Artículo de opinión de Txetxu Ausín @AusinTxetxu y Melania Moscoso publicado en El Páis el 19 de mayo de 2022 (enlace)
Vivir solo sin quererlo es malvivir, y no se trata de una enfermedad, sino de una manifestación de la desigualdad y de la injusticia social que afecta sobre todo a los mayores y las mujeres
Sentimos soledad cuando experimentamos una carencia en la cantidad y calidad de los vínculos con otras personas, cuando carecemos de lazos sociales significativos, cuando nos parece que no conectamos, que no sintonizamos con nadie (es lo que la psicóloga Pili Castro ha denominado como “soledad sintónica”). Y ello se combina con el aislamiento social y la escasez de redes sociales en un entorno próximo. Por ello podemos estar rodeados de gente y sentirnos solos, como se ha constatado ampliamente entre personas que viven en entornos institucionales como cárceles, hospitales psiquiátricos o residencias de mayores donde se produce una privación forzosa del vínculo social. Del mismo modo, estar conectado a través de dispositivos y redes ¿sociales? no supone en modo alguno establecer vínculos significativos pues se trata, como mucho, de una comunicación pautada y ordenada a través de un medio que establece el marco de la misma, mientras que la presencia introduce la espontaneidad, la cercanía y la creatividad.
Por descontado que nos estamos refiriendo a la soledad no deseada, no buscada, frente a la introspección y esa soledad creativa que a veces buscamos (solitude en inglés). La soledad no deseada (loneliness) afecta a todas las etapas de la vida. Quien más quien menos se ha sentido solo/a alguna vez en su vida; en la infancia, en la adolescencia, en la juventud, en la madurez, en la vejez. El problema es cuando este sentimiento, esta soledad no deseada, se cronifica, perdura, provocando miedo, dolor, angustia o tristeza. Es cierto que la soledad está condicionada por episodios biográficos como la pérdida de un ser querido, la salida del mercado laboral, la emancipación de los hijos, la ruptura de pareja… Y, en este sentido, puede haber épocas de la vida más susceptibles a estas circunstancias, como la vejez (máxime en una sociedad cada vez más longeva). La soledad tiende a perpetuarse cuando la persona no encuentra un reemplazo a los roles que venía ocupando y no es capaz de generar un nuevo espacio en la red vincular. Por ello, el reto es disponer de recursos personales y sociales para salir de estas situaciones y por ello decimos que la soledad no deseada no es un simple problema individual sino que está muy relacionado con la forma en que se organiza nuestra sociedad.
La soledad no deseada está fuertemente determinada por patrones de desventaja social en ámbitos diversos: pobreza, género, cultura/migración, espacio, institucionalización y diversidad funcional. La dedicación intensiva al cuidado por parte de las mujeres mayoritariamente, que reduce de forma muy significativa las oportunidades de socialización; la enfermedad crónica y la movilidad reducida; la carencia de infraestructuras en el lugar en que se vive (como un simple ascensor); la falta de trabajo (la inserción en el mercado laboral es un factor de protección frente a la soledad); y también la precariedad laboral y la dedicación a trabajos que proporcionan salarios de supervivencia y que son poco compatibles con las participación en grupos de socialización secundaria; los frecuentes cambios de residencia, por ejemplo en personas jóvenes precarizadas, que dificultan el establecimiento de redes sociales duraderas. El sociólogo Robert Castel alude a los jóvenes que sudan la gota gorda en situación de precariedad, que encadenan un contrato precario tras otro y para quienes su vida social se reduce a breves encuentros que no se insertan en un proyecto vital. Estableciendo un análisis interseccional podríamos hablar de la soledad de mujeres migrantes viudas o madres solteras que viven en condiciones de precariedad y en entornos urbanos degradados.
Por ello afirmamos que las soledades no son un asunto meramente privado sino público y directamente relacionado con la configuración actual de nuestra sociedad en torno a tres ejes: el auge del individualismo y el declive de las redes de apoyo social y familiar (desafiliación); la crisis de los cuidados y el reparto disfuncional de estas tareas; y nuestra ambivalente relación con las tecnologías digitales.
No hemos de “patologizar” la soledad deseada al modo de una pandemia sino incidir en que se trata de una manifestación de la desigualdad y de la injusticia social y que, más aún, no debiera utilizarse la soledad para encubrir estas circunstancias.
Así lo han entendido diferentes instituciones y administraciones, sobre todo en el ámbito local, que han desarrollado intervenciones comunitarias para paliar esta dolorosa situación.
Porque, no nos olvidemos, padecer soledad no deseada es mal vivir, es una forma de sufrimiento social que nos produce dolor y angustia y que, además, es percibida subjetivamente como fracaso. La soledad tiene un enorme impacto negativo sobre la salud física y psíquica y la calidad de vida (problemas cardiovasculares, debilitamiento del sistema inmune, trastornos psicológicos, suicidio) y nos priva de lo que es la esencia del ser humano: sus relaciones, sus vínculos, sus lazos con los otros.