Artículo de opinión de Juanjo Álvarez @jjalvarez64 publicado en Deia / Noticias de Gipuzkoa / Noticias de Navarra / Noticias de Álava (enlace) el 25/11/2018.
(Imagen cortesía de Deia)
Una vez más, el fácil recurso al maniqueísmo pretende zanjar el debate, en Europa y en España, sobre ciudadanos buenos y díscolos;y la ocurrencia dialéctica llega de dirigentes como el presidente francés Macron, para quien (en su discurso del acto del centenario del armisticio de la Primera Guerra Mundial) el nacionalismo, al que califica como “traidor” (cabría preguntarse a quién), es la antítesis del patriotismo. Contrapone así ambos conceptos demonizando todo nacionalismo sin distinción.
Un nacionalista aspira a ver reconocida una nación, la que siente como suya, que no es reconocida por el Estado en que se inserta;un patriota es aquél que identifica su nación con el Estado. ¿Dónde queda entonces la plurinacionalidad?;¿es inconstitucional, cuando la propia CE alude a nacionalidades, en plural, dentro del Estado español?
Se suma a ello la mayoría de la clase política dominante española que, bajo el neologismo de patriotismo constitucional, rinde sentido homenaje al texto constitucional por su 40 aniversario cuando en realidad están alabando su conversión en una especie de fósil jurídico cuyo principal valor parece derivar de su rigidez, fruto del complejísimo sistema establecido para su eventual reforma, más necesaria que nunca si se desease su adaptación a las nuevas realidades internas e internacionales.
Entre otras están la dimensión de la Unión Europea, ausente en el texto, o la transformación del Senado en una verdadera Cámara de representación territorial, o la supresión de la discriminatoria preferencia del varón en la sucesión al trono, o la más que llamativa ausencia de nominalización de las Comunidades Autónomas, o el reconocimiento de la plurinacionalidad como único cauce democrático para resolver las tensiones de la distribución territorial del poder político. La inercia del bloque de Constitucionalidad fijado en la Constitución española de 1978 y elaborado en el contexto de una entonces (y ahora, todavía) inmadura y frágil democracia, ¿debe subsistir normativamente como si estuviese fuese imposible el más mínimo retoque? ¿Por qué se sacraliza un andamiaje institucional construido más bajo el temor a una involución democrática que mirando al futuro?
Esa mitificación del texto constitucional y la Transición ha sido también elevada a las cumbres mediáticas gracias al recurrente discurso del escritor hispano-peruano Vargas Llosa, que ensalza la Transición como una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de racionalidad que contrapone al sectarismo de los nacionalismos, a los que califica como “plaga incurable del mundo moderno”. Cabe rebelarse intelectualmente ante un episodio más de demonización del nacionalismo, al que califica como ideología provinciana, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula prejuicios étnicos y racistas, nacionalismo de “orejeras” y semilla de violencia. Y contrapone todo ello al sentimiento generoso de su ensalzado patriotismo, contraponiendo falsamente, como si de un oxímoron se tratase, ambas ideologías.
Para Vargas Llosa la contraposición deriva de que la patria (la nación) no son sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía. Es un maestro en la instrumentalización perversa de conceptos orientada a la estigmatización de un sentimiento nacionalista que parece querer identificar de forma peyorativa con aspiraciones desfasadas y de antiguo régimen foral frente a la modernidad revolucionaria derivada del concepto mágico de ciudadanía. Ese discurso ideológico, tan aparentemente compacto y coherente como falso, se vende como panacea de la individualidad frente al grupo, frente, en definitiva, a todo otro demos que no sea el Estado-Nación.
El principal problema para el avance de nuestro proyecto común como nación, como pueblo vasco, radica en que el andamiaje sobre el que se construye la política en el Estado español corresponde a una doctrina de hace décadas, sostenida desde posturas inflexibles y para las que sólo existe un sujeto en democracia, que es el Estado. El binomio Estado-ciudadanos representa para esas superadas concepciones todo el espectro posible de titulares de derechos y obligaciones. Si fuésemos realmente una democracia plurinacional se admitiría con normalidad la necesidad de garantizar y proteger, ante la hegemonía nacionalista que representa el Estado-nación español, a las restantes expresiones nacionales no en clave de contraposición sino de suma. Ése es el verdadero debate pendiente.
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