El deporte como arte dramático

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Si Aristóteles y Schiller hubieran conocido las actuales dimensiones de los espectáculos deportivos, con todos sus ritos y entusiasmos desatados, no hubieran tenido que cambiar demasiado sus poéticas. Todo estaba más o menos contenido en aquella pregunta que se formularon: ¿cuál es el motivo de nuestro placer en la contemplación de lo trágico? Únicamente habrían tenido que sustituir los ciudadanos atenienses o la burguesía culta del XVIII por los espectadores de nuestros mundiales de fútbol. En uno u otro caso, la cuestión filosófica es la misma. El placer del espectáculo hay que explicarlo por el placer de la actividad deportiva en sí misma, como dos cosas que sin ser idénticas remiten a un mismo fenómeno que me gustaría resumir así: experimentar como puro acontecimiento una acción corporal ejecutada bajo condiciones difíciles.

El entusiasmo por el deporte es esencialmente entusiasmo por una dramaturgia que obedece a una ley de culminación inminente y siempre diferida. Las competiciones deportivas se dirigen hacia apoteosis repentinas (el gol, por ejemplo), pero de tal modo que nunca se sabe si la culminación ha pasado ya o está por llegar. El que observa, experimenta cómo una tarea, en sí misma sencilla, conduce a una plétora de acciones complejas que ya no pueden ser totalmente dominadas. Pues ninguno de los participantes activos o pasivos puede saber cuándo, cómo y cuántas veces se llegará a la culminación del encuentro deportivo. El interés por lo incierto es algo que comparten el deportista y el espectador. Ambos quieren llegar a un punto en el que a los ojos de todos pasa algo incalculable. El deporte es así una organización que está regulada para convertirse en una escenificación de irregularidades.

El deportista está entrenado para dar algo que no está seguro de poder dar. Está entrenado en orden a algo que no puede ser entrenado: para llegar a los límites del propio rendimiento. Con ello no estoy pensando primordial ni exclusivamente en la conquista de nuevos récords. Cualquier rendimiento deportivo exitoso es una coordinación de rendimientos que no se puede garantizar. El éxito deportivo no es algo producido por alguien. La capacidad del deportista consiste propiamente en establecer las condiciones de posibilidad del acierto, comportarse de tal manera que ocasionalmente tenga lugar un acierto no pretendido, estar ahí. La forma física, el entrenamiento, la táctica son presupuestos para que en el momento de la verdad el cuerpo haga algo que sobrepasa lo que puede hacer. Por eso hay varias posibilidades, por eso el resultado final es azaroso, por eso es aburrida la superioridad manifiesta, por eso es legítimo apelar a la suerte, por eso la responsabilidad es tan difícilmente imputable (o tan gratuitamente imputada, por ejemplo, al árbitro o al entrenador), por eso el lenguaje previo a la competición es ostentosamente voluntarista. Forma parte de la normalidad del deporte profesional conducir a acciones no normales, acciones que no son controladas sino que acontecen.

Resulta muy significativo a este respecto lo insulsas que suelen ser las explicaciones que los deportistas dan de lo acontecido. Es que realmente no saben lo que les ha pasado. Esa ignorancia es el núcleo del éxito deportivo. Los deportistas se entrenan para una acción que, en última instancia, no saben cómo se hace y nadie puede enseñarlo. Se entrenan para el azar de su victoria. El triunfo se debió a su buen entrenamiento, pero no fue un mero resultado de su esfuerzo, no tiene el carácter de un rendimiento, sino de algo que se añade a lo que son capaces de hacer en virtud de su buena preparación. La victoria les cae en suerte. Las cosas le salen a uno bien… o mal.

En ese elemento casual del éxito y el fracaso deportivo se pone de manifiesto un profundo parecido entre las intenciones de los que ven deporte y las de quienes lo practican. Pese a sus evidentes diferencias, para ambos se trata de algo que, por encima de todo lo pretendido, tiene el inconfundible carácter de un acontecimiento. Lo que ocurre es algo así como una autonomización del cuerpo. En un momento o por una fase de tiempo, el cuerpo actúa por cuenta propia, se convierte en pura física. La acción intencional del deportista se transforma en el ímpetu inintencional de su cuerpo. Lo que el hombre no puede, es culminado por su cuerpo. En una acción certera tiene lugar algo que no puede ser explicado simplemente a partir de las capacidades del deportista, sino que remite al empuje del cuerpo, a una energía que cobra vuelo propio, a una dinámica del entusiasmo encarnado. El deportista es alguien que públicamente y de manera virtuosa intenta hacer algo que no puede. El deporte no es otra cosa que la celebración de esa incapacidad.

El procedimiento del mito -decía Nietzsche- consiste en hacer pasar el acontecimiento por una acción, explicar lo que pasa como mero resultado de lo que alguien hace, poner un sujeto detrás de los sucesos. La fascinación del deporte se comportade manera inversa a la del mito. El deporte no sugiere un mundo intencionalmente explicable, sino que escenifica un mundo inexplicable en última y decisiva instancia como resultado de intenciones. Toda acción trabaja en orden a un acontecimiento que no puede ser descrito y comprendido como acción. El deporte muestra el cuerpo de los jugadores en una lucha con los acontecimientos desatados por sus propias acciones, una lucha que únicamente podrán superar si trascienden su poder en el momento decisivo, en la medida en que se entregan al movimiento autonomizado de su cuerpo. El sentido de todo su esfuerzo consiste en convertirlo en elegancia, es decir, en hacer pasar su acción por puro acontecimiento. Los acontecimientos deportivos desarrollan el drama de una transformación siempre arriesgada de la acción pretendida en acontecimiento involuntario.

Si esta interpretación es correcta, permitiría sacar alguna que otra conclusión. La fundamental es que el mundo moderno festeja en el deporte los misterios de la contingencia. Allí donde aparentemente se trata de hacer ostentación del pleno dominio corporal del espacio y el tiempo, lo transforma en un juego de resultado imponderable. El deporte establece rituales de una praxis corporal llevada a cabo por actores que no están en posesión de sus fuerzas decisivas. De este modo el deporte dirige la atención del hombre a la base natural indisponible de su poder y lo muestra en su lugar más sensible: en su propio cuerpo. En el deporte, la naturaleza física se le presenta al hombre simultáneamente como condición y como límite. El deporte es una celebración de la incapacidad humana para hacerse físicamente señor de sí mismo. En el deporte, el ser humano festeja sus capacidades físicas pero también los límites de esas capacidades y, con ello, los límites de su poder sobre sí y el mundo.

Esto es lo que, en mi opinión, el deporte suele ser y debe ser, pero que no siempre es. Mucho de lo que sucede hoy en el mundo del deporte corresponde más bien a lo contrario de la imagen que acabo de ofrecer. El deporte degenera en ocasiones hacia una mitología del deporte, precisamente en aquel sentido de mitología que está en el fondo de la definición de Nietzsche: declara todo acontecimiento como acción, como producción intencional. En buena medida, el deporte es impulsado como máxima expresión de una voluntad de poder estar enamorada de sí misma. Aunque su exaltación escenificada aparente lo contrario, la finalidad propia del deporte es traicionada por esa ideología. En ningún caso se muestra esto mejor que en el doping. Generalmente es criticado porque ofrece a los atletas ventajas prohibidas y porque, a largo plazo, es una amenaza para su salud. Ambas cosas son dignas de consideración, pero pasan por alto el núcleo de lo antideportivo del doping. Todo podría solucionarse si se ofrecieran a todos las mismas ventajas y se eliminaran sus efectos secundarios. El doping es desprecio de la actividad deportiva en cuanto tal. Quien se dopa, niega los límites de su propia capacidad, no quiere convencerse ni percibir en la culminación de su potencia que todo el sentido de la actividad deportiva descansa en la posible experiencia positiva de esos límites. En esta medida, el doping es una expresión plenamente consecuente de aquella ideología del deporte que sólo celebra en él la voluntad de poder, pero no la experiencia de su superación. También se podría decir: en ella aparece el cuerpo únicamente como instrumento de la victoria, pero no como medio in­calculable de la resolución de las competiciones deportivas.

Todos los argumentos contra la deformación del deporte deberían apelar a la fascinación estética primaria del fenómeno que tratan de salvar. La fuente de esa fascinación es aquel espectáculo público de la imponderabilidad a la que apunta toda acción deportiva (a diferencia de la mayoría de las otras acciones). Por eso el deporte es una imagen de la vida misma, de su gozosa e inquietante imprevisibilidad, de su risible seriedad. Por eso no es cierto que acudamos al deporte para escapar de la vida real; lo que buscamos es vida en estado puro, invadidos por la sospecha de que hay demasiada trampa en la que vivimos.

Globernance

El Instituto de Gobernanza Democrática, Globernance, es un centro de reflexión, investigación y difusión del conocimiento. Su objetivo es investigar y formar en materia de gobernanza democrática para renovar el pensamiento político de nuestro tiempo.

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