Artículo publicado en Noticias de Gipuzkoa, 18/11/2013.
Una sugerente reflexión del experto Alberto Gil en torno a si el deterioro y la crisis de los servicios públicos es debida solo al sesgo ideológico de un Gobierno central que privatiza aquellos que no son «rentables» o sostenibles, o si por el contrario a este factor se añade la negativa incidencia en su gestión y gobierno, de toda una secuencia histórica de malas prácticas, invita a debatir sobre el modelo de coexistencia de gestión público/privada en el sostenimiento de nuestros servicios esenciales, especialmente en el ámbito de la educación, la sanidad y los servicios y prestaciones sociales. ¿Cómo alcanzar el equilibrio entre ambos modelos de prestación? ¿Es lo mismo financiar lo público que subvencionar lo privado?
¿En qué consiste gobernar bien? ¿En ganar unas elecciones y poner en marcha con mayor o menor improvisación determinadas políticas de manera inercial, confiando en su buen resultado? ¿O se requiere algún añadido? Los planteamientos teóricos y las propuestas programáticas de los partidos políticos y de los gobiernos pueden tener, por supuesto, su influencia en el fracaso colectivo o generacional de gestión de los intereses públicos, pero la crisis que experimentamos y sufrimos es de tales dimensiones que no basta con implantar nuevas políticas. Es necesario, además, modificar también el modo de diseñar y llevar a la práctica esas políticas.
Vivimos en la inmadura, complaciente y a veces hipócrita sociedad de la irresponsabilidad; casi nadie, ni en la esfera pública ni en la privada, se reconoce responsable de nada. Despreciar el nivel y el actuar responsable y recto en la gestión, eficacia y eficiencia de los asuntos públicos es un error político-cultural-estratégico de primer orden. Nuestra embarcación requiere una buena sala de máquinas, una buena tripulación y un buen capitán. Y además es preciso dar prioridad absoluta a los principios y valores que proclamemos como referentes de nuestro modo de entender la gestión de la res publica. De lo contrario naufragaremos. Nos jugamos mucho en esta empresa. Los derechos sociales, nuestro modelo social de convivencia basada en la solidaridad y en la responsabilidad individual y colectiva, solo se garantizan si existe detrás una buena gestión eficaz y eficiente de las políticas y recursos públicos.
Durante años, por ejemplo, casi toda la vida y la política municipal se instrumentaba sobre la base de una lógica miméticamente repetida bajo la presión electoral: el sello de toda gestión pública local pasaba por reinvertir los recursos obtenidos fruto de aprovechamientos urbanísticos y los logrados mediante el endeudamiento muchas veces desaforado, en equipamientos, fueran polideportivos, casas de cultura, nuevas adquisiciones del Ayuntamiento o cuantas instalaciones se hubieran creado. ¿Dónde quedaba la poco glamurosa pero básica dimensión contable del estado de la tesorería municipal, la cuenta de resultados y el plan de financiación de sus deudas, claves para poder hablar de un futuro colectivo?
La exigencia ética, política y de gestión pública se ha elevado con la crisis. El caso español es paradigmático: la construcción de aeropuertos y líneas de AVE sin estudios de mercado y usuarios potenciales, o el famoso Plan E, son buenos ejemplos, pero hay muchos más, tal vez demasiados. Por tanto, ¿quiénes serían los mayores enemigos de los derechos sociales? Aquéllos que impulsan, favorecen, permiten o justifican la banalidad en la gestión. Lo demás es pura ingenuidad demagógica. Cualquier objetivo, por valioso que sea, puede derivar en fracaso si no va acompañado de una gestión eficiente, inteligente y de calidad de los recursos disponibles. Tan enemigo del Estado de Bienestar es quien admite abiertamente querer su destrucción o su «jibarización» mediante el trasvase a la gestión privada de intereses públicos como el que, declarándose su más ferviente partidario, se dedica a dilapidar los recursos disponibles en proyectos espurios o corruptelas varias, lo que acaba convirtiéndolo en económicamente inviable.
El buen Gobierno exige capacidad de prospección, ser capaces de adelantarse a los acontecimientos y prever riesgos -sea la crisis económica o la crisis institucional-, elaborar estrategias a corto, medio y largo plazo para no actuar por impulsos del momento, oportunismo o improvisación permanente, y ser capaces de diseñar políticas públicas pensando en el bienestar real de los ciudadanos y no en el cálculo electoral o la vacua propaganda. Y hay que priorizar, es obligado: no se trata de hacer «muchas» cosas, recurrir al socorrido pseudomovimiento para volver al mismo sitio, sino de hacer lo que hay que hacer, es decir, prestar los servicios públicos esenciales lo mejor posible y al menor coste.
Para esto debe servir la política en democracia, para mejorar y tratar de evitar una mala gestión irresponsable. Sorprende que precisamente cuando más difícil resulta gobernar (mundo globalizado, complejo y cambiante) menos atención se preste a «cómo» se ejerce la labor de gobernar. La misión prioritaria e inaplazable de esta época es hacer que el andamiaje institucional en el que se sustenta y apoya lo público aspire a la excelencia o al menos que funcionen de forma lo suficientemente eficaz y eficiente como para no poner en peligro el estado de bienestar.