Artículo de opinión de Juanjo Álvarez @jjalvarez64 publicado el 13/01/2019 en El Diario Vasco (enlace)
El proceso globalizador ha relativizado y redimensionado la tradicional concepción de la soberanía estatal. Pese a las dosis imperantes de populismo, pese a la impostura política que ha emergido, por ejemplo, en los debates sobre el Brexit, la supuesta plena independencia política no es ya sino una frase. Lo prudente, lo aconsejable, lo pragmático es tratar de situarse en una posición de interdependencia lo más favorable posible.
Esa emocional, irracional e infundada reivindicación del viejo Imperio y la populista apelación británica a la independencia «real», como si Europa fuese una especie de potencia extranjera invasora es una argumentación tan falaz como perversa. Ambas partes pierden, sí, pero si miramos con perspectiva, quien se va pierde mucho más. El victimismo patriótico en que se envuelve la primera ministra Theresa May no logra opacar lo evidente: la marcha del Reino Unido de Europa le coloca en una situación menos favorable que la de un Estado miembro de la UE.
Vivimos en una época de transformación radical de nuestros marcos de referencia provocada por una nueva realidad globalizadora emergente. Debemos asumir y aceptar la interdependencia entre los diferentes poderes políticos, la soberanía compartida entre los mismos y los retos de las democracias en un mundo globalizado en el que los Estados se muestran impotentes para asumir por sí solos las respuestas a toda esa complejidad sobrevenida.
Vivimos en la era de la posmodernidad y necesitamos renovar las viejas y desfasadas concepciones políticas. Frente a la ecuación decimonónica «a cada Estado una sola nación y a cada nación un solo Estado», hoy día no es posible concebir y gobernar la complejidad de la vida en sociedad adscribiendo un solo «demos» o sujeto político por democracia.
Hace tiempo que la discusión sobre el poder político se sitúa en términos de interdependencia y de participación democrática. Toda aspiración a una nueva distribución del poder político en este marco emergente ha de tener en cuenta la reordenación de los poderes públicos en una pluralidad de espacios y niveles territoriales de participación y decisión. Como indicó Richard Sennet, la cooperación es el arte de vivir en desacuerdo.
El Brexit y el debate abierto en Cataluña tienen varios puntos en común. En el primer caso, el británico, un referéndum planteado de forma irresponsable y sin previa información veraz a la ciudadanía acerca de las derivadas de la decisión que se sometía a consulta ha generado un problema interno y europeo de dimensiones tectónicas. En Cataluña una consulta no vinculante, pactada y con un profundo debate previo podría ser la solución más adecuada para que se deje de lado la épica, la emoción, la efervescencia anímica y se pueda debatir de verdad sobre las consecuencias concretas que para la sociedad catalana tendría una eventual declaración de independencia.
Es el momento de la cooperación multinivel. La democracia solo podrá sobrevivir en Europa si se abandona el mito de la soberanía exclusiva y se reemplaza por, en plural, un conjunto de soberanías compartidas. Es el momento de estructurar la gobernanza europea sobre la base de gobiernos a múltiples niveles entre los cuales los respectivos poderes se encuentren divididos y compartidos, de modo que ninguno de ellos pueda pretender ejercer y ostentar una soberanía excluyente y exclusiva: la interacción, la interdependencia entre actores y entre demos o sujetos políticos es la base sobre la que asentar la nueva forma de tratar de dar solución a nuestros complejos problemas y a los conflictos derivados de la vida en sociedad democrática.
Un mundo tan interconectado, y más aun en el seno de Europa, conduce a que hoy día ninguna nación, con o sin Estado, sea completamente soberana. Mucho más cuestionable resulta el discurso imperante en relación a la globalización y a las naciones sin Estado, conforme al cual esos entes no estatales deben desaparecer porque la globalización no admite la atomización de actores intervinientes; un discurso parecido es defendido desde diferentes posicionamientos ideológicos al referirse a Europa y a la supuesta distorsión que para la integración europea representa o puede representar el reconocimiento del protagonismo compartido entre los Estados y las naciones sin Estado.
Tal discurso carece de toda base empírica; las naciones ni desaparecen ni sustituyen a los Estados; no son rivales de éstos sino que ambos se relacionan entre sí sobre la base de una interdependencia asimétrica. Reivindicar la relevancia de las naciones sin Estado dentro de Europa es una orientación tan cosmopolita como aquella otra que solo concibe la construcción europea desde el protagonismo único de los Estados.
El reconocimiento plurinacional no destruye la noción de Estado; al contrario, la adapta y la moderniza conforme a las nuevas concepciones emergentes acerca del ejercicio del poder soberano en el siglo XXI; la fortaleza de una democracia depende básicamente de un componente tan intangible como estratégico: el compromiso del pueblo y con el pueblo; y este factor solo se logra con el contrapeso de la solidaridad, valor que solo puede construirse desde el respeto y el reconocimiento a las identidades plurales y múltiples, dentro y fuera de los Estados.
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