Artículo de opinión de Daniel Innerarity @daniInnerarity publicado el 31/01/2021 en El Correo (enlace) y Diario Vasco (enlace)
El mito de la fragilidad democrática
El reciente asalto al Capitolio de Washington parecía dar la razón a John Adams, el gran luchador por la independencia americana y segundo presidente de los Estados Unidos, cuando afirmaba que todas las democracias se habían suicidado y a James Madison, otro de los padres fundadores de la democracia americana, quien sostenía que la vida de las democracias es corta y su muerte, violenta. El brutal asalto daba la impresión de poner en evidencia no solo la inseguridad de un edificio sino, sobre todo, la fragilidad de las instituciones de la democracia. Muchos comentaristas lo han repetido desde entonces hasta la saciedad. Es cierto que la democracia es una construcción política que experimenta avances y retrocesos, que no tiene asegurada su inmortalidad; se mantiene en pie sobre una cultura política que puede debilitarse y requiere cuidado, protección y virtudes cívicas.
La afirmación de que la democracia es frágil obedecía a la impresión del momento y no permitió que nos fijáramos en otras dimensiones del abrupto final de la legislatura. Tras cuatro años de penoso gobierno, se celebraron unas elecciones en las que ganó el candidato de la oposición, las instituciones encargadas del recuento validaron la victoria de Biden contra la acusación de fraude reiterada por Trump, el presidente electo tomó posesión de su cargo sin que importara demasiado la ausencia del presidente saliente en la ceremonia y todo ello, más que dañar a la democracia ha producido una ruptura en el seno del Partido Republicano y ha sacado al instigador del asalto de la plataforma de Twitter y situado camino de los juzgados.
Por otro lado, la insistencia en que la democracia americana es frágil parece olvidar que ha sobrevivido a tensiones muy fuertes. Como ha recordado a este respecto mi amigo y compañero en la Universidad de Georgetown Josep Colomer, las elecciones disputadas, la agresión verbal de los políticos, el bloqueo mutuo entre la presidencia y el congreso, la parálisis legislativa, los cierres temporales del gobierno, la violencia política, todo eso que hemos visto en los últimos cuatro años, no son una aberración excepcional en la política norte-americana. El único largo periodo en el que los dos principales partidos han colaborado lealmente han sido los cincuenta años en los que los Estados Unidos se vieron amenazados por los nazis alemanes y por los comunistas soviéticos. El miedo ante la amenaza común aplacó la lucha interna, pero después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría los demonios domésticos volvieron a activarse.
Con esto no quiero decir que las democracias no puedan empeorar, sino que no lo hacen ya por lo general como consecuencia de un golpe de estado sino de una forma más sutil y tal vez por ello más inquietante. Las amenazas a nuestra convivencia democrática no son esas quiebras brutales sino otras formas inéditas de degradación. Por muy preocupantes que sean los desafíos que plantea la extrema derecha, no estamos ante una segunda oleada de pre-fascismo; nuestras sociedades están más desarrolladas y son más interdependientes. Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamiento de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente. En vez de manipulación expresa, estamos construyendo un mundo en el que hay un combate más sutil y banal por atraer la atención. Los personajes que amenazan nuestra vida democrática son menos unos golpistas que unos oportunistas; su gran habilidad no es tanto hacerse con el poder duro como lograr atraer el máximo de atención.
Si la debilidad de la democracia se debe más a la cultura política dominante que a la amenaza que representan los sujetos particulares, su fortaleza aumentará en la medida en que construyamos instituciones que no están demasiado condicionadas por quienes eventualmente las dirijan. La democracia es resistente justo en la medida en que no depende demasiado de las personas que ocupen el poder sino, fundamentalmente de que el sistema institucional limite a esos gobernantes. Nos fijamos demasiado en las cualidades de los líderes, pero la clave de la resistencia democrática está más bien en otra parte, aunque no sea irrelevante, por supuesto, quién esté al frente de las instituciones. Obama fue el presidente de las promesas, pero el entramado institucional no permitió realizarlas todas o en la medida deseada; ese mismo entramado fue el que afortunadamente limitó la frivolidad del presidente Trump; la llegada de Biden ha supuesto un alivio, pero los desafíos de la democracia americana no dependen solamente de él, sino de la capacidad de la sociedad y de sus instituciones.
Creo que el juicio sobre la debilidad o la fortaleza de la democracia se deriva enseguida hacia las propiedades que quien ocupa las instituciones y atiende muy poco a las características de esas instituciones. Hoy en día la acción política se ha focalizado en una competición entre personas, sus programas, sus buenas (o malas) intenciones o su ejemplaridad moral; por eso hablamos de liderazgo con unas connotaciones tan personalizadas, la atención pública se interesa principalmente por las cualidades de quienes nos gobiernan, nos preocupa más descubrir a los culpables que reparar los malos diseños estructurales… Frente a esta tendencia a confundir la calidad de la democracia con la calidad de sus dirigentes propongo que dirijamos la mirada y el esfuerzo en otra dirección. Se gana mucho más mejorando las instituciones que mejorando a las personas que las dirigen. No deberíamos esperar tanto de las virtudes de quienes están eventualmente al mando, ni temer mucho de sus vicios; lo que realmente deberían inquietarnos es si las instituciones están correctamente diseñadas.
Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por instituciones en las que se sintetiza una inteligencia colectiva y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes; es lo que se suele decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes. Estos doscientos años de democracia han configurado precisamente una constelación institucional en la que un conjunto de experiencias ha cristalizado en estructuras, procesos y reglas que proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica, una inteligencia que no está en las personas sino en los componentes constitutivos del sistema. De alguna manera esto hace al régimen democrático menos dependiente de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio; únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores y la ineptitud e incluso maldad de muchos de sus dirigentes.
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