Artículo publicado en NOTICIAS DE GIPUZKOA 06/05/2015
Son muchas las iniciativas que está desplegando el Instituto de la Gobernanza-Globernance en su afán por traer luz a la incertidumbre que nos rodea. Dentro de esta impagable aportación del Instituto, emerge con notoriedad el programa que bajo el sugerente nombre de Diálogos con Europa pretende que el ánimo respecto a la idea o el sueño europeo no decaiga. Tarea nunca sencilla, en ocasiones necesita de inputs e impulsos no genuinamente europeos. Con la excusa de que nos ilustrara sobre el modo de hacer norteamericano en relación con bancarrotas de empresas y personas, hace escasas semanas tuvimos la ocasión de aprender de propuestas que existen y que funcionan. Una jueza norteamericana capaz de transmitir optimismo a una Europa a la que le cuesta abordar las problemáticas contemporáneas desde prismas diferentes.
En el instante que accedí al Museo San Telmo me percaté del tono vital que transmitía la jueza Elizabeth S. Stong. Sinceramente, no me esperaba otra cosa. Vecina de Brooklyn, ello ya imprime carácter y, además, garantiza una perspectiva vital diferente. Nos lo recordó en su conferencia: cada nuevo amanecer se encuentra con nuevos vecinos y vecinas llegados de rincones conocidos y no tan conocidos de los cinco continentes que buscan, ante todo, una segunda oportunidad en sus vidas. Esa segunda oportunidad que guía el espíritu de una voluntad política, plasmada en la Constitución norteamericana, que pretende paliar los perjuicios causados por hechos, decisiones y circunstancias que nadie desea. Y, sobre todo, prevalece una clara determinación para encontrar soluciones que eviten desahucios y quiebras de empresas. Sin personas no hay proyecto político ni social que merezca la pena. No existe mayor patriotismo que empatizar con tu propia ciudadanía, de los que lo son y de los que pretende serlo.
Por tanto, empatía infinita frente a las realidades que nos rodean; empatía por realidades que forman parte del acervo norteamericano, de su genética, de su manera de enfocar la vida, realidades de la que ningún ciudadano norteamericano es ajeno, sus antecesores pasaron por el mismo trago y ello le permite a la jueza Elizabeth S. Stong ponerse en la piel de los recién llegados a Brooklyn.
Aludíamos a la determinación en el abordaje de los problemas, con la solución como hoja de ruta irrenunciable. ¿Qué hubiera sido de Detroit, de la industria automovilística si el presidente Obama hubiera esperado a la resolución de sesudos análisis y cálculos políticos? O, si hubiese depositado todas sus esperanzas en la rigurosidad y la rigidez que ofrecen los textos legales.
Obama actuó como hubiera actuado cualquier otro presidente que hubiese tenido que adoptar decisiones que necesitaban de determinación máxima y sobre todo exigía dejar las dudas para otros momentos. Obama se alineó con una manera de actuar distintiva de la nación norteamericana. Y la jueza Stong sigue la misma estela, ni más ni menos.
Y frente a la determinación, en Europa las cosas se eternizan, no se atisban las soluciones y, siempre, desde una errónea interpretación del rigor, nos refugiamos en el argumento tan manido de la imposibilidad legal y de la ya clásica falta de la uniformidad jurídica. A Europa le sobra tradición, contrapuesto como arma de superioridad moral frente a un país de poco poso histórico, y le falta frescura, la que hace que los problemas se resuelvan antes en el otro lado del Atlántico. Nos sobran las pesadas mochilas que restan eficacia y los comportamientos espesos, falta luz. Pero, fundamentalmente, nos falta la empatía de la jueza Stong para entender de las razones de la llegada diaria de nuevas personas a Brooklyn, personas que piden una nueva oportunidad para rehacer sus vidas, para reestructurar sus proyectos que en sus lugares de origen no pudieron llegar a buen puerto. Siempre quedará Estados Unidos. En Europa, por el contrario, la llegada de los que suspiran por la segunda oportunidad irrita, la lectura que prevalece es la de un problema ante la cual Europa se muestra tan escasamente resolutiva que ha llevado al primer italiano Matteo Renzi a implorar la ayuda del presidente Obama para que con sus discutidos drones actúen en suelo europeo. La historia se repite. En cualquier caso, mientras en Brooklyn entienden que la llegada, lejos de ser un enredo o un quebradero de cabeza, debe ser saludada con agradecimiento porque ensancha los horizontes y fortalece sin discusión la ya de por sí sólida diversidad de la sociedad norteamericana, en Europa la incomodidad y la pereza social retrasan el necesario rejuvenecimiento de una sociedad envejecida.
Pero lo más grave es que nos mostramos también muy remisos hacia nuestros vecinos, de aquellas empresas y personas que no han cumplido con sus expectativas y a las que negamos el pan futuro. Nos pesa nuestra historia, nos conocemos demasiado, y el ambiente no es el más propicio para superar inercias. De tan manoseados y contaminados, el bloqueo es casi permanente. Y de esa manera, desde la falta de la frescura de suelos y aportaciones humanas novedosas, seguimos esgrimiendo esquemas caducos, rígidos, incapaces de adecuarnos a realidades y escenarios inéditos.
No desmentiré a aquellos que defienden las bondades del proyecto europeo, ni sus potencialidades y sus virtudes. Condiciones no le faltan y las premisas que concurren en él son, sobre el papel, las idóneas. Pero, sin alma ni corazón, la aventura está condenada al fracaso y todo seguirá girando en torno a una utopía que nunca cuaja, el Peter Pan que se resiste a ser mayor. Un mal menor poco ilusionante e incapaz de asegurarnos las segundas vueltas. Regodearnos en los fracasos, asumir fatalismos, son las recetas que nos alejan de Europa que bien haría en entender que las rentas de pasados más o menos exitosos cada vez cotizan más a la baja y que lo que hace falta es ofrecer la posibilidad de levantarse por segunda o las veces que sea necesario. Nos faltan muchas cosas de Brooklyn y, sobre todo, necesitamos del buen humor y de la alegría de la jueza Stong.
Imanol Galdos Irazabal