Artículo de opinión de Juanjo Álvarez publicado el 14/01/2018 en DEIA (Enlace)
Si hoy día se acabase planteando una reforma seria de la Constitución es muy probable que el consenso entre las fuerzas políticas españolas (PP, C’s y PSOE) en relación a la distribución territorial del poder político en España acabase estando más cerca de la involución (es decir, de la recentralización) que de la profundización en el autogobierno y el reconocimiento de singularidades territoriales.
Por ello, no podemos basar el futuro de la mejora y profundización del autogobierno vasco en el horizonte de una hipotética reforma constitucional que podría hacer realidad una «reformatio in peius«, es decir, una reforma que nos deje peor de lo que estábamos.
Conviene recordar el proceso de gestación de la sentencia del TC en el caso del Estatut catalán, que ha sido uno de los desencadenantes clave de la crisis catalana y a su vez uno de los mayores escándalos de injerencia del poder ejecutivo en la dimensión judicial: más de cuatro años de retraso, más de cinco intentos frustrados en el objetivo de dirimir y dictar sentencia sobre la constitucionalidad del Estatut acabaron con la credibilidad del máximo órgano jurisdiccional, cúspide del sistema judicial dentro de esta frágil construcción democrática española anclada sobre lo formal pero endeble en lo material.
El caso llevó al límite el descrédito social del TC: de los 12 magistrados que iniciaron el debate uno quedó infundadamente recusado (lo que permitió al sector conservador consolidar provisionalmente su hegemonía), otro falleció (este desgraciado hecho reequilibró la balanza entre ambos sectores ideológicos) y cuatro superaron de largo el plazo para el que fueron elegidos y se bloqueó su renovación porque el PP veía peligrar así su estrategia desestabilizadora. Un proceso tan patético y tan lamentable como peligroso para la propia credibilidad del sistema judicial.
La sustitución de la que fue inicialmente designada como magistrada ponente de la sentencia del Estatut, Elisa Pérez Vera, que trabajó de forma tan incansable como finalmente estéril en clave de salvar la constitucionalidad de los preceptos impugnados por vía de interpretación, es decir, salvar su tenor literal mediante la aportación de una interpretación , de un sentido «constitucionalizable», presagiaba ya un giro centralista en el tenor de la posterior decisión final sobre los 114 artículos del Estatut recurridos por el PP.
La sentencia proyectó su pronunciamiento en un doble plano: el estrictamente catalán, proclamando la inconstitucionalidad radical de un buen número de preceptos del Estatut y en segundo lugar incidiendo sobre el propio andamiaje institucional estatal, para subrayar la indisoluble unidad de la única, a su juicio, nación existente: la española.
Como hoy día lo hace el Tribunal Supremo, se trataba y se trata de poner freno, como cuestión de Estado, a cualquier veleidad soberanista y marcar así las líneas rojas infranqueables, aunque ésta sea defendida y postulada desde vías estrictamente pacíficas y democráticas.
La sentencia del Tribunal Constitucional (una vez más, como siempre que se enfrenta a “cuestiones de Estado”) machacó jurídicamente el debate, con una fundamentación técnica que colocó un triple candado o blindaje (término que aquí sí puede ser empleado) frente a futuras iniciativas: el único pueblo soberano es el español, representado por las Cortes Generales (Congreso y Senado español); el segundo argumento consistió en estimar que la previsión catalana en torno a su reconocimiento como nación y a la bilateralidad en la relación Estado/Generalitat afecta al orden constituido y al fundamento mismo del orden Constitucional; y el tercero reiteró la inexistencia del pueblo catalán como sujeto político, para reafirmar así la voluntad soberana de la Nación española, única e indivisible, titular único de la soberanía.
La clave radica, como siempre, en la desconfianza que desde España despierta todo movimiento que suene a avance soberanista o a reconocimiento de una manera plural de entender la visión de nación: no hay que olvidar que los Estatutos de Andalucía (que alude a “patria andaluza”), o de Aragón, Valencia o Baleares ya autodefinen sus territorios como “nacionalidades históricas”, y nadie ha alzado la voz ni ha recurrido tales previsiones estatutarias, seguros de la buena fe y de la ausencia de pretensiones soberanistas por parte de sus gobernantes. Una vez más esa falaz argumentación basada en la cultura del agravio y de los inexistentes privilegios se vuelve como un boomerang contra quien la esgrime.
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