Artículo publicado en El País, 06/09/2013.
En las actuales deliberaciones del Tribunal Constitucional alemán acerca de si el programa de compra de deuda del BCE es acorde con su Constitución se ventila una cuestión más decisiva que la legalidad de esa intervención. La cuestión de fondo no es saber si tales operaciones implican mancomunar subrepticiamente las deudas de manera que los contribuyentes alemanes estarían pagando las deudas de otros; tampoco se trata de determinar si las medidas concretas de salvamento contradicen la prohibición expresa del Tratado de Lisboa o fueron adecuadas a la excepcionalidad de la crisis. Lo que en última instancia se dirime es cuál es la forma de democracia apropiada para la Unión, si la hemos de pensar y configurar conforme al modelo del Estado nacional y quién tiene la legitimidad para asegurar que todo se haga conforme a criterios democráticos.
Los precedentes a este respecto no son muy alentadores. El Tribunal Constitucional alemán, desde su sentencia sobre el Tratado de Maastricht hasta la de Lisboa, ha ido desarrollando una doctrina que desequilibra la doble legitimidad de la Unión en favor de los Estados. Los jueces proponen en tales sentencias un control nacional del proceso de integración para evitar que este pueda erosionar el sistema democrático alemán. El principio que sostiene las sentencias es que el Estado nacional es “el ámbito político primario en el que se realiza la comunidad”. Esta doctrina se ha ido extendiendo y hay sentencias similares por parte de Polonia, la República Checa, Portugal o Estonia.
Este planteamiento es equivocado conceptualmente, pero también desde un punto de vista normativo y práctico. En primer lugar, argumentar de este modo supone, en el plano conceptual, entronizar la democracia que se ha configurado en torno a los Estados nacionales como la única forma posible o la forma ejemplar de convivencia democrática, pero no ofrece ninguna indicación acerca de cómo hemos de pensar las transformaciones de la democracia desde el momento en que esos Estados sustituyen su soberana autarquía por lógicas de integración. Para el Bundesverfassungsgericht la democracia nacional es el criterio de valoración de la democraticidad de la Unión, lo que tiene una intención descriptiva, de constatar un hecho, pero también, indirectamente, un valor performativo: no puede haber una democracia más allá del ámbito estatal. En el fondo sus jueces están dando a entender que solo puede haber democracia con un demos nacional, lo que está lejos de ser evidente. Presuponen que la democracia únicamente es posible bajo el modelo de democracia parlamentaria asociado al Estado nacional soberano y que solo en el espacio nacional se realiza el tipo de confianza y solidaridad que se requieren para sostener una entidad política democrática.
Desde el punto de vista normativo y práctico sus exigencias resultan contradictorias ya que, por un lado, su perspectiva es demasiado interna, al mismo tiempo que condiciona demasiado las relaciones de Alemania con el proceso europeo. En la sentencia sobre el Tratado de Maastricht se establece que los actores soberanos extranjeros no pueden pretender validez superior al derecho democráticamente legitimado (o sea, nacionalmente legitimado), pero ¿qué pasa si damos la vuelta al argumento?
Resultaría entonces el principio de que los Estados constitucionales no pueden imponer unilateralmente cargas a sus vecinos. Al arrogarse la función de controlar la democraticidad de esa nueva lógica que se configura con el proceso de integración, Alemania plantea exigencias unilaterales a sus socios europeos, exigencias formuladas como si hubiera una perspectiva que le permitiera a Alemania pensarse -aunque solo en el momento del juicio de constitucionalidad- fuera de la Unión. Imaginemos el efecto cascada y el bloqueo sobre el funcionamiento de las instituciones comunes que tendría además el hecho de que todos los Estados se sintieran con la misma obligación de testificar y condicionar la democraticidad de las decisiones comunitarias.
Las sentencias parecen ignorar también a qué necesidades prácticas responde la integración, qué posibilidades ha abierto y hasta qué punto depende Alemania -como los demás Estados miembros- del espacio de acción europeo. Da a entender que estamos ante un juego de suma cero entre legitimidades diferentes, como si no hubiera habido una ganancia de espacios y posibilidades de acción para todos los Estados gracias a la integración transnacional. El Tribunal Constitucional alemán plantea, en definitiva, la cuestión de la democracia de un modo unilateral a favor del control nacional, mientras ignora la otra cara de la moneda: que la existencia de instituciones capaces de actuar más allá del Estado nacional corresponde a una necesidad democrática.
El proceso de integración ha dotado a los Estados miembros de unos espacios de acción a los que no habrían llegado por sí mismos o que se les escapaban. Esos espacios no son meros suplementos o prótesis que se añaden a Estados “completos” dejando intacta su constitucionalidad. Por eso mismo la construcción de los deberes y responsabilidades de esos ámbitos generados por la integración no puede ser llevada a cabo por la vigilancia de sus tribunales constitucionales. ¿Qué sentido tiene dejar la determinación de la democraticidad de la integración europea en manos de un Estado (o de todos) que ha entrado en la lógica de la integración precisamente porque reconoce que no es capaz de asegurar por si solo el suministro de determinados bienes democráticos a su ciudadanía? El desarrollo futuro de la democracia en la Unión Europea no puede asegurarse desde el control de constitucionalidad de uno de sus Estados miembros, ni siquiera desde el espacio de intergubernamentalidad constituido por todos ellos en su función de “garantes de los tratados”. Teniendo en cuenta el carácter de entidad política compleja y compuesta que es la Unión Europea, su democraticidad tiene que ser pensada de una manera original en el equilibrio de lo intergubernamental y lo transnacional, equilibrio que actualmente debe ser recuperado con un mayor acento en las instituciones comunes.
La construcción europea debe respetar la peculiaridad política que la Unión representa, su lógica, su novedad institucional y su complejidad. La cuestión acerca de Europa no debería ser si es completamente democrática sino si es adecuadamente democrática dado el tipo de entidad que consideramos que es. O pensamos las exigencias democráticas de acuerdo con la especificidad de la Unión o estaremos trasladando indebidamente unas categorías de un nivel a otro en el que resultan inaplicables sin una profunda transformación.
Europa no se puede reducir a alternativas simples: Estados o integración, lo supranacional contra lo intergubernamental, lo común o lo propio… Pero es indudable que para responder adecuadamente a los actuales desafíos se requiere conceder un mayor protagonismo a las instituciones comunes de la deliberación frente a las instituciones de la agregación.