Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado el 15/10/2022 en La Vanguardia @LaVanguardia (enlace) (enllaç)
La batalla tecnológica global
Los actuales cambios en la política mundial no pueden explicarse sin tomar en consideración a la tecnología y su impacto en la globalización. De hecho, la tecnología misma se ha convertido en un nuevo campo de batalla en el que se juego el liderazgo global. Desde hace algunos años las tecnologías, especialmente las relativas a la digitalización, están teniendo un efecto disruptivo en las relaciones geoestratégicas y en las instituciones globales.
Si pensamos en los rasgos generales que han caracterizado a la política global de los últimos años podemos comprobar un cambio que tiene mucho que ver con cierta evolución de la tecnología y su regulación. A finales del siglo pasado el discurso dominante aseguraba un paseo triunfal a la gobernanza más allá del estado y se apoyaba en una visión más bien determinista de la tecnología, de la globalización, y de la relación entre ambas, consideradas esencialmente positivas. La soberanía parecía una realidad del pasado, un concepto que debería descansar en paz (Herzog). Prestigiosos académicos aseguraban que las tecnologías de la información debilitarían las estructuras políticas jerárquicas, que serían paulatinamente sustituidas por redes de gobernanza, donde gobernaría el saber experto y no los intereses. Las instituciones globales y su lógica de cooperación se fortalecían. Desde el punto de vista práctico, durante los años 90 China y Rusia incrementaron su participación en las organizaciones internacionales.
El actual paisaje político como consecuencia del impacto tecnológico es bien distinto. En lo relativo a la digitalización hemos pasado de un régimen liberal y abierto a otro privativo y cerrado, de la cooperación a la rivalidad. El cambio tecnológico ha convertido la interdependencia global en un espacio más conflictivo. La concepción territorial de la soberanía ha ganado importancia política.
El nuevo orden político global se caracteriza por el hecho de que las instituciones internacionales pierden legitimidad y disminuye la adhesión de los estados hacia ellas. Se verifica un nuevo reparto entre conflicto y cooperación, donde el primero gana en relación con el segundo. Contemplamos con un cierto asombro el retorno de la soberanía, Estados Unidos y China están inmersos en una guerra comercial, la Organización Mundial del Comercio ha visto cómo se saboteaban sus mecanismos para la resolución de conflictos, hay una batalla entre Rusia y Estados Unidos por controlar la Unión Internacional de Telecomunicaciones, Gran Bretaña ha abandonado la Unión Europea, la Organización Mundial de la Salud es acusada de servir a los intereses chinos. En términos generales se podría afirmar que los estados están menos dispuestos a compartir su soberanía en instituciones globales, compiten con mayor intensidad por la influencia y contestan cada vez más los límites entre los intereses propios y los comunes cuando se trata de llevar a cabo acciones regulatorias.
Esta fragmentación se pone especialmente de manifiesto en el espacio digital. La idea de un internet abierto en el que la información y la opinión fluyen libremente ha dejado de aparecer como una promesa y suscita más bien desconfianza, hasta el punto de ser percibido incluso como una amenaza frente a la cual hay que poner en marcha los recursos soberanos de los estados (frente a la posible injerencia de otros) o la protesta individual (contra lo que se ha denominado «capitalismo de vigilancia”). No son únicamente reacciones de estados autoritarios sino de gobiernos democráticos que se resisten a aceptar el modelo americano de libertad de expresión y regulan contra los discursos del odio o la invasión de la privacidad.
El ideal de un internet liberal, tan poco regulado como sea posible, ha ido perdiendo apoyo en las últimas décadas. El gobierno chino reaccionó en los 90 estableciendo la llamada “Gran muralla de fuego” que le permitía inspeccionar las comunicaciones y bloquear dominios; Rusia creó lo que algunos han denominado «un telón de acero digital» para protegerse frente a interferencias exteriores y la Unión Europea tiene hoy sofisticado marco legal y regulatorio. En cada uno de estos casos, aunque coincidan los términos, con ellos se designan unas muy diferentes relaciones entre estado y ciudadanía, con diversas implicaciones para la democracia; lo que comparten es una similar aspiración de autoridad sobre los procesos digitales y una desconfianza hacia su desarrollo descontrolado.
Por supuesto que constatar este cambio no quiere decir que internet fuera antes un ámbito sin dominación. El modelo liberal de economía de mercado para la gobernanza digital favorecía de hecho los intereses norteamericanos y debilitaba los de los países menos desarrollados. El liderazgo tecnológico norteamericano ha ido acompañado desde el principio por la pretensión de establecer los estándares industriales. El desafío de regular la interdependencia se mezclaba con la preponderancia de determinados intereses económicos y estatales. Con la digitalización sucede algo similar a lo que pasa con las instituciones globales: que no son instrumentos políticamente neutrales sino que reflejan la distribución asimétrica del poder en el momento en el que se establecieron.
La actual conflictividad en torno a la tecnología tiene mucho que ver con esta constatación. Lo que podía parecer una administración benevolente de internet dejó de ser considerado así a partir de las revelaciones de Snowden en 2013. Si Estados Unidos se convirtió en un poder hegemónico que se creía capaz de regular internet y dominar el orden digital global, desde principios de este siglo, tanto Rusia como China y la Unión Europea han contestado esta asimetría de diversos modos y estrategias propias. La fragmentación del espacio digital obedece a un intento por redistribuir de una manera más equilibrada las cartas del poder y pone de manifiesto lo lejos que estamos de un bien público global en materia de digitalización.
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