Artículo de Daniel Innerarity publicado en El Correo y Diario Vasco el 23/05/2017
A la memoria de Germán Yanke
La actual fascinación por las redes sociales, la participación o la proximidad pone de manifiesto que la única utopía que sigue viva es la de la desintermediación. Una desconfianza ante las mediaciones nos lleva a suponer automáticamente que algo es verdadero cuando es transparente, que toda representación falsifica y que todo secreto es ilegítimo. No hay nada peor que un intermediario. Por eso nos resulta de entrada más cercano un filtrador que un periodista, un aficionado que un profesional, las ONGs que los gobiernos y, por eso mismo, nuestro mayor desprecio se dirige a quien representa la mayor mediación: como nos recuerdan las encuestas, nuestro gran problema es… la clase política.
Hay una lógica de fondo que conecta el desinterés hacia el periodismo (porque en las redes uno ya se informaría y expresaría sin necesidad de autorización alguna), la preferencia por los mercados escasamente regulados (suponiendo que la mera agregación espontánea de los intereses produce los mejores resultados) y el desprecio hacia la política (dado que los artificios de la representación no servirían más que para falsificar la verdadera voluntad de la gente, que se haría valer mejor cuanto más directa o plebiscitaria fuera la democracia). En estos tres casos, que caracterizan muy bien el modo de pensar dominante de nuestra época, late la idea de que el mundo (es decir, la verdad, la justicia y la democracia) están inmediatamente a nuestro alcance y que los procedimientos e instituciones para la configuración de estos valores son los culpables de su desfiguración. La lógica del click, el voto o la opinión espontánea harían innecesarios cualquier instrumento para elaborar las opiniones y las decisiones; periódicos, regulaciones, partidos, sindicatos, parlamentos serían igualmente innecesarios e incluso enmascaradores de la realidad o de la voluntad del pueblo.
Este es, a mi juicio, el contexto más apropiado para pensar la actual crisis del periodismo y para defender su valor en una democracia. El discurso acerca de la «postverdad» nos está distrayendo de algo más preocupante que la intencionada distorsión de la realidad por parte de algún malvado: la propia incapacidad de los sujetos para hacerse cargo de la complejidad informativa del mundo. Si estamos en una época de creciente incertidumbre no es porque alguien este deliberadamente creando confusión, sino porque carecemos de instrumentos que organicen los datos, ponderen los juicios y ofrezcan una visión coherente de la realidad. Necesitamos esta mediación de los medios como instrumento de orientación en entornos poblados de mentiras, por supuesto, pero todavía más de datos irrelevantes y estados de ánimo confusos. Esta defensa de las mediaciones no supone rendirse a la autoridad de algún mediador privilegiado, entre otras cosas porque hay muchas mediaciones que compiten entre sí; es un reconocimiento de que nuestras limitaciones cognitivas no proceden de que sea escasa la información sino de que no andamos sobrados de instrumentos para hacer frente a la complejidad del mundo y orientarnos en él.
Las sociedades avanzadas reclaman con toda razón un mayor y más fácil acceso a la información. Pero la abundancia de datos no garantiza vigilancia democrática; para ello hace falta, además, movilizar comunidades de intérpretes capaces de darles un contexto, un sentido y una valoración crítica. Separar lo esencial de lo anecdótico, analizar y situar en una perspectiva adecuada los datos, exige mediadores que dispongan de tiempo y competencia. En este trabajo de interpretación de la realidad también son inevitables los periodistas, cuyo trabajo no va a ser superfluo en la era de internet sino todo lo contrario.
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