El porvenir del progreso

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El progreso es otra de las cosas que ya no son lo que eran. Prueba de ello es la sorpresa que producen, el estupor incluso, algunos políticos que se autocalifican como progresistas; los que deberían serlo mantienen esquemas que no dudaríamos en calificar como cosa del pasado y hay quien sostiene que la idea de progreso ha pasado insensiblemente de la izquierda a la derecha, transformada en una genérica voluntad de modernización, eufemismo de la idea envejecida de progreso que se declina ahora con otras expresiones: acelerar, avanzar, moverse, adaptarse, reformar Aunque agotada, la idea de progreso, como cualquier otra, dotada de una dimensión mítica, sobrevive a su muerte especulativa en una retórica que se explica por el deseo humano de ilusiones colectivas. La apelación al progreso alimenta la esperanza, proporciona una cierta inteligibilidad de la realidad social y justifica no pocas decisiones.

Entre las ideas cuya desaparición podemos comprobar se cuenta la de un progreso necesario, irreversible y continuo, basado en la seguridad de que nada es insuperable, ni hay nada que se resista a la voluntad de transformación. De aquel futuro que la Ilustración llenó de significaciones imaginarias, como campo de lo posible y conjunto de promesas, en la modernidad avanzada no queda más que una orientación genérica hacia el futuro, pero un futuro vacío. Privada de sus principales atributos (linealidad, necesidad, irreversibilidad, univocidad, previsibilidad), la idea de progreso tiende a reducirse a una palabra hueca, que sigue sonando bien y sirve como referencia estimulante en la retórica política y económica. Cumple sobradamente las condiciones que cabe exigir de un término que se quiere tener siempre a disposición: moviliza de una manera genérica, aclara sin comprometer demasiado, puede emplearse en cualquier contexto y libera al usuario de una costosa justificación.

¿Qué tipo de futuro producimos en nuestra sociedad una vez que ha tenido lugar este vaciamiento de la idea de progreso? Lo que ha muerto, en la herencia del progresismo, es fundamentalmente la creencia en el progreso automático, la fe en el encadenamiento necesario y armonioso de todos los órdenes del progreso (del científico y económico al moral o político). Hay dinámicas parciales de progreso pero sin la unificación general que proporcionaba un cuadro histórico de inteligibilidad y una gobernabilidad articulada. Se ha producido una defracción del progreso, su astillamiento. Prueba de esta transformación la tenemos en una peculiar disyunción entre el campo progresista de izquierdas y el conservadurismo modernizador. Ya no hay progresistas completos ni conservadores de todo, y la confianza en el progreso se administra según y como, sectorializada y sin ninguna pretensión de universalidad. La alianza histórica entre los defensores del progreso y los partidarios de la justicia social se está deshaciendo. Los progresistas se convierten en pesimistas y recelan de las dinámicas innovadoras en el ámbito de la economía y la globalización; los conservadores se han hecho los más firmes partidarios de continuar sin obstáculos la lógica de la modernización.

Del progreso ha muerto el finalismo y ha sobrevivido la dinámica. La utopía del progreso se ha transformado en una utopía técnico-informática, un movimiento desordenado, agitación anómica, disipación de la energía. Sólo queda una aceleración vacía, un espacio social inestable y un campo psicológico neurótico. Esa rutinización del movimiento decreta el imperativo de la aceleración en todos los ámbitos, el ‘régimen de sustituciones rápidas’ que Paul Valéry veía dirigido contra las cosas que no se pliegan a los imperativos de la aceleración y el crecimiento. Se trata de un activismo que se traduce en exasperación inquieta, en huida hacia adelante, hacia el siempre más de la tecnología o de la globalización económico-financiera en un presente global a-histórico.

La crisis de la idea de progreso y su continuación histérica nos obliga a reaprender a vivir en el tiempo. Esta exigencia podría formularse en términos de un postprogresismo que plantea nuevos interrogantes. ¿Hay futuro sin el progreso, es decir, tras el progreso? ¿Cómo pensar un futuro que no se inscriba en el macroesquema del progreso en la historia, sin seguridad, sin predeterminación? ¿Es posible concebir el progreso de otra manera, conferirle otra significación a esta vieja idea moderna?

De entrada, se trataría de pasar de la seguridad en el futuro a la responsabilidad hacia el futuro. Y es que la creencia en el sentido de la marcha de la historia producía paternalismo y moralismo. Era un porvenir sabido y planificado, desresponsabilizado, que descargaba a los seres humanos del difícil deber de elegir y de la res- ponsabilidad personal. Las cosas se hacían sin nosotros, bastaba con estar «a la altura de los tiempos». La responsabilidad por el futuro, en cambio, podría volver a tensar la existencia humana que la fe en el progreso automático había trivializado. La cuestión de la responsabilidad frente a las generaciones futuras debería estar en el centro de lo que podría denominarse una ‘ética del futuro’. Tiene sentido preguntarse, por ejemplo, si la democracia en su forma actual está en condiciones de desarrollar una conciencia suficiente del futuro para evitar situaciones de peligro alejadas en el tiempo. El pensamiento y la acción a largo plazo parecen entrar en contradicción con los objetivos a corto plazo de los individuos consumidores o la gobernabilidad determinada por el juego de los sondeos y la estrategia de las imágenes. Pero se trata de una de las primeras exigencias a la hora de pensar qué porvenir hemos de concederle ahora al progreso: pasar de una responsabilidad de las «relaciones cortas» (Paul Ricoeur) a otra cuya regla sean «las cosas más lejanas» (Nietzsche).

La crisis de una determinada concepción del progreso no tendría que suponer la crisis del progreso como tal. Probablemente se estén dando así las condiciones de posibilidad para que ocurra exactamente lo contrario: que al desaparecer la seguridad garantizada por el control ideológico sobre el progreso pueda abrirse paso un futuro más sorprendente o novedoso del que solemos imaginar, más aleatorio, accidental, imprevisible, incluso arriesgado y peligroso. Esta indeterminación permitiría un nuevo protagonismo humano frente a la imagen del futuro irresistible que suministraba razones para someterse o disculpas para la pasividad. Hemos perdido las ilusiones consoladoras de una cierta figura de la esperanza, la que se fundamentaba sobre la creencia en el progreso automático, pero también nos libramos así de la legitimación dogmática y las constricciones impuestas en su nombre, de la instrumentalización del porvenir.

El postprogresismo no cree en un porvenir en el que estuviera escrito el orden racional de las conexiones causales o en el orden mágico de los destinos. Lo que pretende es que la exigencia del progreso pase del reino de la necesidad o del automatismo al reino de la voluntad o de la libertad. Sin estrecheces ideológicas, la historia dejaría de estar encarrilada y se mostraría como un espacio poblado de posibilidades que nuestras elecciones pueden ordenar y que ninguna tradición puede fijar. Desfatalizada, la historia dejaría de ser una historia universal, finalizada, centralizada y unitaria y el progreso podría ser sustituido por la voluntad de progreso, es decir, por la voluntad modesta de realizar tal o cual progreso en un dominio definido. La exigencia de progreso habría de pensarse de una manera pluralista, como progresos, mejoras sectoriales, provisionales, contingentes. La noción de progreso perdería la unidad y unicidad que lo convertían en instrumento ideológico, pero no desaparecería su fuerza movilizadora ni su capacidad para dotar de sentido al trabajo sobre la sociedad.

Si no fuera posible proporcionar este porvenir al progreso, sin esa indeterminación de las posibilidades que constituyen el escenario para nuestra intervención responsable, la historia sería algo muy parecido a la que se menciona en el ‘Macbeth’ de Shakespeare, una historia contada por un idiota, una historia llena de ruido y furor pero vacía de significación.

Globernance

El Instituto de Gobernanza Democrática, Globernance, es un centro de reflexión, investigación y difusión del conocimiento. Su objetivo es investigar y formar en materia de gobernanza democrática para renovar el pensamiento político de nuestro tiempo.

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