Artículo publicado en El País, 21/07/2013.
Todo gira en torno al sol. O mejor, de los soles. La imagen de Europa está partida en dos. Por una parte, están las calles bañadas por el sol de Madrid, Lisboa, Atenas y Roma; por otra, las sombrías avenidas de Berlín, Londres y Ámsterdam, iluminadas por otra clase de luz: la del conocimiento y la Ilustración.
Para los europeos del norte, la Europa del sur simboliza el ocio y la pereza. Es un lugar que se vende (y se compra) como un cómodo destino vacacional en el que, durante como máximo dos semanas al año, los norteños pueden participar de un sesteante modo de vida. En las playas del Algarve o en las islas griegas pueden olvidarse de sus preocupaciones y perder temporalmente lo que Nietzsche gustaba de llamar la “seriedad del oso”. La Europa del sur dista de ser la homérica isla de Circe, donde los visitantes olvidaban su patria. Los Odiseos de hoy, en cuanto se ponen un poco morenos o se queman por falta de costumbre, quieren volver a la rutina de sus países, con energías renovadas para afrontar otro año de trabajo y entrega a toda clase de empresas racionales.
No cabe duda de que esta caricatura, que tiene ciertos elementos tangibles, mezclados con la arena y la sal que se enredan en el pelo de quienes toman el sol en las playas de Alicante, no es una representación verídica de la Europa meridional, sino de la típica actitud que esta suscita en otras zonas del continente.
La misma lente ideológica se aplica para observar y explicar la severidad de la crisis actual en España, Portugal, Grecia, Chipre e Italia. Las poblaciones de los países “periféricos” son perezosas, despreocupadas y se niegan a trabajar con ahínco, prefiriendo más bien deleitarse bajo un sol totalmente real, de cuya abundancia disfrutan. Según la diatriba más corriente, como ya llevan demasiado tiempo viviendo del dinero del contribuyente alemán, ahora deben sufrir las consecuencias de su cortedad de miras económica
Poco importa a quienes así piensan que los portugueses deban soportar jornadas laborales mucho más largas que las alemanas, o que los países del sur de Europa hayan proporcionado un fácil acceso a los bienes de consumo fabricados en el centro de la UE. En el contexto europeo, importa todavía menos que fuera en Grecia donde el sol de la filosofía se alzó primero antes de emigrar a Roma. El prejuicio está ya muy arraigado: el sol físico brilla en el sur, mientras que el del conocimiento ilumina al norte.
No podemos dejar de mencionar el trasfondo filosófico sobre el que lucen los dos soles de Europa. En su Filosofía de la naturaleza, Hegel llega incluso a comparar la formación del sujeto entre los sureños con la de las plantas, que también se afanan por avanzar hacia la luz y la calidez del sol. “La externalidad de la unidad subjetiva o individual de la planta”, señalaba, “es objetiva en su relación con la luz. […]El hombre se conforma de manera más interior, aunque en las latitudes meridionales tampoco alcanza el estado en el que su yo, su libertad, quedan objetivamente garantizados”.[1]
En lenguaje coloquial, la afirmación de Hegel significa que lo que mueve a las plantas es algo ajeno a ellas, es decir, se trata de la luz, y de ella surge su identidad. Por su parte, los seres humanos se construyen desde dentro, en tanto que seres con memoria, que conscientes de su entorno y de sí son capaces de tomar decisiones, etcétera. Pero, y aquí reside el remate racista de Hegel, en las “latitudes meridionales” la subjetividad humana es más vegetal y el yo de la persona no es ni tan libre ni se desarrolla tan plenamente como en las septentrionales. Nietzsche, aun oponiéndose con frecuencia a Hegel, estaría de acuerdo en que la sobreabundancia de luz no deja tiempo suficiente para la divagación sombría ni para adentrarse en la interioridad del alma (y añadiría que esta falta de tiempo es positiva). La cantidad de luz del sol metafísico del conocimiento y la intensidad del sol material son inversamente proporcionales: cuanto más recibimos del segundo, menos nos beneficiamos del primero.
Evidentemente, el turismo es un sector crucial para Europa del sur, razón por la cual esta zona ha estado encantada de confirmar su condición de “destino de sol”. La campaña realizada en 1982 por España, en la que aparecía un dibujo de Miró junto al lema Todo bajo el sol, ha consolidado la tópica vinculación entre el conjunto del país y la playa y la diversión. Recientemente, otra campaña portuguesa, con el lema Reforma ao sol(Jubilación al sol), ha tratado de atraer a los jubilados del norte de Europa (y sobre todo a sus fondos de pensiones) a un entorno propicio al descanso después de una vida de trabajo.
Mientras las diversas zonas de Europa sigan iluminadas por dos soles diferentes, la idea de una Europa de dos velocidades seguirá en la agenda política. No entra en lo posible evitar que llueva en los países del Benelux o en las islas Británicas, pero sí está a nuestro alcance desarrollar en el sur de Europa economías basadas en el conocimiento. Hasta que llegue ese momento, la “integración” europea será una palabra carente de contenido.