En este año 2022 hemos cruzado un umbral en cuanto a la gravedad y la urgencia de los retos ambientales, sociales y de gobernanza a los que deben dar respuesta todos los países y regiones del planeta. Las Naciones Unidas han declarado que estamos en la “década de la acción” para alcanzar los ambiciosos objetivos del desarrollo sostenible, y la estamos viviendo inmersos primero en una crisis sanitaria global y además enfrentándonos a evidencias crecientes de la devastación resultante del cambio climático, todo ello en un clima social tensionado por una creciente desigualdad. Solo nos faltaba una guerra, un conflicto bélico, y desgraciadamente también se ha sumado a toda la complejidad de un contexto geopolítico tan inédito como incierto.

Los retos son de tal envergadura que difícilmente se podrán afrontar sin la implicación de la mayor parte de las instituciones y personas de las economías desarrolladas del planeta. No es sorprendente, por tanto, que las estrategias de recuperación que se están desplegando en la mayoría de los países y las regiones de los países desarrollados prioricen el objetivo de la transición hacia un tejido socioeconómico resiliente, para intentar sobreponerse a crisis de carácter sistémico y garantizando generar bienestar para la ciudadanía de una manera justa y sostenible.

La interconexión existente entre economía, sociedad y entorno permite valorar en qué medida la generación de riqueza social por parte de las empresas ha de quedar conectada a la realización de un esfuerzo más amplio en materia ambiental, social y de gobernanza, como muestra de la mejor forma de protegernos contra los riesgos no financieros.