Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado el 10/09/2020 en El País (enlace)
La democracia es un sistema político forjado por unos seres humanos que, tras muchas batallas y experiencias amargas, han aprendido que deben hacer compatibles dos cosas que de entrada parecen llevarse mal: la importancia de que la vida pública respete el valor de la verdad y la sospecha frente a quienes pretenden monopolizarla. Lo mismo puede decirse de la moral: entre los comportamientos morales exigidos por la democracia está también aprender a presentar la posición propia como políticamente preferible pero no como moralmente superior. Los sistemas políticos liberales están construidos sobre la experiencia de que los mentirosos y los malvados deterioran la vida democrática menos que los administradores de la verdad y la bondad.
Tiene razón Cayetana Álvarez de Toledo cuando afirma que con su cese no se está dirimiendo es una batalla entre la moderación y la radicalidad porque su estilo belicoso no es un asunto de grado sino el resultado de una determinada manera de entender la política. Cuando explicaba las razones de su cese defendía su “derecho a decir la verdad”. Al ver a alguien que disfruta de una relación tan íntima con la verdad no se si siento más envidia o temor. En cualquier caso refleja una mentalidad que es incompatible con ser liberal, ideología con la que dice identificarse la ex portavoz del PP.
El liberalismo es una cultura política que, sin renunciar a la verdad y el bien como aspiraciones humanas, diseña la vida pública de manera que nadie pueda representarlos absolutamente. La verdad y el bien son entendidos más como aspiraciones que como propiedades. Hemos aprendido de nuestros errores tanto como de nuestras “verdades” (es decir, de la precipitada designación de nuestras opiniones como verdades). Es cierto que tenemos un problema de banalización del debate político, donde todo parece valer en la misma medida, pero también sufrimos esa polarización y tensionamiento que produce la pretensión de monopolizar la verdad y la excesiva moralización del campo de juego político. Son cosas que cualquier liberal debería conocer, así como el papel que la verdad y el bien juegan en la política desde las revoluciones democráticas contemporáneas.
La verdad en política es una aspiración compartida, no una propiedad privada o un arma arrojadiza. La democracia es un régimen de opinión, que no se puede desarrollar sin respeto a las evidencias, por supuesto, pero en la que nadie ostenta el privilegio de representar a los hechos verdaderos. Hay hechos palmarios sin cuya aceptación el diálogo sería imposible; uno de los más básicos es, por cierto, nuestra tendencia a calificar como hechos evidentes lo que no son más que opiniones personales. John Rawls recordaba que cierta concepción de la verdad (“toda la verdad”) es incompatible con la democracia porque en una democracia la verdad posible es parcial, limitada, compartida, provisional y discutible. No tenemos democracias para encontrar verdades absolutas sino para decidir los asuntos comunes sobre la base de que nadie —mayoría triunfante, élite privilegiada o pueblo incontaminado— tiene un acceso privilegiado a la objetividad que nos ahorrara el largo camino de la pública discusión. Si incluso en la ciencia, que cuenta con instrumentos de verificación, protocolos rigurosos, datos contrastados y evidencias, la verdad es algo construido cooperativamente, qué decir de la dimensión de verdad de la política, que es un arte práctico basado en el contraste, el equilibrio de las fuerzas contrapuestas y la negociación continua.
En la vida política hay cosas mejores y peores, pero plantearla como una batalla entre el bien y el mal equivale a acabar con la política. Sabemos que no todo el mundo es bueno, pero ni siquiera a los mejores entre nosotros les hemos conferido la capacidad de otorgar el certificado de bondad y maldad. La democracia moderna seculariza estos valores sin necesidad de renunciara a ellos: la verdad es una aspiración que no se da fuera de la discusión y el contraste, a la que resulta más fácil acceder cuando el punto de partida es la diversidad de opiniones que donde estuviera prohibida o neutralizada esa pluralidad; la vida pública busca el bien común, para lo cual un primer requisito es no descalificar moralmente a quien lo pretende de un modo que difiere del nuestro. El hecho de que existan personas malvadas no dice nada en contra del sano principio de que podemos criticar a nuestros adversarios sin descalificarlos moralmente.
Seguramente en el origen del tensionamiento actual de nuestra vida política hay una hipermoralización de los discursos; en seguida recurrimos a la condena moral cuando hubiera bastado el rechazo político. La democracia moderna se configuró en paralelo con los procesos modernos de secularización y de ahí ciertos parecidos formales: se privatiza la concepción del bien y se desmoraliza la vida pública, no en el sentido de que los asuntos comunes carezcan de reglas sino de que las normas políticas no pueden ser remplazadas por normas morales. No hace falta que consideremos a nuestros adversarios políticos como unos malvados, ni es necesario calificar de ilegítimo al gobierno que detestamos cuando basta que los critiquemos por sus malas políticas. De quien echa mano con demasiada frecuencia a descalificaciones morales podemos sospechar que le faltan argumentos propiamente políticos.
La gran división moral en este país se hizo cuando comenzó a utilizarse la Constitución como un elemento de identificación y de exclusión. Por utilizar la célebre pregunta de Vargas Llosa, esto se jodió cuando comenzó a utilizarse la etiqueta del “constitucionalismo”, como si no se advirtiera la contradicción que ello suponía. De este modo dejamos de entenderla como un marco tan común que incluso albergaba a quienes mantenían serios desacuerdos con su contenido concreto. ¿Cómo se integra en el llamado “constitucionalismo” la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional que establece que el deber de lealtad constitucional es solo procedimental y que no formula ningún deber de adhesión? Se trata además de un constitucionalismo que hace referencia a la unidad territorial, pero que no se aglutina en la defensa de otros valores. Una Constitución que es entendida además como poder constituido y no como poder constituyente porque siempre es demasiado pronto o demasiado tarde para plantear su reforma, significativamente entendida como un proceso incontrolable, similar a abrir la Caja de Pandora. Puestos a repartir calificativos cabría preguntarse quién sirve más a la Constitución, quien la fosiliza y deja que las instituciones se deterioren o quien la quiere cambiar, actualizar e incluso modificar audazmente.
La democracia es una realidad dinámica, que se revitaliza por el cambio y la transacción, ampliando los acuerdos e incorporando a nuevas generaciones, mientras que se anquilosa cuando evita cualquier transformación, para lo cual una de las más eficaces estrategias es suponer las peores intenciones en quienes proponen su actualización constituyente.
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