Tras el caos y las dudas posteriores a la “Revolución del Jazmín” en Túnez, la UE parece estar de nuevo paralizada ante el levantamiento de los egipcios contra el régimen de Hosni Mubarak. La UE tiene la oportunidad de apoyar la democracia en su “patio trasero” del Mediterráneo. Ayer Túnez, hoy, Egipto, ¿Mañana será Argelia, Jordania o Yemen? Nadie puede predecir la dirección de la oleada de protestas que se ha extendido por el mundo árabe desde la caída del presidente tunecino Ben Ali el 14 de enero. Este movimiento con carácter de revolución democrática, como los vividos en Europa en el siglo XIX, ha pillado por sorpresa a la Unión Europea, pero también a Estados Unidos. Barack Obama se ha visto obligado a realizar una revisión de su estrategia ante el aliado egipcio, y por su parte Europa no debe mantenerse callada, aunque su peso en la región, tanto político como económico, se haya reducido.
Europa no puede faltar a esta cita. Supo movilizarse tras la caída del Muro de Berlín. ¿Por qué no lo iba a hacer ahora? El llamamiento al cambio de régimen en El Cairo ante las reivindicaciones legítimas de los egipcios, por parte de David Cameron, de Angela Merkel y de Nicolas Sarkozy, es un primer paso en la dirección correcta. Pero es necesario hacer mucho más, con Estados Unidos como aliado y no como un rival, con el fin de ayudar a los pueblos.
La UE ha permanecido muda ante los dilatados abusos de las autocracias norteafricanas, en lugar de hacer cumplir las disposiciones del artículo 21 del Tratado de Lisboa [relativo a la universalidad de los derechos humanos] y a la Estrategia Europea de Seguridad de 2003 [sobre la conveniencia de la UE de que los países limítrofes estén bien gobernados].
En numerosos Estados de la Europa Central y Oriental encontramos puntos comunes entre los sucesos que agitan ahora el norte de África y los que cambiaron el destino de los países del antiguo bloque comunista en 1989: piden libertad, piden una vida mejor. Es decir, las mismas cosas por las que lucharon esos pueblos, hoy europeos, como Bulgaria, Polonia o las repúblicas Bálticas hace veinte años.
La UE expresa su “solidaridad” con el pueblo tunecino y egipcio, pero guarda silencio sobre el resto del norte de África. Al apoyar a los gobiernos actuales en el norte de África a pesar de la corrupción, el nepotismo y las violaciones de los derechos humanos, la UE es en cierto modo responsable del descontento que ha estallado estos días en Túnez, Egipto, Argelia y otros Estados del norte de África. Ha llegado la hora de que Europa apoye a una nueva clase política que esté al servicio de los ciudadanos.
¿Alguien creía realmente que la usurpación de las libertades (en Túnez) o las ricas prebendas (en Argelia) con el trasfondo del desempleo, la ausencia de futuro y la elevada corrupción como modo de vida (en Túnez, Egipto o Argelia) no acabarían provocando un rechazo popular traducido en motines esporádicos o quizás generalizados?
Por otro lado, ¿cómo estos regímenes anclados en su despotismo podían ignorar que, a largo plazo, la injusticia instituida como sistema engendraría rencores infinitos? ¿Que la violación sistemática y permanente de los derechos humanos alimentaría la amargura, el resentimiento o directamente el odio?
Ante el actual cariz trágico de los sucesos reace una gran responsabilidad sobre las espaldas de los europeos. Bruselas ha firmado acuerdos con los regímenes norteafricanos: estamos de su parte, a pesar de sus defectos perversos y les ayudamos económicamente a superar los obstáculos de la liberalización, con la condición de que hagan todo lo que esté en sus manos para prevenir la inmigración clandestina y para cortar de raíz el islamismo radical.
El mensaje quedó claro. Pero era una política corta de miras. El 11-S sucedió en el momento justo para que estos regímenes árabes rápidamente se dieran cuenta de que la explotación hábil de los sucesos terroristas podía permitirles importantes réditos. Y los atentados de Madrid en 2004 y de Londres en 2005 acabaron por convencer a los últimos escépticos. París, Roma y Madrid y sus sucesivos gobiernos de todas las tendencias siempre han desempeñado una función impulsora de esta actitud cínica europea, que alimenta el extremismo contra el que supuestamente lucha. Estos regímenes se mantienen gracias al apoyo europeo.
Ya va siendo hora de que los europeos busquen y apoyen a hombres y mujeres en el norte de África, tanto dentro de los regímenes como fuera de ellos, que puedan encarnar la ética de un poder que actúe no contra la población, sino a su servicio.
JUAN JOSE ALVAREZ
Catedrático de Derecho Internacional Privado. UPV/EHU