La motosierra es un símbolo potente. Con motosierra se tala un bosque y quedan los estériles tocones. Para podar una planta cuyos frutos nos interesara cultivar emplearíamos otras herramientas que nos permitan discernir, dar forma y corregir vicios. Para una reforma inteligente de la administración se examina con cuidado cada detalle antes de meter tijera. Eso es precisamente lo que se ha querido evitar. No es casual. Hay una propuesta política detrás que se relaciona directamente con una batalla cultural, con un ataque al conocimiento, la ciencia, la cultura y la información.

El sarampión fue declarado enfermedad erradicada en los Estados Unidos hace 25 años y en el conjunto de América hace 10 años. En estos años, especialmente tras la pandemia, el movimiento antivacunas ha cobrado fuerza hasta el extremo de llevar a uno de sus divulgadores, Robert F. Kennedy Jr., a la secretaría de salud de los Estados Unidos. Ahora que se ha perdido en muchos estados el porcentaje de vacunación necesario para la inmunidad de grupo, aparece una epidemia de sarampión en Texas. La primera niña fallecida tenía 6 años y no estaba vacunada. Su padre ha declarado que “la vacuna es el tipo de cosas en las que no confías, se oyen muchas cosas…”. En ese contexto la motosierra no solo elimina servicios de salud pública, sino programas de formación y divulgación sobre la vacunación. La vacunación se convierte en un marcador ideológico y una campaña de vacunación en sospechosa propaganda partidista.

Una de las científicas reconocidas por los Premios Frontera de Conocimiento del BBVA investiga los mecanismos psicosociales que acercan o alejan de la vacunación. El departamento de Kennedy le ha retirado la financiación dado que “está obligado a administrar cuidadosamente las subvenciones concedidas para garantizar que el dinero de los contribuyentes se utilice de forma que beneficie al pueblo estadounidense y mejore su calidad de vida. Su proyecto no satisface estos criterios”.

Los departamentos de evaluación de las políticas públicas han sido también afectados. Tiene sentido. El conocimiento con datos de los problemas y de los resultados de las diferentes políticas es uno de los puntales de un gobierno responsable que aspire a cierta capacidad de aprender y mejorar. Es además la base de un diálogo ciudadano democrático. Sin ese conocimiento el debate sobre qué política resulta más adecuada en cada caso se convierte en una disputa ideológica sin fundamento racional. Es el ideal del populismo: todas las creencias son igualmente válidas porque no hay conocimiento fiable para contrastarlas.

La semana pasada tuve el privilegio de participar en una mesa redonda en la Universidad de Columbia dos días antes de que le fuera anunciada la retirada de los fondos públicos por las manifestaciones y acampadas habidas como reacción a los crímenes en Gaza. Otras muchas universidades están recibiendo cartas de las autoridades exigiendo la retirada de los programas relativos a la famosa tripleta DEI (Diversity, Equity and Inclusion). La ocupación de la universidad por el trumpismo y las agresiones directas y graves a la libertad académica es un campo de batalla esencial para el futuro de los Estados Unidos.

El Premio Nobel de Economía y profesor en Columbia, Joseph Stiglitz, termina su último libro Camino de libertad, afirmando que “los sistemas educativos –y, en general, el sistema de conocimiento que incluye a las universidades dedicadas a la investigación y los think tanks– desempeñan un papel fundamental en la creación de sociedades libres y sostenibles, porque inculcan la clase de valores necesaria y ayudan a los individuos a liberarse de la coerción social y aumentar su autonomía”. Quizá por eso mismo reciben ahora sus dosis de motosierra.