Artículo de opinión de Mikel Mancisidor @MMancisidor1970 el 17 de diciembre de 2023 en Deia (enlace)
La vida es sueño
Vengo de ver en uno de nuestros teatros municipales La Vida es sueño, de Calderón de la Barca. La puesta en escena era potente pero sus efectos disonantes no rompían el sentido de la trama y sus palabras. No competían, como tantas veces ocurre cuando los egos de algunos toman el mando, con el texto, sino que se ponían a su servicio. Salí con esa sensación renovada que dan los clásicos, que nos alimentan de ideas y belleza, que hacen preguntas complejas y nos alejan de respuestas simples, que nos ayudan a hacer nosotros mismos preguntas nuevas a los textos viejos, para mirarlos con ojos nuevos y con intuiciones que alimentan futuro. Por eso, supongo, son clásicos.
Los temas de la obra son conocidos. El tema de la fuerza del destino y los vanos intentos humanos por conjurarla –el mismo viejo tema de Edipo–puede parecer superado por una cultura que rechaza un sino ya fatalmente escrito. Pero nos confronta quizá como ese misterio de que cuanto más nos concentramos en escapar de nuestros miedos, obsesiones o rencores, menos podemos liberarnos de sus ataduras y más nos enmadejamos en sus trampas para terminar condenados a sus cadenas, mientras que en ocasiones dejarlos fluir y ganarlos para nuestra causa se convierte en el mejor recurso para superar su condena.
El tema de la vida como sueño refleja nuestra sociedad de pantallas que nos acercan tanto como nos alejan de la alteridad, para regalarnos al módico precio de nuestra autonomía la apariencia de conocimiento sin esfuerzo, la ficción de criterio sin discernimiento, el sueño de la opinión sin método, la fantasía de la pasión sin riesgo, la mentira de la comunidad sin la diferencia, de la experiencia sin mirada ajena, de la miseria del vivir sin afán ni consecuencia. La pantalla es plana, sin las texturas de la cueva de Platón o de los muros de la torre de Segismundo. Lo es en un sentido tan cabrón que la publicidad que ofrece cada temporada un modelo más ultraplano se convierte en irónica confesión.
A la salida del teatro hablé con dos jóvenes estudiantes impactadas por la fuerza de lo vivido. La pasión del descubrimiento rezumaba inquieta y se transmitía en sus miradas iluminadas. Pronto, en alguna de las próximas reformas educativas –si no lo hemos hecho ya, cosa que no quiero comprobar–, decidiremos que el teatro clásico no interesa a los jóvenes, que es aburrido y escapa a las capacidades de su nivel plano de comprensión, que contamina su inocencia con contenidos inapropiados, que les expone a experiencias que impactan sus delicadas fibras con momentos de libertad y conocimiento –o de incorrección política– que quizá no sepan gobernar.
Un filósofo surcoreano muy de moda escribe sobre las sociedades postnarrativas, plagadas de “experiencias de narrativas efímeras, que incluyen las teorías conspirativas y el tsunami informativo, que son dos caras de la misma moneda”. Pero la experiencia narrativa requiere “que se escuche atentamente y se preste una atención concentrada (…) la comunidad narrativa es una comunidad de personas que escucha con atención”. Porque, sigue el filósofo, “sin narración no hay fiesta ni tiempo festivo, no hay sentimiento de festividad vivida como una intensa sensación de ser: no hay más que trabajo y tiempo libre, producción y consumo. Las fiestas se comercializan como acontecimientos y espectáculos.”
Hace justo 800 años, en 1223, San Francisco de Asís celebró cerca de Greccio la Navidad de una nueva forma que aún en muchas casas conservamos. Aita Donostia escribió ya en París para conmemorarlo, siete siglos después, la obra coral Le Noël de Greccio, que hoy, 17 de diciembre, con un impagable sentido de la oportunidad, de la cultura, de la historia y de la espiritualidad, un grupo de investigadores y divulgadores de la cultura vasca, capitaneados por Josu Okiñena, recupera en el Buen Pastor donostiarra. Yo estaré allí con el sueño –la vida es sueño– de que el adviento próximo pueda programarse en cada capital vasca.