Artículo de opinión de Cristina Monge publicado el 27 de julio de 2020 en infoLibre.
Aunque solo sea por una especie de tradición litúrgica, cuando julio se acerca a agosto es momento de declarar cerrado el curso y hacer balance de lo ocurrido en los meses anteriores. Pero incluso eso se convierte este año en algo excepcional. ¿Acaso es posible vivir estas semanas de rebrotes e incertidumbre como el fin de unos meses de trabajo y el inicio de un tiempo de descanso que dará paso a otro curso con energías y anhelos renovados? La situación que atravesamos ha barrido incluso la más elemental organización temporal en la que estábamos acostumbrados a vivir. Aquí no acaba un periodo y empieza otro, sino que más bien se confirma que estamos instalados en una continuidad presidida por las dudas y al dictado de cómo evolucione la pandemia.
Así y todo, en un ejercicio que parece casi de rebeldía, conviene recordar, a modo de inventario, lo acontecido en los últimos meses, y descubrir que prácticamente nada ha sido «normal»; es decir, casi nada se ha ajustado a la normalidad, entendida ésta en términos cuantitativos, como lo habitual.
Comenzó septiembre con la práctica certeza de que las elecciones generales que se habían celebrado el 28 de abril debían repetirse ante la imposibilidad de conformar un gobierno. Hubo que esperar hasta el 10 de noviembre para ir de nuevo a las urnas, y tras una noche electoral que dejaba una situación similar a la de meses anteriores, asistir con asombro al anuncio del acuerdo de gobierno entre el PSOE y UP en apenas 48 horas. Si excepcional fue –aunque no inédita- la repetición electoral, no lo fue menos el hecho de que el acuerdo que había sido imposible durante seis meses lo fuera en apenas dos días, con un resultado absolutamente novedoso: el primer gobierno de coalición de la democracia reciente. Por si fuera poco, uno de sus protagonistas, Unidas Podemos, entraba en el Consejo de Ministros apenas cinco años después de haber emergido como fuerza antiestablishment. Mientras, Ciudadanos, el partido que llegó desde el lado conservador a renovar la política española, se hundía en las urnas pasando de 57 escaños en abril a una decena en noviembre. Más aún: por primera vez en este periodo democrático en España una organización de extrema derecha entraba en el Parlamento. En abril con 24 diputados y en noviembre nada menos que con 52, convirtiéndose en la tercera fuerza política del país. Sólo faltaron las elecciones gallegas y vascas, con una vuelta importante hacia los partidos tradicionales, para decretar el fin del ciclo que se había abierto con la indignación en 2011. Comienza un periodo nuevo que, al menos al principio, será tan excepcional como ha sido el final del anterior.
Las sociedades se declaran en estado de shock. Las escuelas cierran dejando a la vista el importante papel que juegan como laminadoras de desigualdades. Los trabajadores se dividen entre quienes pueden teletrabajar y quienes se ven obligados a arriesgar más su salud. La economía española tiembla cuando constata su enorme dependencia de sectores que exigen presencialidad, como la hostelería y el turismo. Y la Administración pública aprovecha la ocasión para mostrar todas sus vergüenzas, dejando en manos de cada uno de sus trabajadores y trabajadoras su buena o mala capacidad de respuesta.
No todas las excepciones son negativas ni empujan al apocalipsis. Ahí está el caso del acuerdo europeo, in extremis y tras días de agónica negociación, que supone un hito fundamental en la construcción de la Unión Europea y puede convertirse en un antes y un después si se sabe aprovechar bien. Y mirando más allá, parece que cada vez está más cerca el fin de esa anormalidad de la política estadounidense llamada Trump, cuya repetición de mandato cada vez parece más improbable.
El que acaba -¿o no?- ha sido un curso excepcional, plagado de acontecimientos novedosos que necesitan ser interpretados, argumentados y rebatidos hasta conseguir una caracterización adecuada. La idea de novedad no debería ir asociada a sesgos positivos ni negativos. Es más, en la medida en que algo es nuevo es posible que se tarde más en valorar bien sus efectos. Lo que está claro es que este cúmulo de excepcionalidades nos ha puesto ante el espejo y nos ha devuelto una imagen de una sociedad interdependiente, vulnerable y más ignorante de lo que pensábamos. Todo indica que, de rebrote en rebrote, se abre un periodo para repensar y renovar las claves de nuestra política, economía y convivencia en sociedad. Más valdrá que acertemos.