¿Qué conflicto?

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Lo peor que le puede pasar a un dirigente político, a una institución o un partido, es que tenga más problemas o menos problemas que su sociedad. Tan malo sería que la clase política no viera los problemas reales como que añadiera problemas a los que ya existen. La falta de sintonía con la sociedad se termina pagando muy cara. Pero lo habitual no es tanto un desajuste en cuanto a la detección de los problemas sociales en sí mismos como en el plano de su valoración. Un dirigente político debe examinar continuamente si percibe los problemas con la misma intensidad que la ciudadanía, con el dramatismo correcto o con la urgencia que merecen. Tanto quien los exagere como quien los minimice, terminará por no ser comprendido y la sociedad dejará de apoyarle. Hay mil ejemplos de ello en la historia, pero tal vez sea útil ilustrarlo con uno reciente: es posible que la estrategia reciente del PP respecto de las reformas estatutarias haya sido equivocada no tanto porque era inverosímil que España se fuera a romper como porque no son muchos los que viven como una tragedia personal las cuestiones identitarias (al menos no tantos como para ganar unas elecciones).

Así pues, una de las peores cosas que puede hacer quien debe gestionar un conflicto es que lo formule mal, de un modo que nadie entienda, o que no calibre bien la percepción que de él tienen los ciudadanos. Además, la doctrina de la ‘falsa conciencia’ (tienes un problema del que no te das cuenta pero yo sí) es antidemocrática. Hace mucho tiempo que entraron en descrédito el absolutismo ilustrado, las mistificaciones de la clase proletaria, determinada manera de entender el psicoanálisis y todos los intentos de despertar a los demás de una supuesta modorra. Una sociedad avanzada es aquella cuyos miembros no soportan que se les intente liberar de un modo que no responde a como ellos mismos querrían liberarse.

Para que esto no suceda en lo que se refiere al llamado ‘conflicto vasco’, hemos de tomar como punto de partida el hecho de que se trata de un conflicto que es entendido de una manera muy plural entre nosotros; que, en realidad, son dos conflictos, o uno que es doble; y que, propiamente hablando, no tiene una solución definitiva. Así pues, el conflicto vasco es, a mi juicio, plural, doble e irresoluble, de un modo que voy a tratar de explicar.

Parto de un principio que es comúnmente aceptado en las ciencias sociales y que está en el origen de la cultura democrática: dado que nadie tiene el monopolio de la objetividad, toda interpretación de la realidad social es discutible. No existen hechos sin interpretaciones, y de éstas hay tantas como personas o ideologías. Si damos por válido este punto de partida, entonces hay que concluir que tampoco la significación del conflicto vasco está sometida a ningún monopolio interpretativo. El conflicto vasco existe en la medida, bajo la forma y con la intensidad con que es sentido por la ciudadanía, ni más ni menos. Esto quiere decir que respetar el pluralismo de la sociedad vasca implica también respetar la pluralidad de versiones que de ese conflicto se viven y formulan. El conflicto vasco es el precipitado de todas sus interpretaciones, el conjunto de los modos como se vive: entre la pasión y la indiferencia, en un bando o en otro, incómodo en cualquiera de ellos, tratando de detener la pelea o jaleándola.

Pero ocurre que el término ‘pluralismo’ se ha convertido entre nosotros en una palabra tan empleada que cada vez significa menos. Hay quien lo usa de tal manera que lo neutraliza, como el franquismo aceptaba la diversidad de las regiones españolas. El pluralismo es algo muy serio; en ocasiones supone divergencias profundas e identificaciones que, para quien no las siente, resultan incluso difíciles de comprender. Por eso el pluralismo tomado en serio implica siempre una exigencia de respeto y acomodo mucho mayor que el regionalismo dentro de un orden.

El pluralismo se refiere primeramente a la definición misma del campo de juego, a los ámbitos de identificación (para unos Euskal Herria, para otros España, para otros Navarra, para la mayor parte un cierto solapamiento ‘de geometría variable’). Aunque cada uno tenga sus legítimas preferencias, todos ellos son legítimos. No he encontrado nunca un argumento que demuestre irrefutablemente la irracionalidad de una identificación. Poco antes de idear el proyecto de unificación europea, Jean Monnet propuso la integración de Francia en el Reino Unido. Ahora mismo, según parece, muchos portugueses son partidarios de la integración de su país en España. Nos pueden parecer proyectos razonables o descabellados, pero no hay nada que los haga absolutamente necesarios o intrínsecamente perversos. A estas alturas resulta un poco fastidioso tener que repetirlo, pero ninguna de las formas de articulación territorial en Euskadi es indiscutible, aunque cada uno tendrá sus favoritas. Las naciones, tengan o no Estado, son realidades respetables pero no sagradas. Y puede que aquí esté precisamente la clave de nuestra singular torpeza a la hora de darle una solución democrática al conflicto vasco: que muchos aspiran a definir unilateralmente el terreno de juego y sólo son generosos a la hora de permitir que los demás jueguen en él. ETA y una parte del nacionalismo vasco aspiran a que el Estado español reconozca algo que la sociedad vasca no reconoce; tienen un modelo predemocrático de territorialidad según el cual debería proclamarse en algún lugar que todos los vascos forman parte del mismo Pueblo aunque actualmente no lo quieran. Preferirían perder un referéndum que hacer una política que pudiera ganarse a la sociedad que aspiran a unificar.

El otro campo de juego que se impone es el marco constitucional, cuando es entendido como un espacio rígido de subordinación y sin procedimientos de arbitraje que respondan al verdadero pluralismo social. Algunos pretenden resolver con procedimientos de autoridad y jerarquía lo que no es más que una legítima aspiración de modificar las distribuciones de poder en un Estado plurinacional atendiendo a las actuales demandas de la sociedad y a los nuevos escenarios europeos e internacionales.

Frente a estos dos modelos estáticos, es preferible el juego sutil de espacios que se solapan y combaten democráticamente, la interacción que se establece, por ejemplo, en el principio de que los estatutos forman parte del llamado bloque constitucional o que fuéramos sacando algunas conclusiones del hecho de que la Constitución española contenga disposiciones que impiden entenderla como un marco cerrado. Una norma que contiene más potencialidades de las que unos quieren ver y más de las que otros quieren permitir.

Globernance

El Instituto de Gobernanza Democrática, Globernance, es un centro de reflexión, investigación y difusión del conocimiento. Su objetivo es investigar y formar en materia de gobernanza democrática para renovar el pensamiento político de nuestro tiempo.

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