Artículo publicado en EL PAÍS, el 19/04/2015
En estos momentos de vértigo demoscópico es difícil adivinar dónde se detendrá el carrusel, pero podemos adelantar sin temor a equivocarnos que a lo largo de 2015 se incrementará el número de actores políticos y los pactos serán inevitables. Lo que a estos actores debería preocuparles es si están preparados para ello, sobre todo después de que algunos llevan mucho tiempo viviendo en la comodidad de la hegemonía o el simple acuerdo con el antagonista principal, en aquello que se llamó bipartidismo. Desde el punto de vista de la lógica política, propongo seis indicadores para adivinar quién y cómo sobrevivirá mejor en este nuevo escenario.
1. Renunciar a la sobreactuación
El desacuerdo goza de un prestigio exagerado en la política. Radicalizar la crítica y la oposición es el procedimiento más socorrido para hacerse notar, una exigencia imperiosa en ese combate por la atención que se libra en nuestras sociedades. El antagonismo de nuestros sistemas políticos funciona así porque las controversias públicas tienen menos de diálogo que de combate por hacerse con el favor del público. Los que discuten no dialogan entre ellos sino que pugnan por la aprobación de un tercero. La esfera pública queda así reducida a lo que Habermas ha llamado «espectáculos de aclamación».
Esto explicaría la tendencia de los políticos a sobreactuar, la enfatización de lo polémico hasta extremos a veces grotescos o poco verosímiles. Y es que los actores sociales viven de la controversia y el desacuerdo. Con ello tratan de obtener no sólo la atención de la opinión pública sino también el liderazgo en la propia hinchada, que premia la intransigencia, la victimización y la firmeza. Con frecuencia esto conduce a un estilo dramatizador y de denuncia, que mantiene unida a la facción en torno a un eje elemental pero que dificulta mucho la consecución de acuerdos más allá de la propia parroquia.
2. Vigilar la conspiración de los intransigentes
Una de las cosas más improductivas de estos ritos del desacuerdo es que agudizan, en el seno de las organizaciones políticas, el dualismo entre duros y blandos, intransigentes y posibilistas, los guardianes de las esencias y los claudicadores. Se trata de un reparto del territorio ideológico que dificulta enormemente los acuerdos políticos o, cuando estos se producen, generan mala conciencia, rupturas en el seno de los negociadores y decepción generalizada. Por eso es frecuente que se produzca un dualismo, en el seno de los grupos políticos, entre quienes prefieren el prestigio externo y quienes viven de la aclamación interior. En las decisiones que habitualmente tienen que tomar los partidos políticos ese drama se traduce en una ley que es prácticamente inexorable: lo que favorece la coherencia interior suele impedir el crecimiento hacia fuera; en la radicalidad todos –es decir, más bien pocos– se mantienen unidos, mientras que las políticas flexibles permiten recabar mayores adhesiones aunque la unidad propia está menos garantizada. Lo primero sale bien siempre y se asegura el corto plazo, aunque con frecuencia termina siendo desastroso; lo segundo resulta más arriesgado, sale bien a veces, pero entonces proporciona unos resultados extraordinarios.
¿Cómo decidirse entonces por una u otra posibilidad? La elección a la que un partido se enfrenta no suele ser tan dramática y a menudo permite combinaciones y equilibrios diversos. En cualquier caso, lo que nunca debería olvidarse es que un partido vale la suma de sus votos y de sus alianzas potenciales, que el poder es tanto lo uno como lo otro. Con amigos dentro y enemigos fuera no se hace casi nada en política.
3. Tener cuidado con los propios principios
La dificultad de los acuerdos procede de que casi siempre exigen renuncias y, en muchas ocasiones, también sacrificar algún tipo de principio: requieren, al menos, haber entendido que hay una gran diferencia entre expresar una aspiración y decidir entre las alternativas posibles, teniendo en cuenta que en política generalmente ninguna de ellas carece de inconvenientes.
Mantenerse fiel a los propios principios es una actitud muy noble en política. En una sociedad democrática debe haber un espacio para quienes hacen política sin voluntad de compromiso, salvaguardando los principios o expresando valores que deben ser tenidos en cuenta. En ese ámbito actúan diversos movimientos sociales, protestas u organizaciones cívicas. Algunos malentendidos en torno al movimiento del 15-M proceden precisamente de esta confusión entre dos planos igualmente legítimos, con su grandeza y sus limitaciones propias: el de quienes pretenden transformar la realidad aspirando a gobernar y el de los que prefieren salvaguardar determinados valores del trasiego y la componenda política. Aquí tenemos una explicación, por ejemplo, de las dificultades de los partidos políticos que, como UPyD o Podemos, han surgido de movimientos cívicos y no siempre han tenido éxito a la hora de pasar de una lógica a otra o la dificultad que los partidos catalanes experimentan a la hora de gestionar adecuadamente el impulso ciudadano de la Asamblea Nacional Catalana.
Forma parte de las obligaciones de un buen político tratar de descubrir las oportunidades para el acuerdo y sus límites. En este contexto tiene pleno sentido la gradualidad, la paciencia democrática que sabe renunciar al maximalismo de los propios principios pero también a la grandilocuencia de retóricas unanimistas. Los acuerdos tipo consenso, aunque no imposibles, son escasos y su apelación suele dificultar los acuerdos modestos, que son más necesarios para la convivencia democrática. Las llamadas al consenso pueden asustar a los seguidores, que intuyen una traición a los propios valores y, por tanto, una entrega de la propia identidad. Vale más delimitar la voluntad de acuerdos a unos espacios concretos y especialmente decisivos.
4. Elegir entre transformar la realidad o mantener intactos los principios
Muchas experiencias históricas ponen de manifiesto que los partidos dan lo mejor de sí cuando tienen que ponerse de acuerdo, apremiados por la necesidad de entenderse.
Una democracia, más que un régimen de acuerdos, es un sistema para convivir en condiciones de profundo y persistente desacuerdo. Ahora bien, en asuntos que definen nuestro contrato social o cuando se dan circunstancias especialmente graves los acuerdos son muy importantes y vale la pena invertir en ellos nuestros mejores esfuerzos. Aunque mantener el desacuerdo puede ser mejor que ceder a un mal compromiso, aunque los compromisos sean considerados (a veces con razón) el resultado de una negociación entre quienes carecen de principios o una mera cuestión de equilibrio de poderes, una realidad se impone tozudamente: los desacuerdos son más conservadores que los acuerdos; cuanto más polarizada está una sociedad menos capaz es de transformarse. Ser fiel a los propios principios es una conducta admirable, pero defenderlos sin flexibilidad es condenarse al estancamiento.
La política democrática no puede producir cambios en la realidad social sin algún tipo de cesión mutua. Si los acuerdos son importantes es porque los costes del no acuerdo son muy elevados, fundamentalmente asentar el statu quo, lo cual es algo relevante sobre todo en un mundo cuyos serios problemas van a peor cuando se los abandona a la inercia.
5. Limitar el peso de las campañas sobre los gobiernos
Las mayores dificultades para los acuerdos políticos proceden de una razón estructural de nuestra cultura política: el dominio de la campaña sobre el gobierno. Hay una oposición estructural entre hacer campaña y gobernar; actitudes que sirven para lo uno dificultan lo otro. Esta contradición se agudiza cuando se hace campaña con un estilo que dificulta los futuros (e inevitables) acuerdos, como hacer promesas incondicionales o desacreditar a los rivales. La retórica de las campañas forma parte de nuestras prácticas democráticas, pero gobernar es algo diferente, que obliga a pactar y hacer concesiones; quien gobierna necesita oponentes con los que colaborar y no tanto enemigos a quienes desacreditar en todo momento. El hecho de que hayamos convertido a la política en una campaña permanente es una de las razones que explica que en nuestras sociedades se haya fortalecido la mentalidad contraria a los acuerdos. Dicho de otra manera: los políticos hacen demasiada campaña y gobiernan demasiado poco.
Para que haya una buena cultura política es preciso economizar el desacuerdo, no exagerarlo, defender las propias posiciones de un modo que no necesariamente implique rechazar las posiciones diferentes. Suponer las peores intenciones en quienes se nos oponen puede ser a veces psicológicamente gratificante pero erosiona las bases del respeto mutuo que es necesario para construir compromisos en el futuro.
6. ¿Qué pueden hacer los medios de comunicación?
Tal vez sean los medios de comunicación la institución que más ha contribuido a que vivamos en campaña permanente: tienden a informar acerca del gobierno como si estuviera de campaña y a informar acerca de las campañas como si tuvieran poco que ver con el gobierno. Es uno más de los efectos que tiene la dura competición por las audiencias. Resulta informativamente más atractivo presentar a los políticos en una batalla encarnizada por la supervivencia que las complejidades de una sutil negociación.
La mejor contribución de los medios es que la dieta informativa sea más rica en cuanto al contenido político de lo que está en juego y limite los aspectos sórdidos, personales o extremos. Que no hagamos el juego a quienes ponen todo su empeño únicamente en llamar la atención. El objetivo es que los medios presenten una imagen más equilibrada de la política, con menos campaña y más gobierno.
Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la UPV/EHU y director del Instituto de Gobernanza Democrática