¿Hay vida después del Covid-19?

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Artículo publicado el 30 de marzo de 2020 en la Revista Cultural Entreletras. También se puede ver en sergarcia.es

Si hay algo que las grandes crisis provocan son grandes debates: se abren cuestiones antiguas, se acometen con valentía preguntas que nadie se atrevía a ventilar en público y emergen perspectivas novedosas que sólo pueden brotar en las citas cruciales. Algunos de estos debates son tan relevantes para el futuro humano, que puede ser oportuno ponerlos de relieve a fin de generar corrientes deliberativas a largo plazo, que afecten las prácticas y que permanezcan en la agenda pública después de que amaine la tempestad pandémica. Las siete que aquí se expondrán son la necesidad de mayor acción concertada, la conexión entre el coronavirus y el cambio climático, la tensión entre la salud y la economía, las nuevas formas de trabajo y organización social, la dependencia tecnológica, el rescate de lo esencial y el tránsito desde las manifestaciones espontáneas de solidaridad hacia pautas de acción que institucionalicen la solidaridad.

La necesidad de acción concertada

Yuvan Noah Harari, autor de Sapiens, planteaba el 20 de marzo en un interesantísimo artículo en el Financial Times la necesidad de decidir entre la monitorización tecnológica gubernamental o el empoderamiento ciudadano, entre la nacionalismo y la coordinación global. Daniel Innerarity, de igual forma, ha planteado la necesidad de fortalecer los mecanismos de gobernanza europeos e internacionales para responder con eficacia a futuras crisis. Otros, al ver la respuesta que se ha dado en cada país, celebran la vuelta al Estado nación y el rescate de sus competencias para abordar las cuestiones realmente serias. En mi opinión, y en línea con Martin Albrow, si la economía, la tecnología, los flujos migratorios, la comunicación, la cultura, las amenazas y las enfermedades se han globalizado, la única alternativa viable es la globalización de la política. Fortalecer mecanismos de gobernanza global, sin un claro centro, puede ser un primera paso, pero antes o después se necesita una arquitectura institucional mundial, legítima y dotada de autoridad. La opción no es entre democracias nacionales o una tiranía global, como se suele plantear el debate acerca de la necesidad de un gobierno mundial, sino entre el caos y la imposibilidad de coordinar los flujos globales o un orden internacional federado que pueda dar respuesta a problemas que, inevitablemente, vendrán en el futuro próximo. Temporalmente, quizá puedan hacerse en el nivel de las Naciones Unidas las reformas que muchos llevan planteado años y que he recogido en varias publicaciones (García, 2016, CIS; 2018, IEEE; 2019, IEEE).

El Covid-19 y el cambio climático

En diferentes medios la relación entre la respuesta ante el cambio climático y el coronavirus se ha interpretado en clave de tensión entre una política orientada hacia el corto plazo, lo urgente, aunque menos relevante (incluyendo al Covid-19 aquí) y otra más previsora, sosegada, anticipadora, que se preocupa de lo relevante (como el cambio climático). Esta disyuntiva me parece artificial y algo fragmentada. Es evidente que el cambio climático es más grave que esta pandemia. Sin embargo, el Coronavirus se relaciona con el cambio climático de manera muy intrincada, sofisticada y compleja y, de hecho, aunque reconozco que los ajustes políticos no han de hacerse atendiendo al corto plazo, una respuesta certera ante este virus puede reforzar la respuesta ante el problema medioambiental y generar conciencia sobre sus ramificaciones. El aspecto más visible es la conexión entre el agua y las respuestas efectivas. Si lavarse las manos es uno de los medios más efectivos para evitar la transmisión, ¿cómo poder responder efectivamente ante esta pandemia sin tener en cuenta la desertización y desigualdades en términos de acceso al agua que está generando el cambio climático? Además, si para responder a la pandemia reducimos la emisión de gases, la tierra, como dicen los indígenas, puede que descanse un poco y se regenere.

Ocurre algo similar con respecto los conflictos armados y la pobreza. Si no se logran espacios libres de violencia, ni poblaciones que sean protegidas (por muy remotas e inaccesible que parezcan), la pandemia seguirá incontrolada y los contagios proseguirán. La ONU está alertando en estos días de esta dinámica fundamental. El científico del CSIC y divulgador Fernando Valladares, pone de relieve que los principios que rigen la salud de los ecosistemas son los mismos que rigen la salud de las personas. Otros, algo más alarmistas, aunque con fundamento, como el arqueólogo, vicepresidente de la Fundación Atapuerca y catedrático de prehistoria, Eudald Carbonell, plantean que la respuesta concertada ante esta crisis es la última oportunidad de la humanidad de reorganizarse planetariamente para responder ante otras amenazas e invertir el impacto ambiental de nuestros sistemas. De lo contrario, corremos el riesgo de extinguirnos como especie. Sin duda, en un clima marcado por la posverdad, son muchos también los que, sin mayor evidencia que la de sus opiniones, responden ligeramente negando el impacto del cambio climático o minusvalorando la dimensión del problema.

La tensión entre la salud y la economía

El debate sobre la relación entre la economía y el coronavirus también tiene diversas ramificaciones. La experiencia china para atajar el problema sugiere que la actividad comercial e industrial, al menos en las zonas de alto riesgo, se debe suspender. Italia, no obstante, a pesar de contar ya con más muertos que China, no paralizó su actividad económica hasta el pasado lunes. España se resiste a ello también. ¿Por qué se da esto? ¿Cómo se puede comprender el hecho de que las personas no puedan salir de sus casas a pasear mientras que algunas fábricas, de sectores no esenciales, siguen teniendo turnos de 800 personas? Eludir tal medida, por tanto, parecería un riesgo inasumible. Sin embargo, algunos economistas, probablemente mirando más el corto que el largo plazo, advierten de que, si se detiene la actividad comercial e industrial, la crisis económica posterior a la contención de la pandemia será peor que la calamidad causada por el virus. ¿Pero no será más efectivo hacer un parón en seco durante tres o cuatro semanas, detener la propagación del virus, y posteriormente intentar recobrar el ritmo de producción, consumo y confianza, que alargar la cuarentena y, con ello, la disfunción de todo el sistema económico, político y social?

Otros aprovechan esta oportunidad para, en diferentes niveles de radicalidad, hacer un cuestionamiento total al sistema económico neoliberal o para defender el sistema público (que es el que parece estar respondiendo más efectivamente) o reclamar el final de la sociedad de clases, ya que el virus afecta a todos por igual. Aquí también brotan análisis de cómo ha de darse una suerte de Plan Marshall posmoderno para revitalizar la economía tras el impacto sufrido por la pandemia. Artistas se han unido al debate, criticando la preferencia política de la economía sobre la salud.

Es comprensible que la decisión política no agrade a todos, que sea contestada, que tenga en cuenta factores múltiples y no solo el sanitario. Sin embargo, tomar medidas sin tener en cuenta todas las dimensiones en el corto, el medio y largo plazo parece un error de calibraje. Salud y economía están conectados de forma inextricable. Sin alimentos no hay salud y sin salud el dinero no nutre, aunque pueda ayudar a conseguir tratamientos. En este punto, rescato un principio que he propuesto en otros espacios relacionados con la necesidad de nuevos modelos de organización social y que implica la necesidad de colocar al aprendizaje y a la generación de conocimiento en el centro de nuestra existencia social. De hacer esto, los dilemas sobre el rol de la economía y de la salud se resolverían más fácilmente, ya que se buscaría comprender mejor cuál es el equilibrio para lograr ambas cosas, en lugar de abogar tenazmente y de manera apriorística por la superioridad de un subsistema sobre el otro.

Las nuevas formas de trabajo y de organización social

La crisis está abriendo espacios para reflexionar también sobre cuestiones básicas que, aunque pululaban en el imaginario colectivo y en cierto número de empresas e instituciones, no llegaban a enfrentarse con determinación. ¿Es posible la conciliación familiar, el cuidado y protección de los débiles y los ancianos, el teletrabajo, la educación online, pasar tiempo en el seno del hogar, la atención prioritaria de los niños, la organización de actividades múltiples en familia, el ejercicio hogareño, la ampliación de los servicios médicos en tiempos sin guerra? Pues parece que, cuando la situación apremia, no hay más remedio. Estas semanas de aislamiento pueden servir de laboratorio de experimentación forzada acerca de algunas formas alternativas de organizar la vida laboral, familiar, económica y social para avanzar hacia la conciliación y hacia una ética del cuidado más sólida tanto hacia los ancianos, como niños y enfermos. Es muy probable que el rendimiento baje pero, a medida que se innova en el seno del hogar y de la vida pública, el bajón de rendimiento inicial seguramente dé paso a una curva ascendente. ¿Es posible ser más eficientes?

La individualización de la vida social propia de la modernidad tardía que conduce a pensar en términos individuales de costes-beneficios ha sido desafiada por las lógicas de la pandemia, unas lógicas eminentemente colectivas. La autoprotección es esencial, pero la razón no es para salvar tu vida o preservar tu salud, sino para algo más elevado, más noble: proteger a los demás. Los llamamientos a la responsabilidad individual descansan en esta clave. Los niños, jóvenes y personas fuertes y sanas, en realidad, no van a ser muy afectadas por el virus pero, si no se comportan cívicamente, serán agentes transmisores de un virus que, aunque su tasa de muerte (personas muertas por cada cien) acumulada es del 0.7 en términos generales, en personas ancianas y enfermas puede llegar al 20 por ciento. Un dato lo dice todo: el 87% de los fallecidos a día martes 23 de marzo en España tenía más de 70 años. ¿Supondrá este hecho una toma de conciencia que altere los principios organizacionales básicos de una sociedad articulada alrededor de la competición y el conflicto regulado y que, en su lugar, tome a la interconexión, a la cooperación y a la búsqueda del bien común como ejes vertebradores de la vida colectiva? Ojalá que sí.

La dependencia tecnológica

Muchos dicen que el confinamiento se sobrelleva por la conexión virtual tan intensa que se ha generado. Esta conexión parece revitalizar el sentido de pertenencia y distribuye el dolor individual entre tantas personas que este parece difuminarse. La información llega por las redes; el ánimo llega por las redes; las bromas llegan por las redes. Sin embargo, la desinformación también llega por las redes, así como las críticas y las falsas alarmas. De hecho, las autoridades ministeriales observan con temor el riesgo que supone para la salud pública la circulación de información que no siempre se contrasta con sus fuentes pero que altera el comportamiento individual y colectivo. Las tecnologías, además, conllevan valores que se interiorizan con su uso indiscriminado. Ahora que se está solo en el seno del hogar con el núcleo familiar, la hiperconexión junto con la hiper presencialidad de los compañeros de piso (hijos, cónyuges, abuelos, nietos, amigos), puede empobrecer las relaciones de manera inadvertida. Los medios tradicionales o digitales, escritos y audiovisuales, también están azuzando tensiones y acusaciones políticas en un momento en que vendría bien unirse para superar el problema. Buscar culpables desgasta y mina las energías.

Internet, la luz, el teléfono, además, dependen de gente que trabaja, de energía que se produce, de espacios físicos de interacción donde también se han de introducir medidas de aislamiento. Viene bien no olvidar cuando usamos los móviles inteligentes o enviamos fotos y vídeos que este es uno de esos sectores que parecen haberse tornado vitales, junto con la alimentación y la salud. Si hubiera que detener toda actividad industrial y económica, salvo la de los sectores esenciales, ¿qué haríamos con el de las comunicaciones y la información? ¿Qué estilo de vida, qué actividades y hábitos alternativos se podrían cultivar en el hogar en caso de tener que cerrar esta industria? El debate en estos días gira en torno a cuestiones sencillas como conversar cara a cara, jugar, preparar la comida, leer un libro, escribir en papel, pintar. Esperemos no tener que afrontar este apagón.

El rescate de lo esencial

En las redes y medios también se habla de cómo la crisis ha puesto en valor aspectos de la vida social que habían desaparecido, o que no se apreciaban: la amistad e interacción con los vecinos, la familia como institución básica de la sociedad, la fragilidad de la vida humana, la igualdad ante el contagio más allá de la posición económica y social, educar a los hijos, cuidar a los enfermos, la comunidad como entorno inmediato de socialización y de mediación entre la familia y la sociedad, la higiene y la limpieza, pasear, sacar al perro y la basura, hacer la compra. La crisis también está ayudándonos a entender qué profesiones deberían valorarse más porque de ellas depende la vida en su forma más elemental: los profesionales de la salud, de la alimentación, de la limpieza…

En relación a la comunidad, es interesante observar cómo un espacio social que también se había perdido en las sociedades más modernas, especialmente de Occidente, ha resurgido como espacio geográficamente identificable, de proximidad, donde se da tanto el apoyo mutuo como la vigilancia. Las comunidades virtuales y las comunidades de adscripción como los clubes y asociaciones habían reemplazado las comunidades tradicionales vinculadas con el espacio físico más inmediato. Las razones eran sólidas: las comunidades, históricamente habían oprimido a los individuos, imponiendo su moral, normas y códigos culturales son pena de ser estigmatizados. Sin embargo, la erosión de dicha entidad histórica y su reemplazo por sucedáneos virtuales o de adscripción parece no haber respondido satisfactoriamente ni al anhelo de pertenencia de la persona ni a su rol como agente protector y de generación de esperanza. La pandemia no va a resolver esta tensión histórica entre el individuo y la comunidad, pero el hecho de que la comunidad haya resurgido en un momento tan crítico puede representar una oportunidad para reconfigurar las relaciones entre la persona y la comunidad geográfica y físicamente identificable a la luz del principio de la interconexión y el apoyo mutuo: la comunidad ha de empoderar a los individuos y estos contribuir al bienestar de la misma, pero de manera voluntaria.

La institucionalización de la solidaridad espontánea

Las grandes crisis evocan lo mejor y lo peor de las personas y de sus instituciones. Durante estas semanas de confinamiento, se han podido ver tanto avalanchas en supermercados, robos de mascarillas y tensiones entre personas temerosas del contagio, como manifestaciones espontáneas de solidaridad. La socialización y la educación puede decirse que tienen la llave para determinar hacia dónde se inclina la balanza.

Es por ello que miraremos hacia la solidaridad, porque el mero hecho de hablar de ella la fortalece. La solidaridad se ha manifestado de muy diversas maneras. La gente aplaude desde los balcones, se coordina para cantar a los niños, comparte actividades en redes, los agentes sanitarios se juegan la salud, los políticos comenzaron actuando al unísono, los países intercambian conocimiento y recursos, los científicos operan más globalmente que nunca. Sin embargo, para que haya cambios duraderos, las manifestaciones espontáneas de solidaridad interpersonal, intergeneracional e interinstitucional han de dar origen a nuevas pautas de conducta individual y colectiva y a nuevos arreglos institucionales que hagan cristalizar esa mezcla de principio operativo y sentimiento empático como es la solidaridad. A este respecto, nuestros patrones relacionales, de consumo, de resolución de conflictos, de producción alimentaria, deberían revisarse y tratar de adaptarnos conscientemente a unas nuevas circunstancias. Salvo que las personas hagamos esto deliberadamente y se esfuercen por erigir nuevos patrones, el comportamiento solo se alterará durante el tiempo que dure la emoción; y este suele ser corto.

De igual forma, las relaciones entre los partidos, los sectores de la sociedad y los estados, deberían replantearse a fin de establecer nuevos protocolos, estructuras, normas y, en el caso del orden internacional, probablemente instituciones. La articulación de vida social en el ámbito nacional e internacional a la luz de la cooperación, el establecimiento de una federación de estados mancomunados y la creación de estructuras para el aprendizaje que faciliten la colocación del aprendizaje y la generación de conocimiento en el corazón de nuestra vida colectiva institucionalizada destacan, desde mi perspectiva, como los ajustes más relevantes para que esta crisis nos haga salir reforzados como especie. Responder con eficacia a otros problemas presentes y futuros de calado, que ya se dejan entrever, depende de ello.

* Sergio García Magariño es Doctor en sociología con mención internacional (UPNA). I-Communitas, Institute for Advanced Social Research

Sergio García Magariño

Doctor en sociología con mención internacional en la UPNA, Diploma de Estudios Avanzados en sociología (UPNA), Equivalente a máster en pedagogía (UPV), posgrado en educación y desarrollo social (CUB, Colombia) y licenciado en ciencias de la actividad física y el deporte (UPV). Es profesor-investigador en CEDEU / Rey Juan Carlos, en la Universidad Camilo José Cela, en la Universidad Europea de Madrid; profesor visitante y asesor en la Universidad Nur de Bolivia e investigador asociado del Instituto de Gobernanza Democrática (Globernance). Es fundador y director del Instituto para el Conocimiento, la Gobernanza y el Desarrollo Global, así como de la plataforma gobernanza.es. Colabora en diferentes medios, tanto escritos como televisivos, destacando su columna en Periodistadigital, en la Revista cultural Entreletras y en The Global World, y la dirección del programa de televisión de Amaranta.es sore gobernanza y economía. Fue visiting fellow de la Universidad de Essex en el 2012. Sus líneas de investigación engloban los mecanismos de seguridad colectiva, los conflictos internacionales, el proceso de radicalización salafista, las nuevas formas de gobernanza así como otros temas relacionados con la filosofía y la sociología de la ciencia y la religión. Ha sido investigador del varios proyectos internacionales, destacando Huri Age (proyecto de 3 millones de euros) y el proyecto actual “Loguer: el logos de la guerra”. Sus últimos libros son Desafíos del sistema de seguridad colectiva de la ONU: análisis sociológico de las amenazas globales (CIS, 2016), La gobernanza y sus enfoques (DELTA, 2016) y Gobernanza y religión (DELTA, 2016) y Introducción a la sociología del crimen (DELTA, 2017) y El desarrollo social y económico: una aproximación holística, (DELTA, 2017). Es colaborador de los programas de educación y desarrollo del Instituto de Estudios en Prosperidad Global de Israel, de la Universidad Rural de FUNDAEC (Colombia), de la Universidad Nur (Bolivia), de la Fundación Lazos Learning de Canadá y colaborador analista del Instituto Español de Estudios Estratégicos del ministerio de defensa del gobierno de España. Lleva siete años dirigiendo el área de investigación y discurso público de la Oficina de Asuntos Públicos de la comunidad bahá’í de España.

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