¿Qué conflicto? (II)

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El hecho de que uno respete la legítima pluralidad de interpretaciones del conflicto vasco no impide preferir alguna de ellas e incluso defenderla apasionadamente. Sin estar borracho, yo lo veo doble. En última instancia, se trata de un doble conflicto o, si se prefiere, de dos conflictos correlativos, entre los vascos, por un lado, y con el Estado, por otro.

Primeramente hay un conflicto entre vascos, una quiebra del pacto interno en la sociedad vasca. Porque igualmente vascos eran los gamboinos y los oñacinos, los carlistas y los liberales, los socialistas y los nacionalistas, los gudaris y los requetés. No pasa de ser una maniobra puramente ideológica externalizar el problema como si se tratara de un problema que nos uniera a todos los vascos frente a España. Esa simplificación no se compadece con el hecho de que en Euskadi hay una falta de acuerdo interno acerca de cuál es el tipo de relación que más nos conviene con España. Por cierto que donde más falta este pacto interno es en Navarra, pues allí ni el diseño institucional ni las mayorías de gobierno se han configurado con criterios de transversalidad (a propósito del actual debate acerca de la transversalidad, tal vez uno de los más falsos que se dan: lo que realmente está en juego no es si se está a favor o en contra de la transversalidad, sino quién la lidera: si el PNV o el PSE. No me cabe ninguna duda de que EA, EB e incluso Batasuna serán sus más firmes partidarios en el caso de que pudieran así enviar al PNV a la oposición).

En segundo lugar, se trata de un conflicto de los vascos con el Estado, que tuvo su origen en la abolición del pacto foral, que entró en una vía de solución con el pacto estatutario y que se ha agudizado después con su reiterado incumplimiento. El Estatuto, que había sido pactado como un derecho al autogobierno, se ha gestionado como si fuera algo otorgado, disolviéndose la singularidad de nuestro gobierno en una lógica de descentralización administrativa.

Para apuntar las soluciones, deberíamos señalar tres premisas:

1) no son verdaderas soluciones las que arreglan uno de los aspectos del conflicto y dejan al otro como está. Esto es lo que ha ocurrido en anteriores intentos, cuando eran sólo soluciones internas o soluciones externas. Unos han buscado la salida con un acuerdo entre ‘cúpulas militares’, como si un asunto de esta naturaleza pudiera despacharse sin respetar la voluntad de la sociedad vasca; otros se han conformado con lograr una mayoría suficiente de las que se configuran para constituir los gobiernos como si eso valiera para un problema que tiene que ver con la definición de las condiciones de nuestra convivencia. De esta parcialidad adolecieron estrategias llevadas a cabo por protagonistas muy distintos: la ‘acumulación de fuerzas nacionalistas’ en Lizarra o el pacto entre constitucionalistas en Navarra. Un pacto con el Estado sin acuerdo interno en la sociedad vasca es tan insuficiente como un pacto entre vascos. Aquí el orden de los factores es muy importante: lo que viene en primer lugar es la consecución de un pacto en Euskadi que, si es suficientemente amplio, incluirá a quien puede garantizar su viabilidad en la negociación con el Estado.

2) La segunda premisa para un arreglo se refiere a la correcta identificación del núcleo del problema. Si entendemos el conflicto como la quiebra de un pacto interno y externo, entonces la solución es la recuperación de ese doble pacto. Y si se trata de un verdadero pacto, ha de incluir la estabilización de un marco de relación con garantías que impida una restricción unilateral del nivel de autogobierno pactado.

3) Y el tercer requisito tiene que ver con el procedimiento para que el pacto logrado en el seno de la sociedad vasca se traduzca en el ordenamiento jurídico-político del Estado. Si el pacto en Euskadi se logra de modo transversal, es decir, con el acuerdo entre fuerzas nacionalistas y no nacionalistas, el Estado debería entender que la perspectiva constitucional ya está asegurada y al mismo tiempo interpretada en una clave de desarrollo máximo de sus potencialidades. En cualquier caso, la singularidad constitucional vasca debe reflejarse también en el procedimiento y los acuerdos alcanzados, un procedimiento que no es compatible con la operación del cepillado, con la simple subordinación a mayorías y arrogándose un monopolio en cuanto a la representación del interés general, sino en una negociación en la que las partes queden de alguna manera equiparadas en su capacidad de compartir la soberanía, si es que continúa teniendo algún sentido la reserva de soberanía que la propia Constitución nos reconoce a los vascos o el principio federalizante tan innovador que se ejercita de hecho en el Concierto Económico. La inclusión de los no nacionalistas en un pacto amplio proporcionaría una mayor legitimidad en orden a que el Estado no haga valer otra mayoría allí donde la tiene (a esto se refiere el principio ‘no imponer-no impedir’ del que suele hablar Josu Jon Imaz). Alguien podrá objetar que esto no garantiza que el Estado respete el pacto alcanzado, lo que es cierto, pero dificulta que no lo acepte. En política nada está garantizado, pero las cosas se pueden facilitar o dificultar en virtud del movimiento que se realice.

La solución definitiva al conflicto vasco sería, por tanto, un ejercicio de artesanía política consistente en compatibilizar la voluntad de aquellos que la entienden circunscrita al ámbito vasco de decisión con la de aquellos que quieren que la voluntad de los vascos se configure en el contexto más amplio del Estado español. Ambos planteamientos son legítimos y ambos responden igualmente a libres modos de decidir. Nos guste o no, tan vasco es el que acepta que una parte de sus decisiones se toman en Ferraz, en las Cortes Generales, en el Palacio del Elíseo o en Bruselas como el que quiere que todas ellas se adopten aquí. Aceptar esto es una exigencia democrática, anterior incluso al derecho de autodeterminación, que requiere un sujeto que se define a sí mismo como tal, lo que en el caso de Euskal Herría dista mucho de haberse configurado socialmente. El reconocimiento de los derechos no puede exigirse antes de la construcción democrática del sujeto de esos derechos. Y, hoy por hoy, lo vasco se despliega en tres espacios diferentes y, dentro de cada uno de ellos, con referencia a ámbitos muy diversos y diferentes grados de identificación. Está condenado al fracaso todo intento de consagrar un ámbito como algo previo e indiscutible, ya se trate de marcos indiscutibles o pueblos esenciales, es decir, todo lo que no sea aceptar la interacción democrática que existe entre las decisiones y los ámbitos, entendidos en su compleja pluralidad.

Si las cosas son así de complicadas, entonces habremos de concluir que el conflicto vasco no tiene solución, si por ella entendemos algo definitivo e indiscutible, un consenso final tras el que desaparezca todo antagonismo; lo que podemos conseguir son arreglos generacionales para sobrellevar el desacuerdo de una manera civilizada. Esto tampoco es muy grave, mientras no se recurra a la violencia. De hecho, toda sociedad democrática es conflictiva; la política consiste tanto en posibilitar los consensos como en gestionar el disenso. Forma parte de la solución del conflicto vasco renunciar a una solución definitiva en favor de acuerdos revisables y abiertos. Si cada cierto tiempo se revisan el euribor y las próstatas de los caballeros, ¿cómo no vamos a hacerlo con los inestables equilibrios políticos? Sobre todo cuando se trata se conflictos de identidad, que siempre mantendrán una dinámica centrípeta. ¿Quiénes somos nosotros, los actualmente vivos, para fijar definitivamente el modo de convivencia que quiera constituir la próxima generación?

Si, como dije en la primera parte de este artículo, no existe ‘el’ conflicto sino una gran variedad de interpretaciones de él, tampoco existe ‘la’ solución. Que no hay una solución definitiva es otra manera de decir que no hay más que soluciones pactadas. De hecho, un acuerdo es bueno cuando todos quedan moderadamente satisfechos y ligeramente decepcionados. Lo demás son imposiciones de parte. Pactan los que no están de acuerdo; cuando se está completamente de acuerdo lo que se hacen son fusiones. El acuerdo tendrá que ir en la línea de explorar las posibilidades de formular algo así como una capacidad de decisión compartida que tuviera encaje en las disposiciones constitucionales específicas y en la práctica del Concierto Económico. Alguien podría objetar que es imposible conciliar espacios de decisión diferentes. Y no le faltaría razón, sobre todo si nos empeñamos en entenderlos como espacios cerrados e inflexibles. La historia política, no obstante, está llena de círculos cuadrados más inverosímiles que éste. O la política sirve para inventar esas compatibilidades o no sirve para nada.

Si todo lo anterior fuera cierto, resulta inevitable terminar con una recomendación. Forma parte de las obligaciones de un líder político gestionar adecuadamente, en la medida de lo posible, las emociones sociales, tratando de que no se generen expectativas desmesuradas, pero que tampoco se caiga en la apatía colectiva. En el caso que nos ocupa, si el discurso acerca del conflicto vasco continuara singularizando y absolutizando ‘la’ solución, es inevitable que cualquier solución que se alcance genere una frustración difícil de gestionar. Cuanto antes digamos a la sociedad vasca y española que una cierta conflictividad nos va a acompañar siempre, mejor. En una sociedad democrática cada cual arrastra como puede una cierta frustración, soportable porque sabe que, aunque no haya conseguido todo lo que pretendía, no hay ningún obstáculo que le prohíba seguir intentándolo. Así que pasen y discutan, pero sin empujar.

Globernance

El Instituto de Gobernanza Democrática, Globernance, es un centro de reflexión, investigación y difusión del conocimiento. Su objetivo es investigar y formar en materia de gobernanza democrática para renovar el pensamiento político de nuestro tiempo.

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