El sueño de la máquina creativa

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Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado el 5/02/2023 en El Correo (enlace) y Diario Vasco (enlace)

Digitalización y democracia

Los programas de inteligencia artificial celebran éxitos espectaculares no solo en el dominio del cálculo, la predicción analítica o los diagnósticos, sino también en la composición musical, la modelación creativa de procesos visuales, las series televisivas, el diseño arquitectónico o la escritura de historias. Estos avances en la inteligencia artificial han llevado a muchos a especular con la idea de que los seres humanos seremos pronto remplazados en muchos ámbitos, incluído el de la creatividad. Si la creatividad artística era uno de los últimos dominios de la distinción entre los humanos y los computadores, también este bastión parece ahora haber sido derribado y estaríamos entrando en una era de arte sin autores humanos.

Quienes saludan con entusiasmo esta posibilidad suelen argumentar que nadie es capaz de distinguir una obra de arte generada por una máquina de la que tiene por autor a un ser humano. De hecho, se dice que hay que tener unos grandes conocimientos musicales para distinguir el producto de una máquina del que procede del ingenio humano. También es verdad que buena parte de la música actualmente se hace así, lo que no revela tanto una especial habilidad de los programas como la simpleza de nuestro gusto musical.

Es muy significativo examinar con atención lo que de hecho hacen estas producciones tecnológicas. La “creación artificial” se realiza a partir del análisis del material histórico disponible, extrayendo de las obras del pasado patrones que podrían recombinarse para producir otras más. Los programadores se miden con las obras del pasado, que tratan de imitar, para aumentar las pinturas de Rembrandt, producir nuevos cuartetos de Brahms, más cuadros que podría haber pintado Bacon, para completar la sinfonía inacabada de Schubert o componiendo la décima sinfonía de Beethoven. A tales programas podemos pedirles un nuevo album de los Beatles, una pintura realizada con el estilo de Chagall y Monet o un relato que podría haber escrito Henry James. De este modo se consigue que haya en el presente más de lo que hubo en el pasado, pero no propiamente algo distinto. Los algoritmos pueden extraer reglas de configuración a partir de las bases de datos, pero la creatividad no está en esa formalización sino en los datos en los que se ha basado.

El «arte artificial» modeliza el momento creador como producto de unas ciertas funciones estocásticas. En muchos proyectos arquitectónicos, diseños, guiones y series televisivas lo que hay es idiosincrasias estilísticas, coloraciones típicas, fraseologías particulares o figuras compositivas propias de autores del pasado. Se trata de propiedades que no corresponden a otra cosa que al cliché. Aunque se refieran a obras de arte humanas, no ofrecen más que un catálogo de signos etiquetados, reducido a lo que en principio es cuantificable y traducible en parámetros matemáticos. Esto es mimetismo; es lo que hace un artista como aprendiz: copiar y perfeccionar el estilo de otros en lugar de trabajar con una voz auténtica y original. Una cosa es producir algo que resulta de la digestión de miles de obras de arte similares y otra dar lugar a algo que merezca ser considerado como creativo. En sentido estricto la creatividad humana no puede ni imitarse ni repetirse; implica siempre, aunque sea mínimamente, una cierta trasgresión que no es reducible a reglas o agragaciones estadísticas. La creatividad supone siempre una cierta irregularidad. En cambio, lo que en la computación tiene la apariencia de libres asociaciones sigue estando algorítmicamente determinado; no ha roto con nada, ni aporta ninguna novedad radical, es decir, solo en sentido genérico e impropio se trata de creatividad.

Las innovaciones tecnológicas del llamado “arte generado por la inteligencia artificial” no constituyen necesariamente una innovación artística. Los ordenadores tienen una forma débil de creatividad que les permite reproducir patrones de habla, sonido o formas, pero nada más. De un ordenador no puede esperarse que produzca algo radicalmente imprevisible, nada similar a lo que supuso la vanguardia o los creadores verdaderamente disruptivos en la historia de las artes. Veámoslo con el experimento que se llevó a cabo en el Rijkmuseum de Amsterdam para enseñar a una máquina a pintar como Rembrandt. El algoritmo fue entrenado con trazos seleccionados de sus cuadros. El resultado fue una extrapolación de su estilo a partir de las diferentes fases de su carrera. Por supuesto el Rembrandt generado por la inteligencia artificial no era realmente una predicción de la creatividad de Rembrandt sino una muestra representativa bastante arbitraria de sus diversas etapas. La producción de un «retrato medio» de Rembrandt que resulta de la computación cuantitativa de trazos empleados por un artista no puede calificarse como expresión original. El problema es que toda obra de un gran artista está hecha de rupturas y discontinuidades; la creatividad surge cuando irrumpe algo impredecible. La inteligencia artificial no puede ser creativa porque es incapaz de predecir una discontinuidad: ningún programa que sepa componer como Beethoven habría podido componer las obras de su estilo tardío, que suponen una impredecible y asombrosa ruptura con su evolución; podían imitar su estilo en lo que tiene de previsible, pero no en lo sorprendente.

El ingenio humano es incomparable con la capacidad innovadora computacional. La creatividad no puede más que ser imitada algorítmicamente mediante la probabilística, la recombinación genética y el análisis de datos. ¿Acaso tiene algún sentido la idea de una “imitación de la creatividad”? Las máquinas llevan a cabo un tipo de creatividad limitada. Se mueven en un ámbito en el que las normas están prefiguradas y son capaces de aprender a jugar en el seno de esas limitaciones. En esto no son completamente distintas a nosotros, pues buena parte de lo que los humanos hacemos —también cuando creamos obras artísticas— se mueve dentro de reglas que no cuestiona ni modifica, pero en general la cultura y la existencia humanas son tan interesantes porque tenemos una capacidad de cambiar ocasionalmente esas reglas y es a eso precisamente a lo que en sentido estricto le llamamos creatividad.

¿En qué puede consistir entonces la aportación de la inteligencia artificial al arte? A mi juicio las máquinas creativas realizan dos grandes aportaciones, una banal y otra más singular, una que tiene que ver con su función auxiliar y otra con revelar el núcleo creativo del arte.

Al hablar de su auxiliaridad me estoy refiriendo a aquellos programas que funcionan como asistentes del artista y que, en el caso de la música, por ejemplo, llevan a cabo las tediosas transposiciones de notas, instrumentan y orquestan de manera que pueda uno elegir entre distintas posibilidades. Los artistas que trabajan con inteligencia artificial no están pensando que un programa produzca obras de arte, sino que la interacción con la máquina les descargue de ciertas tareas poco creativas y les abra nuevas posibilidades. Este tipo de programas ha “democratizado” la creatividad, la ha hecho más accesible (probablemente porque es menos enfática). Una de sus mayores aportaciones es que han aumentado el número de personas capaces de experimentar con el arte en sus diversas formas, a quienes les va a resultar más fácil pintar, componer o escribir.

Al mismo tiempo que se descargan las funciones menos creativas y se ponen al alcance de cualquiera, el arte en sentido propio, los creadores en su dimensión más sublime pueden dedicarse a lo que les caracteriza como tales. Mientras las máquinas imitan a los creadores estos pueden desafiar las fronteras de lo inimitable. Frente al pesimismo que diagnostica la maquinización del ser humano como el final de la creatividad, tal vez pueda sostenerse exactamente lo contrario. Lo específico de la creatividad humana se revela en cuanto las máquinas son capaces de hacer algo que se le parece tanto pero no lo es.

Lo más importante de todo este fenómeno no es el virtuosismo imitador sino que el hecho de que su limitada capacidad esté revelando el verdadero núcleo creativo del arte. Desde esta perspectiva el arte de los ordenadores lleva a cabo una forma de virtuosidad que el arte superó hace tiempo. Si en lugar de entender que los humanos y las máquinas hacemos lo mismo pensáramos en lo que cada uno hace mejor entonces podríamos reajustar nuestra idea de creatividad tal como lo hicimos con nuestra concepción de los problemas difíciles cuando Deep Blue ganó al campeón de ajedrez Garry Kasparov en 1997. Puede que el arte hecho por inteligencia artificial esté modificando al arte como la fotografía lo hizo con la pintura, que dio lugar al impresionismo al interesarse a partir de entonces más por la expresión que por la descripción. Dejó de tener sentido que la pintura describiera la realidad cuando eso ya lo hacía la fotografía. La cuestión no es si el arte de los ordenadores lo hará mejor que nosotros sino pensar qué podemos hacer únicamente nosotros cuando los ordenadores han alcanzado tal nivel de sofisticación.

La inteligencia artificial no parece saber lo que es el arte, aunque en esto tampoco se diferencia mucho de nosotros, que discutimos este concepto como si no hubiéramos encontrado una definición satisfactoria e incontrovertible. El concepto de arte es un concepto crónicamente borroso. El arte es también para los humanos en buena medida un cuestionamiento de las fronteras de lo artístico. Lo que nos diferencia de las máquinas no es tanto el desconocimiento que compartimos con ellas acerca de la naturaleza del arte sino el hecho de que nos planteemos una y otra vez esa pregunta que a ellas no parece inquietarles demasiado.

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Daniel Innerarity

Director de Globernance (Instituto de Gobernanza Democrática) Catedrático de Filosofía Política, investigador «Ikerbasque» en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea y profesor en el Instituto Europeo de Florencia. Ha sido profesor invitado en la Universidad de La Sorbona, la London School of Economics, el Max Planck Institut de Heidelberg y la Universidad de Georgetown. Ha recibido varios premios, entre otros, el Premio Nacional de Ensayo y el Premio Príncipe de Viana de la Cultura. Su investigación gira en torno al gobierno de las sociedades contemporáneas y la elaboración de una teoría de la democracia compleja. Sus últimos libros son “La política en tiempos de indignación” (2015), “La democracia en Europa” (2017), “Política para perplejos” (2018), “Comprender la democracia” (2018), «Una teoría de la democracia compleja» (2020) y «Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus» (2020). Es colaborador habitual de opinión en los diarios El Correo / Diario Vasco, El País y La Vanguardia. www.danielinnerarity.es

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