Artículo de opinión de Daniel Innerarity publicado en El Correo y Diario Vasco el 3/12/2017 (Enlace El Correo + enlace Diario Vasco)
La historia de la humanidad ha estado regida por una profunda desigualdad que se traducía en una asimetría en las relaciones de visibilidad. Unos veían más que otros, el poder consistía en ocultarse o esconder determinadas cosas. Ver implica control social; generalmente, a medida que aumentan las posibilidades de observar, disminuyen las de ser visto. La opacidad, el secreto, la información privilegiada y la ocultación han sido las estrategias de las que se servía el control que ejercían los gobernantes, la dominación de los varones y la riqueza de los poderosos.
La lucha por la igualdad ha implicado siempre, entre otras cosas, un combate por la observación. Una sociedad del conocimiento se caracteriza porque aquellos instrumentos que hacían posible tales operaciones de vigilancia sobre la gente están ahora a disposición de los vigilados. Vivimos en una suerte de ‘panoptismo cívico’ que ha reinvertido el ejercicio del control: todos nos hemos convertido, en mayor o menor medida, en observadores y vigilantes del poder. Esta capacidad de ejercer como intrusos en espacios que eran opacos ha alterado radicalmente las hegemonías habituales. La democratización de la mirada no equivale sin más a la emancipación completa, pero es el comienzo de una ola de democratización que tendrá grandes consecuencias. A partir del momento en que se ve todo, las sociedades adquieren un poder del que apenas disponían con anterioridad. ¿Qué tienen en común la irrupción de fenómenos como la indignación, el hecho de que los electorados sean cada vez menos previsibles, que haya una mayor volatilidad social o el desvelamiento de los fenómenos de acoso sexual? Pues fundamentalmente se deben a que han aumentado las posibilidades de observación de la gente sobre los acontecimientos que antes estaban protegidos de la visión pública, por el secreto de estado o debido a su mantenimiento en el ámbito privado. Hoy cualquiera puede verlo casi todo y darlo a conocer. A partir de ese momento, se cumple el principio formulado por Anthony Giddens de que los viejos mecanismos del poder no funcionan en una sociedad en la que los ciudadanos viven en el mismo entorno informativo que los que los gobiernan. No quiere esto decir que el secreto o la dominación vayan a ser abolidos completamente, sino que están siendo reducidos en virtud de la configuración de una humanidad observadora que dispone de cada vez más instrumentos para conocer lo que pasa en las tramoyas del poder y en los espacios de la intimidad.
El mundo se ha convertido en un lugar públicamente vigilado. Las dinámicas contestatarias han supuesto la entrada de las sociedades en el debate político internacional. El espacio público global ha configurado instancias que se expresan e interpelan. Por supuesto que no hay que hacerse demasiadas ilusiones. La opinión que irrumpe sobre la escena internacional no es el contrapoder ideal, una fuerza eficaz que pueda neutralizar el poder de los estados. Pero esta intrusión y vigilancia ya contradice el mero juego del poder o ese beneficio de la ignorancia que ha sido de gran utilidad para los poderosos, en las cancillerías internacionales o en las alcobas de Hollywood. Quince millones de personas en la calle, en febrero de 2003, no consiguieron impedir la guerra en Irak, pero contribuyeron decisivamente a deslegitimarla; el abuso sexual no desaparecerá de golpe, pero nada volverá a ser como antes de que se desatara la oleada de denuncias en 2017.
Probablemente estemos en un momento de cambio en el que se superpone el plano de las viejas asimetrías con las nuevas posibilidades de observación y ya hemos empezado a comprobar que la nueva visibilidad tiene también su ambivalencia y algunos efectos secundarios que hemos de corregir. En una sociedad donde todos se ven, todos se comparan, de tecnologías abiertas y fácil empleo, en el mundo de las redes, las fronteras pierden su capacidad de delimitación y reserva. Esta configuración abierta contiene, al mismo tiempo, posibilidades de avance y regresión democrática que hemos de aprender a gestionar. Hay un intrusismo emancipador que permite a la ciudadanía observar y juzgar, pero también se despliega a sus anchas la intromisión electoral o pirateo digital; aquello que facilita lo primero permite lo segundo. El espacio abierto de internet, gracias al cual vigilamos y enjuiciamos a quienes gobiernan, es el mismo en el que se realizan los linchamientos digitales, noticias falsas y ciberataques.
Después de una cierta beatería digital hemos descubierto que internet no es un espacio libre de dominación, que las capacidades de observación también las disfrutan quienes quieren controlarnos o condicionar nuestras decisiones. Cuando todavía estábamos en plena celebración de los efectos democratizadores de wikileaks nos ha invadido el pánico por los trolls rusos y ciertos personajes han pasado en muy poco tiempo de héroes a villanos. La vulnerabilidad de los espacios digitales, que era una buena noticia para la ciudadanía observadora, se convierte ahora en una mala noticia para el ejercicio de la voluntad popular. Lo que constituía una ampliación de la soberanía pasa a ser una amenaza contra ella; lo temido por los estados es ahora la pesadilla de las sociedades. Nos parecía bien porque los intrusos éramos nosotros, la sociedad empoderada; nos inquieta cuando descubrimos que esa intromisión la puede hacer cualquiera y no necesariamente con las mejores intenciones. Al final tendremos que volver a reequilibrar las relaciones de visibilidad en estos entornos para los que no valen las viejas normas del secreto desigual. El problema es cómo se defienden ciertos bienes públicos -la publicidad del sistema político, la veracidad de la información, el derecho a decidir sin injerencias- en un mundo en el que el control ya no puede ejercerse de manera jerárquica y con espacios cerrados. El objetivo sería conseguir que no pueda ocultarse todo lo que es relevante para el ejercicio de los derechos democráticos sin que esa permeabilidad de los espacios impida la protección de las instituciones que hacen posible el ejercicio de tales derechos.
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