La inteligencia de la crisis económica

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Las crisis económicas son circunstancias en las que se incrementan al máximo las exigencias a las que está expuesta la humanidad. La primera de ellas consiste en entenderlas bien y afrontarlas inteligentemente. Si queremos gobernarnos conforme a criterios de racionalidad y de justicia, esa inteligencia que nuestras sociedades están obligadas a desarrollar podría sintetizarse en torno a una serie de principios que el mundo actual exige: anticipación, confianza, responsabilidad y cooperación. Están condenadas al fracaso aquellas formulaciones que conciban un mundo en el que no existiera el riesgo o en el que fuera posible prescindir de la confianza, así como aquellas soluciones de la crisis pensadas desde una idea de la responsabilidad que no está a la altura de la actual complejidad social o que plantean una salida unilateral o proteccionista a la crisis. Nos hace falta, por el contrario,  capacidad de anticipación de los riesgos colectivos, construccion de la confianza, clarificación de la responsabilidad e inteligencia cooperativa.

1. Una crisis política

Las situaciones de crisis no son las más propicias para someter a prueba los conceptos con los que tratamos de interpretarlas. Parece como si en ellas los tópicos se instalaran con mayor finalidad. Uno de los que ha hecho furor es el que achaca la crisis económica a un fallo del mercado y anuncia gozoso un retorno del estado. Seguramente han contribuido a fortalecer esta impresion de vuelta al keynesianismo clásico las medidas presupuestarias y monetarias decididas por muchos estados, principalmente las decisiones de rescate financiero adoptadas desde septiembre de 2008. Por supuesto que la crisis únicamente puede explicarse como una conjunción de fracasos, pero se ha monopolizado tanto la acusación contra el mercado que me parece necesario, para comprender bien su naturaleza, insistir en que se trata, sobre todo, de una crisis de la política, es decir, de los estados (que son, hoy por hoy, los principales actores politicos).

Todas las apariencias apuntan hacia los excesos del mercado como responsables de la crisis actual: los bancos han olvidado las reglas prudenciales, los inversores han arriesgado excesivamente, las agencias de rating han inducido al error sobre la apreciación de los riesgos… El mercado ha cometido muchos errores y es normal que la crisis los sancione. Ahora bien, afirmar que el mercado es el único culpable equivale a no haber entendido bien el correspondiente fracaso de las instituciones políticas. Y un mal diagnóstico no presagia nada bueno cuando se trata de pensar también las soluciones.

Uno de los planteamientos menos afortunados a la hora entender la crisis económica ha sido interpretarla en el interior del debate entre neoliberalismo y socialdemocracia, como si ese fuera el verdadero campo de juego ideológico en el que se habrían de mover las posibles soluciones, y sin entender que es precisamente esa alternativa la que ha dejado de tener sentido a la hora de abordar las crisis globales. El neoliberalismo ha salido, lógicamente, peor parado de la crisis, pero eso no da motivo para especiales celebraciones entre quienes auguran un retorno del estado y no están en condiciones de aclarar qué puede significar ese retorno. Lo que hay que explicar —y a lo que debe hacerse frente— es que el estado que emerge tras la crisis es un estado menos poderoso, debido a la naturaleza global de la crisis y a la limitada eficacia de los instrumentos tradicionales de la política económica.

En el curso de los últimos años los estados han cometido grandes errores de política monetaria y presupuestaria. El incremento del efecto de apalancamiento en la economía mundial es imputable más al fracaso de la política macro-económica, especialmente de la política monetaria norteamericana, que a un fallo de los mercados, cuyo único error ha sido reaccionar como era previsible a las incitaciones de la política. Fue el estado el que incitó a los bancos a desarrollar sus créditos subprimes, ya con la administración Clinton en 1999, presionada por las asociaciones que denunciaban el carácter discriminatorio de los préstamos hipotecarios. En Francia, unas semanas antes de que se desatara la crisis, tanto los parlamentarios de la izquierda como los de la derecha, discutían una proposición de ley sobre el acceso universal al crédito. Interesa subrayarlo para poner de manifiesto que también las decisiones públicas, y no sólo las decisiones de los actores en el mercado, están dictadas por unas agendas electorales de corto plazo y con un gran riesgo de convertirse pronto en algo incoherente.

Se dice con frecuencia que la crisis se ha debido a una insuficiencia de regulación financiera, pero se olvida que tan mala es una falta de regulación como una mala regulación. No podemos perder de vista el hecho de que los bancos han tomado el camino de la titulización porque les incitaba a ello una regulación que no imponía ninguna exigencia de capital sobre ese tipo de créditos, fuera la que fuera su calidad, mientras cargaba pesadamente en capital los créditos registrados en los balances de los bancos, especialmente los créditos de peor calidad como las subprimes. Los reguladores parecen no haber tenido suficientemente en cuenta que el sistema bancario puede ser afectado tanto por la explosión de riesgos exteriores a los balances como por la de los riesgos interiores a los balances, una vez que esta explosión sobrepasa una cierta amplitud y adquiere una dimension sistémica. La regulación bancaria se ha revelado como algo ineficaz debido a su naturaleza microprudencial, es decir, que toma en cuenta el riesgo vinculado al insolvencia de una entidad bancaria, pero no la insolvencia del sistema bancario en general.

Este me parece ser el principal fallo de la política ante una crisis de carácter global: el gran error de los estados ha sido olvidar su responsabilidad en materia de riesgos sistémicos. El sistema político, absorbido por los riesgos sociales más inmediatos, ha incumplido sus responsabilidades en materia de supervision y prevención de riesgos sistémicos, que había delegado en otras instancias a quienes no corresponde esa responsabilidad, como el mercado o las autoridades independientes.

Probablemente estemos saliendo de la era del estado de bienestar entendido como aquel estado cuya única fuente de legitimidad era la redistribución y entramos en otra nueva en la que tan importante al menos es la prevención de riesgos sistémicos. La crisis nos está haciendo descubrir que la protección contra los riesgos sistémicos es tan decisiva como la lucha contra las desigualdades sociales y que esto sólo es posible si se cumplen aquellos deberes. Para esta nueva tarea carecen de utilidad tanto el programa de disolución neoliberal de los estados como el intervencionismo clásico socialdemócrata; de lo que se trata es de salvar una de las instancias más importantes de configuración de la voluntad política pero en un contexto global que exige otras estrategias.

La recomposición a la que nos va a obligar la crisis incluye una renovación global del papel de los estados para devolverles los márgenes de maniobra que han ido perdiendo. El debate entre partidarios y detractores distrae la atención del problema fundamental: no es una cuestión de más o menos estado, ni siquiera de reforma del estado, sino de redefinición de sus misiones en una sociedad del conocimiento global, es decir, en un mundo en el que la soberanía está avocada a la impotencia y en el que los poderes públicos no tienen más conocimientos que los actores a los que deben regular. Si no reflexionamos nuevamente en este contexto sobre las finalidades de la política —para las cuales el estado no es más que un medio—  seguiremos impediendo que el estado cumpla las misiones que le son propias.

2. Ser más inteligentes que la crisis

Hablamos mucho de la sociedad y la economía del conocimiento y tal vez no hayamos caído en la cuenta de que, para estar a la altura de sus desafíos, nos hace falta ser, por así decirlo, más listos que los problemas que plantea. La verdad profunda de esas denominaciones —sociedad del conocimiento, economía del conocimiento— no es otra que la advertencia de que en el origen de nuestros problemas hay un fracaso cognitivo y el mejor instrumento para superarlo es aprender de ellos, desarrollar el saber correspondiente.

En la sociedad del conocimiento necesitamos formas de gobierno que gestionen adecuadamente el saber. Hemos prestado una gran atención a la importancia que el conocimiento tiene en nuestras sociedades, pero no hemos reparado tanto en las consecuencias ambivalentes de la producción del conocimiento, por ejemplo, en el sistema financiero global a la hora de gestionar los riesgos económicos.

En este contexto habría que encuadrar la crisis actual, que responde a un desajuste entre la capacidad de innovación de los mercados financieros y nuestra capacidad colectiva de configurarlos inteligentemente. Mientras que los mercados financieros han crecido espectacularmente durante las últimas tres décadas, las expectativas sociales en relación con la regulación pública de estos mercados han experimentado un avance muy pobre. La innovación financiera está siempre al menos un paso por delante de la reglamentación. Hay una asimetría entre el conocimiento privado y el conocimiento público. La aceleración de la producción de conocimiento en las finanzas globales contrasta con la escasa capacidad de las instituciones reguladoras.

Las innovaciones financieras han sido impulsadas por dos fuerzas. De una parte, el entorno extremadamente competitivo, en el que cada institución financiera trata de obtener una ventaja, aunque sea temporal, sobre sus rivales. La segunda fuerza procede de las modificaciones del entorno regulatorio doméstico e internacional. En ocasiones, incluso antes de que la nueva regulación estuviera puesta en marcha, las instituciones financieras buscaban modos de escapar o creaban nuevos productos que les permitían esquivarlas. Todo ello ha creado una “dialéctica regulatoria” consistente en que unos intentaban controlar y otros escapar de ese control. Además, había una asimetría en cuanto a la información que ponía constantemente a los reguladores en una constante desventaja. Los reguladores apenas han podido anticiparse a las tendencias y se han tenido que contentar con poner un cierto orden en los cambios que ya se habían producido.

La política y el derecho no sólo son incapaces de contrarrestar la desterritorialización de los mercados mediante el desarrollo e implementación de normas vinculantes globalmente, sino que también están perdiendo “competencia cognitiva” (Nonet / Selznick 1978, 112) para estar a la altura de la innovación económica. Un ejemplo de ello puede encontrarse en la ambivalencia de la reglamentación financiera. Diversos estudios empíricos han advertido que algunas medidas políticas y legales han agravado los problemas, como es el caso de los acuerdos de Basilea, cuya naturaleza pro-cíclica es ahora evidente. Las disposiciones acerca de fondos propios inducen a la expansion del crédito en los periodos favorables y a su restricción en los momentos malos. Estas regulaciones no sólo han contribuido a la expansión de los productos derivados que están en el origen de la crisis actual, sino que también han incrementado la inestabilidad del mercado crediticio. De hecho, ya se han alzado diversas voces que advierten de que tales disposiciones, en la actual coyuntural económica, deberían ser reconsideradas.

El Acuerdo de Basilea del año 1988 llegó por primera vez a establecer unos principios de supervisión bancaria de alcance internacional, cuyo núcleo consistía en que los bancos aseguraran con una cantidad adecuada el riesgo de sus préstamos con su propio capital. Esto era un procedimiento para enfrentarse preventivamente a las posibles crisis que tuviera su origen en la desconfianza entre los bancos. A la pérdida de confianza se respondía mediante un criterio “capital adecuado”. Esta “capital requirements directive” se basaba en la experiencia de que las instituciones financieras están infracapitalizadas, si tenemos en cuenta los riesgos de liquidez, de crédito y de operaciones a los que están expuestos en un sistema financiero cada día más globalizado. Aunque este acuerdo fue un éxito en cuanto a la unificación internacional de las normas, enseguida se puso de manifiesto que era un cálculo demasiado estático del riesgo. El sistema global reaccionó a esta imposición con una serie de innovaciones financieras. Nuevos instrumentos y métodos financieros como los productos derivados no eran tenidos en cuenta en ese modelo. Si había regulaciones para las operaciones crediticias de los bancos, no existían métodos eficaces para calcular los llamados “riesgos de mercado” que surgían especialmente en los productos derivados.

Por definición toda crisis financiera conduce a la constatación de una insuficiencia de capital en las instituciones concernidas. Pero es ilusorio pensar que las exigencias en materia de capital pueden constituir una protección eficaz contra la crisis sistémica. Ninguna institución financiera está en condiciones de proveer suficiente capital para hacer frente a una crisis sistémica. La búsqueda del menor riesgo a cualquier precio, sea haciendo salir los riesgos del balance de los bancos (mediante la titulización y los productos derivados) o mediante exigencias de capital cada vez más elevadas, tiene unos efectos indirectos incontrolables sobre el sistema financiero, al que se terminan exportando irresponsablemente los riesgos. Todo esto no hace sino poner de manifiesto la naturaleza intrínsecamente sistémica de los riesgos a los que se enfrentan las instituciones bancarias, riesgos que deben ser abordados de otra manera.

Los acuerdos de Basilea II, en 2004, constituyeron precisamente un intento de sustituir ese control estático y cuantativo por un acuerdo institucional más flexible a través del principio de “aprovisionamiento dinámico” que permitiera contrarrestar los efectos pro-cíclicos en los cálculos de adecuación de los fondos propios. Se hizo también desde la experiencia de que, en última instancia, no hay regulación eficaz sin una cooperación más intensa con los “regulados”. La actual crisis económica ha puesto de manifiesto la insuficiencia de estas disposiciones, pero nos ha permitido avanzar en la comprensión del marco que se requiere para una regulación inteligente del sistema financiero. Es difícil aventurar cuándo y cómo se producirá un nuevo acuerdo, pero no cabe duda de que deberá constituir un ejercicio de inteligencia adaptativa y realizarse en un marco de cooperación.

No es exagerado decir, por tanto, que entre las causas de la crisis hay un fracaso cognoscitivo. ¿Por qué razón el sistema financiero aparece como más inteligente y dinámico que el mundo de la política y el derecho? Pues fundamentalmente porque la economía tiene una actitud cognitiva, flexibilidad y una enorme capacidad de aprendizaje, mientras que la política y el derecho están acostumbradas a un estilo normativo, que se traduce en una tendencia a dar órdenes allí donde tendrían que aprender. La política y el derecho tienden a reaccionar de manera normativa frente a las decepciones, mientras que la estructura de expectativas que dirige las operaciones de la economía en general, y del sistema financiero en particular, se caracteriza por una predominancia de las expectativas cognitivas, adaptativas y abiertas al aprendizaje. Por eso la economía y el sistema financiero van por delante tanto en lo que se refiere a la definición de los problemas como a la formulación de los modos de enfrentarse a ellos.

La complejidad y la velocidad de la innovación financiera han situado a los bancos y a las instituciones aseguradoras en una posición de liderazgo cognoscitivo. El proceso de debilitación de la autoridad del estado en materia de cuestiones financieras es bien conocido: “donde los estados fueron señores de los mercados, son ahora los mercados quienes, en muchas cuestiones cruciales, dominan a los gobiernos de los estados” (Strange 1996). Las autoridades públicas han quedado detrás en cuanto a sus capacidades técnicas y de saber experto. Si los reguladores y los supervisores no pueden estar a la altura de tales innovaciones no podrán regularlas efectivamente (Steinherr 1998).

Esta es la razón por la que puede afirmarse que no habrá solución verdadera a la crisis mientras los actores públicos no sean capaces de generar el saber necesario. Hasta ahora, el énfasis sobre el papel de los estados y de la jerarquía como medio de control ha impedido prestar atención a los aspectos cognitivos y cooperativos de la gobernanza. No se puede ejercer la responsabilidad de la supervisión y la regulación si no se dispone del saber correspondiente, que permita comprender los nuevos instrumentos financieros y alertar a los operadores sobre sus riesgos específicos. Para tener un sistema financiero sano es esencial que las autoridades de tutela y los inversores dispongan de información que les permita evaluar correctamente los riesgos, algo de lo que han sido incapaces en la actual crisis.

No se trata de prohibir la innovación financiera, pues esta es legítima y puede hacer grandes servicios a muchos sectores de la economía. No son los instrumentos financieros los que han provocado la crisis sino la utilización que de ellos se ha hecho. De lo que se trata es de impedir el abuso y exigir su trasparencia, lo cual evidentemente no será fácil puesto que la innovación se presentará en los próximos años bajo formas que no se puede prever. El objetivo debe ser corregir las practicas peligrosas e inaceptables sin suprimir las innovaciones útiles para la colectividad. Esta función es especialmente difícil, ya que en los últimos años han ido adquiriendo una gran significación ciertos tipos de riesgo que no pueden ser manejados con los tradicionales instrumentos económicos y políticos.

Y es que para entender los actuales problemas de gobernanza del mercado financiero global hay que considerar las características y consecuencias de la producción del conocimiento en el sistema financiero y la relevancia del conocimiento para la política. Estas nuevas situaciones nos plantean interrogantes para responder a los cuales son de escasa utilidad las viejas soluciones que estaban asociadas o bien a la primacía del mercado o bien a la intervención directa y unilateral de los estados. Si las soluciones han de ser innovadoras es porque los problemas son inéditos. ¿Qué nuevas formas de gobernanza corresponden a la creciente desterritorialización y autonomía de las transacciones financieras? ¿Cuáles serán las instituciones y los sistemas de regulación apropiados para un mundo de innovación financiera y de globalización? ¿Cómo superar las dificultades de la política a la hora de configurar una gobernanza mundial e intervenir con eficacia en los procesos de globalización? La politica tiene que decidir, en definitiva, si aspira a desempeñar esa función o se contenta con el papel de víctima.

3. La construcción económica de la confianza

La actual crisis económica pone de manifiesto una pérdida sistémica de la confianza que revela hasta qué punto es frágil la arquitectura de la confianza en la economía del conocimiento. Y es que la confianza es fundamental en la economía y, especialmente, en los mercados de valores.  Los inversores confían en que los balances sean correctos, que los analistas informen y las autoridades supervisoras sean competentes; los pequeños inversores confían en los grandes inversores, cuyo modo de gestionar los fondos generalmente no conocen; se supone que en el sistema hay suficientes controles y que actuan con independencia de los intereses o las preferencias personales de quienes desempeñan esa función; de las agencias de rating y de los auditores se espera no sólo que valoren sino que estén especialmente atentos a cualquier problema relevante para el sistema; deben dar la alarma cuando los acreedores se hacen insolventes o cuando las empresas presentan datos inexactos en sus balances. Por eso el fracaso de las agencias de rating es uno de los aspectos más inquietantes de esta crisis.

La desconfianza actual puede ser interpretada como una reacción de los inversores contra un sistema financiero opaco, cuya magnitud no terminan de comprender. “La complejidad matemática de las innovaciones y trasacciones financieras ha sobrepasado no solo la capacidad de los reguladores para seguirlas (mucho más la de control a priori) sino también la capacidad de muchas empresas para entenderlas” (Cerny 1994, 331). La economía no es, ciertamente, una realidad simple, pero cuando la complejidad inevitable se transforma en opacidad sospechosa, los actores se bloquean y los mercados dejan de funcionar.

La crisis de confianza es conjurada apelando a unas medidas políticas y jurídicas que puedan restablecer la confianza de consumidores y los inversores. Ahora bien, aunque la intervención de los presupuestos públicos haya permitido evitar una espiral de pánico, la conducta de los actores económicos sigue siendo negativa y continúa habiendo una desconfianza que bloquea el mercado crediticio. Lo que todo ello pone de manifiesto es que la dificultad de controlar los procesos es uno de los problemas fundamentales del gobierno de las sociedades globales del conocimiento.

¿Por qué la confianza es necesaria e inevitable en una sociedad compleja? De entrada, porque en una economía avanzada la confianza en la estabilidad del valor del dinero no la proporciona el conocimiento de las personas. Se trata de una confianza en el sistema, que es condición indispensable para actuar económicamente en la inseguridad del futuro. En la medida en que se invierte dinero en países a los que no se ha viajado, o se presta a empresas cuyas personas y productos no se conoce, crece la necesidad económica de certezas sistémicas. Todo el saber de los inversores y de los bancos no es suficiente para valorar las posibilidades de crédito a partir únicamente de la propia observación; se necesita el saber de un tercero y por eso las instituciones de crédito recurren a observaciones externas. El riesgo ya no se refiere solo a los componentes individuales de un sistema, entendido además como mecánico y en el que rigiera una perfecta división del trabajo, sino al modo de operar del sistema en su conjunto, en virtud del cual determinados riesgos concretos, a causa de su interconexión, podrían desembocar en una desestabilización sistémica (Willke 2001, 9).

Es ya un lugar común afirmar que las sociedades contemporáneas se caracterizan por la ampliación tanto de sus espacios de posibilidad como también de sus riesgos. Los riesgos son de tal naturaleza que no permiten ninguna alternativa entre el riesgo y el no riesgo. Buena parte de las decisiones económicas tienen consecuencias que soprepasan el ámbito de lo pronosticable. La interdependencia y complejidad económicas hace especialmente difícil calcular las consecuencias de las decisiones y los riesgos. La dinámica propia de los mercados obliga a tomar decisiones en orden a un futuro que se mantiene como algo intransparente (Nassehi 1997, 339). También la prevención tiene sus riesgos, sobre todo cuando es redundante (Wildavsky 1988). De entrada, dificulta una reacción proporcionada con respecto a los nuevos riesgos, dado que reduce las oportunidades de aprender en el trato con nuevos riesgos. La lógica de la prevención colisiona con la lógica de la innovación. Si la primera trata de excluir todo lo que sea posible los errores, la segunda consiste en experimentar continuamente con nuevas posibilidades. La innovación es un proceso que entiende los errores como oportunidades de aprendizaje.

En este contexto, los tradicionales mecanismos de valoración y control no están en condiciones —o sólo de manera muy limitada— de absorber la inseguridad. La economía del conocimiento pone de manifiesto hasta qué punto dependemos del saber de los demás y por qué la confianza es un recurso del que no podemos prescindir, aunque pueda fallar. Por esta razón el fenómeno de la confianza es cada vez más objeto de atención. La inabarcabilidad social hace que la confianza sea un recurso tan escaso como importante. La confianza se convierte en un asunto de gran relevancia a medida que aumenta la dimensión de no-saber a la que debemos enfrentarnos. Aquí se hace valer esa idea de Luhmann de que la confianza es un mecanismo de reducción de la complejidad social (1989). La confianza permite tolerar una mayor complejidad e incertidumbre; responde a la necesidad de mecanismos de producción de seguridad para compensar la ausencia de un cálculo racional cierto en la medición de los riesgos.

Por esta razón cada vez resultan más importantes las organizaciones que estructuran las inseguridades y ayudan en la toma de decisiones. Las agencias de rating responden precisamente a esta demanda de construccion de la confianza, de aquellas “infraestructuras de la seguridad” (Hammer 1995) que proporcionan confianza, calculabilidad y protección. Las agencias de rating proporcionan valoraciones acerca de la fiabilidad de los deudores posibilitando así mayores primas de riesgo. Por eso se las ha podido definir como “guardians of trust” (Shapiro 1987, 645) e incluso como “quasi regulatory-institutions” (Sinclair 1999, 159). Responden a la creciente demanda de mecanismos basados en el conocimiento que permitan hacer frente a los riesgos del sistema financiero global. Como dice Michael Power (1997, 123), la sociedad actual es sólo superficialmente una sociedad de la desconfianza. La economía no sólo requiere una mayor necesidad de confianza, sino que también necesita unas “desconfianzas que generan confianza”. Las auditorías y los correspondientes certificados contribuyen así a configurar la confianza y facilitan la adopción de las decisiones económicas.

Las agencias de rating transforman la contingencia indeterminada en complejidad estructurada y manejable. Con su asesoramiento acerca de la probabilidad de los impagos, las agencias califican la indeterminación y la traducen en una combinación de letras que puede ser fácilmente entendida. De todas maneras, conviene no olvidar que, del mismo modo que la regulación produce inevitablemente sus propios riesgos, las agencias de rating, al facilitar la gestión de las inseguridades económicas, aumentan también la velocidad de las transacciones financieras.

En cualquier caso, está claro que debemos mejorar los modelos de determinación del riesgo. En una economía global del conocimiento los acontecimientos futuros no pueden ser controlados con unos mecanismos que son estáticos y cuantitativos. Instrumentos tradicionales como el balance, que han proporcionado tradicionalmente racionalidad, cálculo y credibilidad, han perdido buena parte de su eficacia; instituciones que han venido desempeñando funciones de control apenas están en condiciones de suministrar un saber cierto que pueda ponerse al servicio de la regulación. La cuestión de la racionalidad del riesgo sigue siendo uno de nuestros principales desafíos, es decir, el problema de saber cuáles son los instrumentos cognitivos y operativos de los bancos, las agencias de rating y las autoridades supervisoras a la hora de gestionar los actuales riesgos del sistema financiero.

Hemos de mejorar los instrumentos de ponderación de valores y riesgos en unos momentos en los que, desde el punto de vista objetivo, la capacidad de supervisión ha disminuido en los últimos años en virtud del aumento de los productos no sujetos a balance, los llamados “knowledge assets”, como patentes, software, alianzas estratégicas, etc. (Boisot 1999; Litan / Wallison 2000). Cada vez es más relevante la cuantificación de bienes intangibles, cuya indeterminación pone en cuestión la validez de las actuales valoraciones. Y desde el punto de vista temporal, partimos de la dificultad de que la aceleración de la producción del saber “desfuturiza” el accounting y le quita valor. Cada vez es más difícil sacar conclusiones desde el pasado hacia el futuro, especialmente en campos como las tecnologías de la información o los servicios financieros. La competencia no sólo obliga a una permanente revision de los productos y servicios, sino que conduce paralelamente a que el saber experto reduzca su tiempo de validez.

4. El principio de responsabilidad

La idea de un mundo interconectado, que nos ha servido como lugar común para designar la realidad de la globalización, implica, en principio, un mundo de responsabilidad escasa, cuando no difusa o abiertamente irresponsable, sobre el que no puede establecerse ningún control y del que nadie se hace cargo. La interconexión significa, por una parte, equilibrio y contención mutua, pero también alude al contagio, los efectos de cascada y la amplificación de los desastres, como es el caso de la actual crisis financiera. El mundo interconectado es también ese “mundo desbocado” del que hablaba Giddens a la hora de calificar los aspectos menos gratos de la globalización (2002).

La actual crisis económica es, en última instancia, una crisis de responsabilidad y el procedimiento que mejor lo ha representado ha sido la extensión de productos financieros como la titulización, que traducían la voluntad de desplazar los riesgos hacia el infinito, es decir, aceptar riesgos sin querer asumir las consecuencias. Eso es lo que he denominado antes “riesgos sin riesgos”. Se ha producido así una verdadera perversion de la función de crédito, la más esencial de todas las que llevan a cabo los bancos. Estos han construido líneas de productos y combinaciones de valores que proponían a unos inversores cada vez más ávidos de rentabilidad. Vistas las cosas con la comodidad de la retrospectiva, la máquina de enriquecerse estaba en marcha y nadie sabía pararla. La crisis ha puesto así de manifiesto que la globalización financiera es mucho más frágil que la globalización comercial.

La titulación ha actuado como un mecanismo global de irresponsabilización, que diseminaba y disimulaba a la vez los riesgos, haciendo opacos los mercados. Este y otros productos financieros permitían evacuar o neutralizar los riesgos de las operaciones de préstamo transfiriendo la carga hacia los mercados de naturaleza especulativa. La opacidad de los mercados impedía el control y toleraba riesgos excesivos, títulos opacos cuyos riesgos nadie era capaz de evaluar. El desarrollo de nuevos instrumentos financieros exóticos y no líquidos; el aumento de los productos derivados cada vez más complejos; el hecho de que muchas instituciones financieras sean opacas o poco reglamentadas han contribuido a la falta de transparencia. Esta opacidad ha destruido la confianza de los inversores. La dificultad de evaluar los precios, los riesgos o la toxicidad se ha transformado en incertidumbre general.

Todo ello no hubiera sucedido si, al mismo tiempo, no hubiera habido una dejación de responsabilidad por parte de los estados, de los bancos centrales y las instituciones financieras mundiales. Los dirigentes económicos y financieros han cometido el error de confiar absolutamente en la capacidad autorreguladora de los mercados financieros y han aceptado esta irresponsabilidad de los mercados de crédito, sometidos al mismo modelo de comportamiento que el que funciona en las bolsas. A esto se han añadido unas operaciones de rescate que serán inevitables pero que no van a servir para promover las conductas responsables. Se han beneficiado de esas medidas aquellos actores económicos que pueden asumir riesgos excesivos sin tener que sufrir las consecuencias en virtud de las catástrofes en serie que su quiebra podría producir en el resto de la economía.

La crisis nos exige construir una nueva responsabilidad financiera, algo que se llevará a cabo más a través del control y la supervisión que mediante la regulación normativa. Nuestros dirigentes deberían comprender que les corresponde poner a los grandes actores económicos y financieros cara a sus responsabilidades: responsabilidad de los prestamistas, limitando la titulización, es decir, la opacidad de los riesgos en el mercado de los productos derivados, de manera que las deudas no sean instrumentos de especulación; responsabilidad de los accionistas, reservando el derecho de voto a quienes se comprometen establemente con la empresa para permitirle llevar una verdadera estrategia; responsabilidad de los estados que se deben entender sobre un sistema de paridades estables, impidiendo así las oscilaciones violentas de divisas, desconcertantes para los agentes económicos.

Así pues, nos hace falta construir nuevos acuerdos de responsabilidad. Pero conviene no perder de vista que estos compromisos han de conseguirse en medio de una red cada vez más densa de dependencias, donde las obligaciones pierden visibilidad y nitidez. Al mismo tiempo, un mundo de crecientes interdependencias aumenta también el número de consecuencias de las acciones que no resultan fáciles de imputar. No deberíamos dejarnos seducir por la tentación de simplificar la realidad y personalificar en exceso la responsabilidad. La crisis actual no es imputable ni a los paraísos fiscales ni a las remuneraciones de los directivos, contrariamente a la crisis de 2001-2003, en la que esas remuneraciones jugaron un papel determinante en la formación de la burbuja de las empresas digitales. Por el hecho de que la crisis nos haya permitido descubrir el exceso de ciertas remuneraciones no hay que pensar que dicho exceso es la causa de la crisis. Por eso mismo, el hecho de que los estados puedan limitar esas remuneraciones en las empresas que salven de la quiebra no debería llevarnos a pensar que el nivel anterior de esas remuneraciones era la causa de la dificultad de las empresas y que en adelante, gracias a esa simple medida, no volverán a producirse.

Este conjunto de circunstancias y otras similares justifican la denominación de “irresponsabilidad organizada” (Beck 1988) a la hora de calificar a nuestras sociedades, aunque también cabe preguntarse si no se trata más bien de una falta de organización, de que no hemos sido capaces de organizar socialmente la responsabilidad a la vista de que algunas de esas dinámicas contradicen claramente muchos de nuestros derechos y nuestros deberes. La debilitación del sentido de responsabilidad no es una cuestión que pueda achacarse únicamente a los políticos o a la desafección ciudadana, sino que resulta más bien de esa mezcla de debilidad institucional y fatalismo que caracteriza a nuestros compromisos democráticos. Se pueden organizar muchas cosas para identificar la responsabilidad y transformar dinámicas ciegas en procesos gobernables.

La dificultad procede, en última instancia, de que han cambiado las condiciones en las que se pensaba y ejercía la responsabilidad social. Tenemos por delante la tarea de concebir y articular una forma de responsabilidad compleja (Innerarity 2009, 118). El problema estriba en cómo representar esa responsabilidad en un momento en el que ha perdido evidencia la relación entre mi comportamiento individual (como prestamista, consumidor, accionista, votante o cliente) y los resultados globales. La ilustración de esta nueva articulación entre lo propio y lo común sólo se conseguirá si desarrollamos un concepto de responsabilidad que haga justicia a la actual complejidad social y corresponda a nuestras expectativas razonables de conseguir un mundo que pueda ser gobernado, del que nos hagamos cargo.

5. La inteligencia cooperativa

La mayor forma de inteligencia social, la más requerida actualmente por nuestros principales desafíos (no solo el económico, también los que se refieren a las amenazas ecológicas, la seguridad o los desequilibrios sociales), es, sin duda, la inteligencia cooperativa. Esta cooperación es especialmente importante en unos momentos en los que el sistema financiero ha perdido casi por completo su referencia territorial y, por tanto, se ha liberado de los marcos estatales de regulación y control (O’Brian 1992). Una de las principales dificultades de la gobernanza financiera procede precisamente de que ni el sistema legal ni el politico siguen el ritmo del sistema financiero global, ya que derecho y política apenas se conciben más allá de la forma del estado nacional. Los estados sólo son capaces de concebir su inserción en la globalización bajo la forma de un juego de suma cero, conflictivo por definición, y únicamente aceptable en un cuadro estrictamente inter-estatal. Pero el marco interestatal es incapaz, por insuficiente, de tratar eficazmente una crisis global y, de manera más general, de prevenir los desequilibrios económicos y financieros globales. Una cosa son las respuestas coyunturales a la crisis que los estados puedan acometer y otra la articulación de un nuevo orden económico justo e inteligente. El marco de referencia de los estados es claramente insificiente para lograr esto segundo. Si queremos apuntar en la dirección de este ambicioso objetivo no tenemos más remedio que superar esa desproporción entre la dimensión mundial de los problemas y la impotente provincialidad de las soluciones, entre el carácter global de los mercados financieros y el carácter doméstico de los bancos centrales y las agencias supervisoras.

Cualquier solución pasa por interpretar correctamente el carácter global de la crisis actual y sacar las consecuencias correspondientes: los mercados de la titulización y de los productos derivados se han venido abajo igualmente en todo el mundo, de la misma manera y por las mismas razones; a la crisis financiera ha seguido la crisis económica según las mismas modalidades en casi todos los países; las innovaciones financieras más críticas han sido conglomerados muy globalizados en cuanto a su implantación geográfica, su estrategia financiera y su gestión. La crisis actual no es una crisis norteamericana que se hubiera internacionalizado rápidamente en virtud de los vínculos económicos y financieros que unen a Estados Unidos con el resto del mundo. Es una crisis global, en el sentido fuerte del término, tal vez la primera crisis verdaderamente global. Este hecho se verifica al comprobar que la globalidad ha contribuido a la gravedad de la crisis. Normalmente las relaciones económicas y financieras tienden a jugar un papel moderador en las crisis nacionales. Los movimientos internacionales de capital y las variaciones de las tasas de cambio permiten atenuar el impacto inicial derivándolo parcialmente sobre el “resto del mundo”. Pero en el caso de una crisis global, por el contrario, no hay “resto del mundo” que pueda desempeñar esta función moderadora y la crisis no puede sino desplegar su lógica interna hasta el final. De hecho, ya se ha observado que las crisis sincronizadas a nivel internacional eran más fuertes y más costosas económicamente que las otras crisis. Esto es aún más cierto para las crisis globales, en la medida en que no estamos dotados de instituciones capaces de gestionar esta globalización y sus riesgos.

No haber entendido lo que significa la globalización de la economía y el carácter global de la crisis explica muchos de nuestros errores anteriores y posteriores. La falta de cooperación ha sido un factor del desencadenamiento de la crisis. Más grave que los fallos de supervisión financiera en Estados Unidos o en Europa es la ausencia de una estructura de coordinación internacional. Los desequilibrios acumulados por AIG o por Lehmann Brothers han podido alcanzar tales proporciones porque los controladores han sido incapaces de intercambiar un mínimo de información. Todavía más asombros e inquietante resulta el hecho de que esta ausencia de colaboración no se limita a las relaciones transatlánticas sino que afecta también a las relaciones entre los controladores de la Unión Europea y a las relaciones entre controladores de seguros y controladores bancarios en el mismo país.

Las respuestas a la crisis no han mejorado sustancialmente esta cooperación escasa. Hasta ahora los estados han respondido a la crisis con medidas que toman poco en cuenta su impacto sobre los demás países. Cuando rechazan reconocer el carácter global de la crisis y la necesidad de un tratamiento global, los estados asumen una gran responsabilidad en la prolongación de la crisis. Las reuniones del FMI, del G20 y la Unión Europea no han conseguido superar el estadio de la adición de políticas nacionales, dejando a la crisis sin tratamiento global. Pero conviene no perder de vista que las políticas poco cooperativas no hacen otra cosa que debilitar todavía más la economía global. Contra la tentación del proteccionismo o las soluciones unilaterales debe recordarse que lo que falló tras la crisis del 29 no fue el mercado sino los estados y su falta de colaboración. La reforma de las normas financieras y su vigilancia deben llevarse a cabo a nivel internacional. Aunque la idea de un regulador financiero global sea de momento poco realista (y tal vez no sea ni siquiera deseable como tal), la solución a la crisis requiere una mayor coordinación de las políticas de regulación y supervision financiera.

En este contexto Europa tiene una ventaja especial debido a su larga trayectoria de cooperación, en virtud de la cual la Unión Europea se ha convertido en un marco jurídico y de responsabilidad democrática que no tiene equivalente a nivel mundial. Ahora bien, tampoco Europa tiene el tamaño crítico que sería necesario para erigirse como polo de regulación; su importancia procede más bien del hecho de que ha conseguido mutualizar en su seno una parte de las regulaciones internacionales, lo que la convierte en el actor mejor situado para llevar esta reforma al nivel mundial. Pese a esta ventaja, también es cierto que nos encontramos todavía muy lejos de lograr una sincronización satisfactoria entre los sistemas politicos, jurídicos y económicos. En Europa, aunque el Banco Central Europeo desarrolla sus funciones de política monetaria, las facultades de supervision siguen en manos de los bancos nacionales. Este marco estatal es claramente estrecho y así lo han indicado quienes aconsejan la creación de un organismo de supervision supraestatal (por ejemplo, en el reciente Informe Larosière y su propuesta de crear un Consejo Europeo de Riesgos Sistémicos) en estrecha relación con el Banco Central Europeo, aunque no tenga que ser necesariamente en el seno de este.

En última instancia, el desafío que se nos plantea es llevar a cabo una gobernanza inteligente de la economía financiera y esto exige que revisemos a fondo la función de la política en una sociedad del conocimiento de manera que gane capacidad de gobernar los acontecimientos, autoridad supervisora, comprensión de la complejidad, vision de conjunto, inteligencia sistémica, competencia estratégica y anticipación. El verdadero objetivo de la política sería poner en marcha formas de “cooperación cognitiva”, es decir, crear las condiciones para combinar óptimamente lógicas funcionales heterogéneas, estructuras de gobernanza y recursos de conocimiento, promoviendo de este modo procesos de aprendizaje colectivo. Sólo así podríamos conseguir que las quejas correctas dieran paso a las soluciones eficaces.

Tenemos que desarrollar un nuevo paradigma para la regulación y la supervision que no puede ser exclusivamente de control y sanción; una supervision inteligente, de acuerdo con la actual lógica de un mundo cada vez más heterárquico e innovador, no puede llevarse a cabo mediante los tradicionales instrumentos de la autoridad jerárquica. La regulación entendida como orden y control, que asignaba una función esencial a los estados está siendo progresivamente desplazada hacia las reglas del global accounting. Los acuerdos del GAAP y los IFRS ponen de manifiesto que la regulación global ya no puede ser entendida como algo realizable por los estados. Ni las formas jerárquicas de control, como el puño de acero del estado, ni la anárquica mano invisible del mercado son adecuadas para entender las interacciones complejas entre los diferentes actores que están implicados en el espacio regulatorio. Un concepto de regulación abierto a formas heterárquicas de coordinación y cooperación estaría mejor preparado para articular la relación entre actores mutuamente interdependientes.

Las formas de regulación basadas en normas son insuficientes para gobernar la dinámica del sistema financiero que se ha establecido en la sociedad del conocimiento global. La regulación legal se enfrenta permanentemente a innovaciones que no solamente no había previsto sino que desconoce. Los sistemas politicos y legales tienen que cambiar porque el sistema financiero permanentemente escapa de la regulación construyendo nuevos instrumentos y productos. Mecanismos de coordinación social como la regulación de los riesgos del sistema financiero han perdido su efectividad. De ahí que una solución a este problema no pueda alcanzarse con más regulación a través de reformas de contenido sino con una mejor regulación gracias a los procedimientos entre los que destaca la posibilidad de participación de los afectados. La crisis económica va aponer a prueba nuestra inteligencia cooperativa, tanto en lo que se refiere a pactos locales como a nuestra capacidad global de cooperación entre los estados, o a la interacción entre bancos y supervisores con el fin de conseguir un modelo innovador de supervision bancaria.

La cooperación se ha convertido en un nuevo paradigma para resolver crisis y conflictos en un momento en que revelan los límites del mercado y del estado, es decir, tanto las pretensiones de que la evolución espontánea, desregulada, de la economía se desarrolle conforme a una racionalidad satisfactoria como de quienes confiaban ese suplemento de racionalidad a una dirección jerárquica y controladora sobre los mercados. Me atrevería a formularlo así: el nuevo escenario de la discusión no es el que enfrenta a liberales y socialdemócratas, al mercado y al estado, sino la deliberación en torno a qué tipo de cooperación es más apropiada para resolver los problemas a los que tenemos que enfrentarnos.

Seguramente estamos muy lejos de encontrar un equilibrio entre ambos extremos; tal vez la manera de articular esas dos posibilidades irá variando a lo largo de la historia y en unos momentos se requerirá liberar la iniciativa, mientras que en otros será necesario fortalecer la regulación. Lo que es seguro es que todo ello no se podrá realizar con éxito más que en el contexto de lo que podríamos llamar una racionalidad cooperativa, es decir, mediante procedimientos de gobernanza que articulen previsión, confianza y responsabilidad. Y esto es algo que sólo se puede hacer en la medida en que fortalezcamos nuestro sentido de lo público y común, desde los espacios domésticos hasta las dimensiones globales de nuestra común humanidad.

La crisis económica y financiera ha puesto de manifiesto una vez más que el estado sólo (incluso el más poderoso) no tiene la dimensión crítica en la era de la globalización, que la lógica actual de competitividad internacional entre los estados es incompatible con el tratamiento de los problemas globales y que por eso mismo debemos avanzar hacia un modelo de cooperación. Es un cambio de paradigma profundo ya que estamos habituados a pensar en un mundo multipolar, es decir, un mundo de relaciones de fuerza no cooperativas.

Vivimos en un mundo que no puede ser dejado a su suerte, a la mera evolución, si es que no queremos pagar el enorme precio que ello supone en términos de injusticia, degradación del medio ambiente e inseguridad, pero que tampoco puede ser dirigido jerárquicamente, de manera unilateral o confiando en un control que se ha demostrado ineficaz. La verdadera respuesta es la construcción, a todos los niveles, de inteligencia cooperativa, en un momento en el que se nos plantean desafíos que no puede resolver nadie aisladamente, ni solo el mercado ni solo el estado, ni los supervisores ni los supervisados, ni un estado al margen de los otros, ni el proteccionismo de corto plazo. Por eso me permito concluir sentenciando que nunca como hasta ahora estuvo tan requerida la inteligencia y la voluntad de cooperación.

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El Instituto de Gobernanza Democrática, Globernance, es un centro de reflexión, investigación y difusión del conocimiento. Su objetivo es investigar y formar en materia de gobernanza democrática para renovar el pensamiento político de nuestro tiempo.

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