JUAN JOSÉ ALVAREZ es Catedrático de Derecho internacional privado UPV y Secretario del Instituto de Gobernanza Democrática.
Leer artículo publicado en El Diario Vasco 19/03/2011
Transcurrida ya una dura y larga semana, Japón representa en el imaginario colectivo la visión de una catástrofe de magnitudes tectónicas en el primer mundo. Y tras ésta, el riesgo derivado del caos y del gravísimo accidente nuclear en Japón provocado por el terremoto y el posterior tsunami ha desatado las alarmas en la comunidad internacional. El propio Comisario Europeo de energía, Günther Oettinger, ha calificado como impredecible el alcance de los acontecimientos. No hay guión preestablecido y los mensajes contradictorios entre quienes piden prudencia antes de valorar el alcance y repercusión del accidente y quienes recurren a adjetivos que califican como apocalíptica la situación creada no generan sino mayor inseguridad y zozobra en la opinión pública.
En esta materia la omnisciencia queda para los sabios. Nadie puede pretender afirmar ahora que esta secuencia de hechos, naturales y tecnológicos, era previsible y predecible. Hay muchos pseudointelectuales disfrazados de expertos que pontifican o demonizan, según toque, unas y otras posturas. Alimentan debates que desvían el foco de atención, alejándolo de lo relevante, que debe centrarse en estos interrogantes: ¿hay que establecer requisitos de seguridad adicionales a las centrales nucleares?¿hubiese sido posible minimizar el riesgo de accidente ahora materializado? ¿puede debatirse sobre un tema de tanta entidad y complejidad sometidos a la tiranía mediática y social de la cultura de lo inmediato?
El estoicismo, la disciplina, la perseverancia, la ausencia de morbo en las imágenes y la inexistencia de reacciones histriónicas, el peculiar carácter y la cultura japonesa ponen un punto añadido de debate en torno a un desastre natural que sacude a un Estado del “primer mundo”. Y nos ayuda, junto a otras reflexiones sobre el debate energético, a relativizar toda verdad absoluta acerca de los modelos de desarrollo y de los límites de esta imparable inercia, fruto de un concepto obsesivo y voraz de progreso que impulsa la demanda de energía para satisfacer nuestras crecientes necesidades sociales frente al coste que en términos medioambientales tal tendencia posmoderna trae aparejada.
En los primeros días tras la catástrofe en Japón todos los comentarios ponían el acento en que su gobierno e instituciones actuaron correctamente: se afirmó que se preparó de forma adecuada y que dio una lección al mundo en cuanto a prevención de riesgos frente a los desastres naturales. Pero la transformación de la catástrofe natural en potencial desastre nuclear ha alterado el guión, y el acento pasa a ponerse en la dimensión de seguridad y en la trágica evidencia de que el riesgo “cero” no existe. Y es un debate extraterritorial, que desborda obviamente las fronteras de cada Estado. Desde Gipuzkoa pensamos, por ejemplo, en la central de Garoña, pero no podemos olvidar que Francia tiene casi sesenta centrales, entre ellas la de Burdeos. Y los siniestros nucleares no conocen de fronteras ni de Estados.
Cabe recordar que en todo el mundo hay 436 centrales nucleares (casi 200 en Europa, 127 en América, 110 en Asia y 2 en África). Y dentro de Europa, es Francia la más “nuclearizada”, con 59 centrales, seguida de Reino unido (19 centrales, frente a las 17 de Alemania).
El debate sobre la energía se parece a una especie de “guadiana” mediático y social, que surge y desaparece en función de parámetros a veces difíciles de controlar, reavivado ahora tras las trágicas consecuencias del terremoto en Japón. Durante los meses precedentes, y cuando se cuestionaba la seguridad de algunas instalaciones nucleares, la Unión Europea defendió, a través de la Comisión Europea, el papel de la energía nuclear en la lucha contra el cambio climático.
En numerosas ocasiones la Comisión Europea ha defendido de forma vehemente el papel de la energía nuclear, ha anunciado una serie de medidas para facilitar las inversiones en el sector y trabajar así para eliminar las dificultades ligadas a la obtención de autorizaciones, la financiación y los diferentes regímenes de responsabilidad nuclear. Ahora todo salta por los aires. El gran caballo de batalla se llamaba, hasta ahora, “residuos nucleares”, junto al coste del eventual desmantelamiento de las centrales, una vez acabada lo que eufemísticamente se califica como su “vida útil”. Ambos factores siguen siendo un problema importante, pero el prioritario es cómo garantizar la seguridad y cómo justificar el esfuerzo inversor destinado a modernizar las envejecidas centrales nucleares ante el riesgo derivado de su longevidad.
Resulta sorprendente que el debate sobre la continuidad de las centrales nucleares españolas se suscitase aquí como un mero intercambio de cromos en el contexto de la negociación social sobre las pensiones. En nuestro contexto territorial más cercano, los 343 empleos directos y los otros casi 1200 indirectos que se perderían por el cierre de Garoña son cifras para la reflexión, pero no para pivotar sobre ellas el debate acerca de la continuidad de la central nuclear.
Seguridad, gestión de residuos y transparencia son factores cruciales para que los ciudadanos abordemos con serenidad el debate acerca de la energía nuclear, de la que casi nada sabemos. El filósofo Daniel Innerarity introducía hace poco en este contexto otro factor clave, el de “justicia intergeneracional”. ¿Debemos “ahorrar” este debate a generaciones futuras? ¿Castigamos al planeta obviando el problema que heredarán nuestros hijos y nietos?
Son tal vez demasiadas preguntas sin respuesta, a las que cabría añadir la cuestión fundamental:¿podemos prescindir de la energía nuclear? Éste ha de ser, a mi juicio, el verdadero debate pendiente.