Artículo de opinión de Daniel Innerarity publicado en El Correo y el Diario Vasco el 29/06/2017
Si hubiera que sintetizar el carácter del mundo en el que vivimos, yo diría que estamos en una época de incertidumbre. Los seres humanos en sociedades anteriores a la nuestra han vivido con un futuro tal vez más sombrío, pero la estabilidad de sus condiciones vitales —por muy negativas que fueran— les permitía pensar que el porvenir no les iba a deparar demasiadas sorpresas. Podían pasar hambre y sufrir la opresión, pero no estaban perplejos. La perplejidad es una situación propia de sociedades en las que el horizonte de lo posible se ha abierto tanto que nuestros cálculos acerca del futuro son especialmente inciertos.
El siglo XXI se estrenó con la convulsión de la crisis económica, que produjo oleadas de indignación pero no ocasionó una especial perplejidad; contribuyó incluso a reafirmar nuestras principales orientaciones: quiénes eran los malvados y quiénes éramos los buenos, por ejemplo. El mundo se volvió a categorizar con nitidez entre perdedores y ganadores, entre la gente y el establishment, quién manda y quién padece a los que mandan, al tiempo que las responsabilidades eran asignadas con relativa seguridad. Pero el actual paisaje político se ha llenado de una decepción generalizada que ya no se refiere a algo concreto sino a una situación en general. Y ya sabemos que cuando el malestar se vuelve difuso provoca perplejidad. Nos irrita un estado de cosas que no puede contar con nuestra aprobación, pero todavía más no saber cómo identificar ese malestar, a quién hacerle culpable de ello y a quién confiar el cambio de dicha situación.
Alguien podría objetar que no faltan, sin embargo, quienes se muestran absolutamente convencidos de algo incluso en medio de este desconcierto general. Efectivamente, el final de las certezas no sólo es compatible con que algunas evidencias se vuelvan especialmente agresivas, sino que ambas cosas pueden estar conectadas. Que haya incertidumbre general es compensado por unas supuestas evidencias que se vuelven especialmente toscas e incluso agresivas.
Pensemos en tres asuntos de naturaleza muy difícil de determinar pero que algunos manejan sin el menor índice de asombro: el pueblo, los expertos y la identidad. Cada vez resulta más complejo identificar lo que el pueblo realmente quiere, la autoridad de los expertos es más cuestionada y tenemos una identidad por así decirlo menos rotunda. Pero esto no impide que se multipliquen las apelaciones a zanjar nuestros debates por algún procedimiento que deje fuera de dudas cuál es la voluntad popular, los expertos imponen sus recetas económicas con una determinación que parece desconocer sus recientes fracasos y se restablece la divisoria entre nosotros y ellos de manera que no deja lugar a dudas.
No quiero decir que estas tres cosas no existan, sino que son conceptos cuya invocación no nos resuelve definitivamente ningún problema porque concretarlas es un asunto político. Como otros conceptos similares, son invocados legítimamente pero hay que considerarlos construcciones políticas y no datos innegociables. Lo que la política pretende es que estos conceptos y otros similares no sean armas arrojadizas sino asuntos de entrada polémicos pero sobre los que es posible lograr un compromiso político. El objetivo de la política es conseguir que la voluntad popular sea la última palabra pero no la única, que el juicio de los expertos sea tenido en cuenta pero que no nos sometamos a él, que las naciones reconozcan su pluralidad interior y se abran a redefinir y negociar las condiciones de pertenencia.
Entender lo que pasa es hoy en día una tarea más revolucionaria que agitarse improductivamente, equivocarse en la crítica o tener expectativas poco razonables. La política no puede seguir siendo lo que afirmaba Groucho Marx, el arte hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados. Una nueva ilustración política debería comenzar desmontando los malos análisis, desenmascarando a quienes prometen lo que no pueden proporcionar, protegiéndonos tanto de los que lo tienen todo claro como de quienes no saben nada. Nunca fue más liberador el conocimiento, la reflexión, la orientación, el criterio.