Que vivimos en una sociedad compleja es otra forma de referirse al hecho de que las cosas se nos han vuelto muy confusas. Nuestras ilimitadas posibilidades de observación e información no se proporcionan con una capacidad real de obtener una idea coherente del mundo, saber dónde está lo importante y desenmascarar las ocultaciones injustificadas.
En una democracia esta opacidad no es recibida como una buena noticia sino como algo que, en principio, debe combatirse. En el origen de la democracia moderna hay una sospecha hacia el poder y especialmente hacia el poder oculto. Tendemos a pensar que el Estado tiene siempre la tentación de abusar de sus prerrogativas, que protege invocando en exceso la confidencialidad y solo proporciona información que no le perjudica. En esta tensión se han forjado nuestras instituciones y prácticas políticas, confrontadas a la exigencia de transparencia y publicidad.
Lo que llama la atención es que miremos a la realidad con un solo ojo, por así decirlo, que escrutemos con tanto celo el sistema político y con tanta superficialidad el mundo económico, donde hemos tomado decisiones trascendentales pensando que se daban unas condiciones óptimas de información y transparencia. ¿Opacidad en la política y transparencia en la economía? Si algo ha revelado la crisis económica es que esta contraposición no es cierta, que es incluso el resultado de una deliberada maniobra ideológica, porque la observación permanente que ejercemos sobre la política no tiene nada que ver con la elevada clandestinidad de que han disfrutado los agentes económicos. De hecho, aunque todo puede mejorarse, ni la opacidad de los Estados es tan grande como a veces se lamenta, ni la transparencia de los mercados tan efectiva como proclaman algunos.
De entrada, cualquier Estado debe someterse a una serie de reglas para comunicar sus decisiones. Los controles y las evaluaciones internas, las garantías del Estado de derecho, la regulación estricta de los secretos oficiales y las materias reservadas, la vigilancia de los medios de comunicación, la evaluación de las políticas públicas, todo ello alimenta una incesante actividad de escrutinio, crítica y contraargumentación. Rankings, informes y estadísticas proporcionan una información sobre los Estados que ya apenas son dueños de su imagen. Por si fuera poco, los Estados son vigilados por otros (de manera especialmente intensa en el caso de la Unión Europea donde, a causa de las interdependencias y la mutualización de soberanía, están obligados cuando menos a tener en cuenta el impacto de sus decisiones sobre los demás). Y el Estado es también auscultado por los actores económicos, que valoran las políticas fiscales o juzgan su nivel de riesgo. El Estado apenas puede escapar de la exigencia de dar a conocer sus acciones y modos de funcionamiento. Como advierte Manuel Castells, el Estado es hoy más observado que observador; muy lejos de su viejo privilegio de mirar sin ser vistos, los actores políticos están hoy sometidos a una observación continua e ilimitada.
Veamos qué ocurre donde no solemos mirar. Durante los últimos años, en cambio, la opacidad económica no ha dejado de crecer. Lo hemos visto en la crisis financiera: la sofisticación de los productos financieros ha creado una complejidad descontrolada que alimenta riesgos capaces de desestabilizar el conjunto de la vida económica.
No me refiero solo al hecho de que la desregulación haya permitido el recurso ingenioso a las zonas fuera de control: secreto bancario, paraísos fiscales, mercados over-the-counter, plataformas bursátiles opacas (dark pools)… Todo eso podía ser entendido como algo excepcional. El problema más grave es que hay una opacidad de carácter estructural: debido a que los productos financieros derivados, por ejemplo, están basados en otros instrumentos financieros y a menudo combinan varios riesgos adicionales, el potencial de pérdidas no puede ser medido completamente. La dinámica de la innovación en las finanzas globales configura una cadena de riesgo que potencia el riesgo general a través de influencias desconocidas y efectos combinatorios. La titulación ha actuado como un mecanismo global de irresponsabilización, que diseminaba y disimulaba los riesgos, introduciendo en los mercados títulos cuyos riesgos nadie era capaz de evaluar. El desarrollo de nuevos instrumentos financieros exóticos y no líquidos; el aumento de los productos derivados cada vez más complejos; el hecho de que muchas instituciones financieras sean opacas o poco reglamentadas han contribuido a la falta general de transparencia. Esta opacidad ha destruido la confianza de los inversores. La dificultad de evaluar los precios, los riesgos o la toxicidad se ha transformado en incertidumbre general. Al final resultaba que con determinados productos financieros uno no sabía exactamente qué compraba y cuál era el riesgo que estaba asumiendo.
La desconfianza actual puede ser interpretada como una reacción de los inversores contra un sistema financiero opaco, cuya magnitud no terminan de comprender. La economía no es, ciertamente, una realidad simple, pero cuando la complejidad inevitable se transforma en opacidad sospechosa, los actores se bloquean y los mercados dejan de funcionar. Podríamos hablar en este caso de una opacidad ideológicamente producida. El hecho mismo de presentar los asuntos financieros como algo excesivamente técnico y complejo ha facilitado una transferencia de autoridad hacia los supuestos expertos y ha devaluado la de los gobernantes. Esto ha despolitizado tales asuntos y ha sustraído decisiones relevantes de la pública discusión. No es justo que la vigilancia sobre el mundo esté tan mal repartida. Bastaría con que la economía estuviera sometida a la misma observación que se ejerce sobre la política para que las cosas funcionaran mucho mejor. ¿Para cuándo un wikileaks de los mercados? Es otro nombre para designar, a falta de otro término mejor, eso que llamamos gobernanza económica global.