Hay muchos recorridos para llegar al terrorismo: la pobreza extrema, el desencanto de la vida, la radicalización ideológica, experiencias de rechazo en países de emigración combinadas con otros factores como los anteriores, perfiles psicológicos desequilibrados de humillados y oprimidos, buscadores de emociones y necesitados de causas por las que luchar, expectativas de incrementar el estatus o el poder adquisitivo, por mencionar algunos. Deberíamos analizar a fondo todos estos factores y, haciendo un ejercicio de responsabilidad colectiva –ciudadanos, medios de comunicación y periodistas, políticos, líderes religiosos, académicos–, cada uno en su medida, actuar para desterrar al menos los factores políticos, económicos y sociales –estructurales– que conducen a la emergencia del terrorismo. Una vez desterrados, una vez eliminadas las condiciones sin las cuales no se pueden nutrir los planteamientos radicales, la convivencia y el progreso colectivo serán más fáciles y no se necesitará recurrir tanto a las medidas militares y policiales.
Sergio García