Artículo publicado en El Espectador, 07/01/2014.
Las razones de ese elitismo son que tras la experiencia del nazismo, los impulsores de la integración sospechaban de la idea de soberanía popular; la Unión ha tenido siempre una arquitectura que limitaba las soberanías. Esos mismos fundadores tenían desconfianza en la rivalidad y una profunda fe en el liderazgo del tecnócrata a la hora de hacer avanzar la cooperación internacional. Y la agenda de cuestiones que iban a ser objeto de la integración recogía un conjunto de temas alejados de los intereses cotidianos y sin capacidad de movilización política.
La percepción social de la realidad es que Europa resulta algo lejano, técnico y burocrático. La UE es democrática, pero estaría más cerca del despotismo ilustrado que de una genuina democracia.
La integración europea es un asunto de élites para asegurarse una licencia ejecutiva al margen del control social o porque la naturaleza de los asuntos que están en juego no permite a los actores sociales movilizar a la opinión a nivel europeo con un mensaje alternativo. Aunque los valores de la democracia apuntan hacia una mayor transparencia, el desarrollo de la globalización ha hecho la política más opaca. Esta circunstancia es visible porque se adoptan las decisiones sin suficiente legitimidad transnacional, pero fuera del alcance de la legitimación nacional. Una gran cantidad de las decisiones s que se toman a nivel europeo exigen inmediata validez en el ámbito de los Estados miembros sin procedimientos de ratificación democrática.
Con motivo de las decisiones adoptadas en torno a la crisis del euro se ha producido una escisión entre capacidad para actuar y autorización democrática, entre los que pueden, pero no son responsables, y quienes son responsables, pero incapaces, una asimetría de poder y legitimidad, entre autorización y poder efectivo; todo ello tiene mucho que ver con esa diferencia entre lo que los ciudadanos esperan de sus gobiernos y a lo que los gobiernos están obligados.
El componente técnico y ejecutivo se fortalece a costa de la deliberación parlamentaria. Pensemos en la imposición de gobiernos “técnicos” (Italia), medidas de austeridad “adoptadas” por ciertos estados miembros en 2012 o la afirmación de la presidenta del FMI, de que la democracia se ha revelado de hecho como un obstáculo para el tratamiento de la crisis. No es extraño que la UE aparezca como un proyecto de las élites cuando éstas perciben a la opinión pública y los electorados como el principal obstáculo en el proceso de integración.
Esta distancia no es solo una cuestión de diseño institucional, sino un fenómeno social que alimenta la tensión entre las élites cosmopolitas y las masas territorializadas. Europa es un asunto de las élites; la nación, de los que se sienten amenazados. La integración europea es un proyecto mejor entendido y apoyado por las capas altas de la sociedad que por los sectores populares, que tienen más que temer de la globalización y se sienten desprotegidos fuera del Estado nacional. Esto no puede seguir así por mucho tiempo sin amenazar la cohesión europea. La contraposición entre electorados nacionalizados y políticas burocráticamente decisivas es letal para la Unión Europea. Es inconcebible una política democrática en el siglo XXI sin el respaldo explícito de sus poblaciones, aunque tampoco pueden tomarse las decisiones estratégicas sin una visión que implique liderazgo institucional y efectividad de las políticas públicas.
Este va a ser uno de nuestros debates a la hora de resolver la crisis europea en este año que comienza y con unas elecciones europeas dentro de cinco meses.