La humanidad amenazada

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Las principales preocupaciones que tiene hoy día la humanidad no son tanto males concretos como amenazas indeterminadas. No nos inquietan peligros visibles sino riesgos difusos que se podrían extender a cualquier sitio y en el momento menos imprevisto, y para los que no tenemos protecciones suficientes. Por supuesto que hay peligros concretos que podemos identificar, pero lo que más nos preocupa, por ejemplo, del terrorismo es su carácter imprevisible; lo inquietante de la economía actual es su volatilidad, es decir, la debilidad de nuestros instrumentos para protegernos de la inestabilidad financiera; en general, muchos de nuestros malestares se deben a lo expuestos que estamos frente a amenazas que solo podemos controlar parcialmente. Nuestros antepasados habitaban en un entorno más peligroso pero menos arriesgado; seguramente vivieron en una miseria que hoy nos resulta intolerable, mientras que nosotros estamos expuestos a unos riesgos que ellos no conocieron. Si a nosotros nos cuesta entender la naturaleza de estos riesgos, a ellos les hubieran resultado literalmente inconcebibles.

Pensemos en todo lo que tiene que ver con los efectos del cambio climático, los riesgos de la energía nuclear y la proliferación, las amenazas terroristas (tan diferentes cualitativamente de los peligros de la guerra convencional), los efectos colaterales de la inestabilidad política, las repercusiones económicas de las crisis económicas, las epidemias (cuyos riesgos se acrecientan con la mayor libertad de circulación de personas y alimentos), la desconfianza o el pánico, que es tan veloz e incontrolable como la rapidez con que se transmiten las informaciones, las alarmas, que no siempre son razonables y proporcionadas, como ha podido comprobarse en la reciente crisis del pepino… Todos estos fenómenos forman parte del lado oscuro del mundo globalizado: contaminación, contagio, inestabilidad, encadenamientos, turbulencias, fragilidad compartida, afectación universal, superexposición. Se podría hablar a este respecto del carácter epidémico de la sociedad contemporánea.

¿Cuál es la causa de este sentimiento de estar tan expuestos y su correspondiente malestar? Esa inquietud se la debemos a la realidad de nuestra mutua dependencia, algo que por cierto también nos ha procurado muchos beneficios. Hablar de interdependencia es una manera de referirse al hecho de que estamos expuestos de una manera que no tiene precedentes, sin un adecuado seno protector. Interdependencia equivale a dependencia mutua, intemperie compartida. No hay nada completamente aislado, ni existen ya “asuntos extranjeros”; todo se ha convertido en doméstico; los problemas de otros son ahora nuestros problemas, que ya no podemos divisar con indiferencia o esperando que se traduzcan necesariamente en provecho propio. Este es el contexto de nuestra peculiar vulnerabilidad. Las cosas que nos protegían (la distancia, la intervención del Estado, la previsión del futuro, los procedimientos clásicos de defensa) se han debilitado por distintas razones y ahora apenas nos suministran una protección suficiente.

Tal vez no hayamos sacado todas las consecuencias geopolíticas que se derivan de estas nuevas lógicas que nos hacen tan dependientes unos de otros. En un mundo tan complejo ni siquiera el más poderoso está suficientemente protegido: la lógica de la hegemonía choca con el hecho de que, aunque el pequeño no haya sido nunca despreciable, los actuales fenómenos de fragmentación y autonomización crean situaciones de asimetría y desequilibrio que no son siempre favorables al juego del poderoso. El débil, cuando está cierto de que no va a ganar, puede dañar al más fuerte e incluso hacerle perder finalmente. Mientras que en el orden westphaliano, la ley era el peso específico de cada uno de los Estados; en un mundo de interdependencias el más fuerte es continuamente el rehén del más débil: en su seguridad, en su estabilidad económica, en su salud o en la protección de “su” medio ambiente. Todos están expuestos a los efectos del desorden y las turbulencias que se desarrollan en la periferia.

Esta situación de superexposición es en buena parte inédita y por eso suscita numerosos interrogantes para los que no tenemos las oportunas respuestas. ¿De qué naturaleza pueden ser las protecciones en un mundo así?

No es extraño que una globalidad vulnerable, contagiosa, dispare inevitablemente estrategias de prevención y protección, que no siempre son eficaces ni razonables, que se traducen con frecuencia en movimientos histéricos, miedos infundados y reacciones desproporcionadas. Los sentimientos de miedo y xenofobia que pueden despertar algunas de las estrategias de defensa terminan por hacernos más daño como sociedades que aquello de lo que quisiéramos protegernos. En la época del calentamiento climático, las bombas inteligentes, los ataques digitales y las epidemias globales, nuestras sociedades deben ser protegidas con estrategias más complejas y sutiles. No podemos seguir con procedimientos que parecen ignorar el entorno de interdependencia y la común exposición respecto de estos riesgos globales.

Debemos aprender una nueva gramática del poder en un mundo que está constituido por más bienes y males comunes que por intereses propios. Estos no han desaparecido, por supuesto, pero resultan indefendibles fuera del marco del juego común en el que todos estamos implicados. Mientras que el antiguo juego del poder promovía la protección de lo propio y la despreocupación por lo ajeno, la superexposición obliga a mutualizar los riesgos, a desarrollar procedimientos cooperativos, a compartir información y estrategias. Hay que profundizar en ese debate que apunta hacia la gobernanza global, el horizonte que la humanidad debe perseguir hoy con la mayor de sus energías. Suena duro pero no tiene nada que ver con el pesimismo: gobernar los riesgos globales es el gran imperativo de la humanidad si no queremos que la tesis del final de la historia se verifique, no ya como apoteosis de una plácida victoria de la democracia liberal, sino como el peor fracaso colectivo.

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