Artículo publicado en EL PAÍS el 13/07/2015
El último libro del recientemente fallecido Ulrich Beck sostenía la tesis de que la crisis del euro había hecho realidad aquella «Europa alemana» de la que advertía Thomas Mann en 1953. Alemania no sólo se ha beneficiado del nuevo orden europeo sino que se ha convertido de hecho en un poder hegemónico, sin nadie que haga de contrapeso y con una institucionalización débil que apenas equilibra ese poder. Se da la paradoja de que Alemania se ha convertido en un poder hegemónico pero al mismo tiempo no ha querido ejercer el liderazgo europeo que le correspondería.
En la gestión de la crisis del euro Alemania ha sido un actor central. Inicialmente reacia a comprometerse, dispuesta incluso a dejar caer a Grecia, una vez que comprendió que esta salida tendría grandes costes políticos y económicos, utilizo la crisis para reconfigurar una UE a imagen propia y ponerla al servicio de sus intereses económicos. Con el objetivo de fortalecer el control sobre los países deudores exigió en mayo de 2010 incluir al FMI tanto para las ayudas a Grecia como para la creación del Fondo de Estabilidad. De este modo se excluyó al Parlamento europeo y se debilitó a la Comisión.
Como es sabido, el Gobierno alemán se incorporó al fondo de rescate a condición de imponer a todos los países del euro una consolidación fiscal, un endurecimiento del pacto de estabilidad y crecimiento así como el compromiso de limitar el endeudamiento. Esta exigencia obedecía a un diagnóstico de la situación que es muy cuestionable. El Gobierno alemán defendía que los intereses elevados se debían a los riesgos que planteaba un país y que sin la presión disciplinante de los mercados financieros los países deudores no llevarían a cabo las reformas necesarias. Algunos estudios empíricos ponen de manifiesto, por el contrario, que una parte significativa de los diferenciales de los países periféricos de la eurozona en los años 2010-2011 no tenían relación con el incremento de la deuda y se debían mas bien a sentimientos negativos en el mercado que actuaban como profecías auto-cumplidas y que se hicieron muy poderosos desde finales de 2010.
Alemania no está entre los perdedores de la crisis del euro, sino que en cierto modo se ha beneficiado de ella. De entrada porque mucho de lo que se hizo para el rescate de Grecia, Portugal, Irlanda o España beneficiaba especialmente a los bancos alemanes. Alemania se beneficia por el hecho de que el aumento del precio de los créditos para los países con una mayor deuda viene acompañado de un abaratamiento de los costes de refinanciación de sus propios bonos.
Detrás de estas divergencias hay una falta de acuerdo en torno a cómo entender las relaciones entre solidaridad y responsabilidad en la Unión. La política alemana contra la crisis, tal y como han repetido incansablemente Merkel y Schäuble, se ha basado en un principio muy simple: solidaridad a cambio de solidez. Los estados deudores deben ganarse la solidaridad, lo que significa aumento de impuestos, reducción del sector público y reformas estructurales. Las autoridades alemanas están convencidas de que ciertas formas de solidaridad pueden implicar una pérdida de responsabilidad en los países ayudados. Ahora bien, estos esfuerzos no pueden hacerse a costa de arruinar un país. Los estados en crisis tienen que aplicar ciertas reformas, pero las condiciones tienen que ser realistas. Todo ello dejando a un lado que las medidas de austeridad tienen también un límite de legitimación democrática.
¿Es excesiva la solidaridad alemana en la crisis del euro? Si consideramos los números absolutos, Alemania es con mucho el contribuyente más importante de la eurozona. Su aportación al Tratado de estabilidad es muy elevada. De todas maneras, si ponemos en relación lo que costaron a Alemania las ayudas a Grecia y los fondos de rescate del euro con su capacidad económica, su crédito supone el 4,5 por ciento de su PIB (una parte menor de la que dedican a ello Malta, Estonia, Eslovaquia, España o Italia).
Si queremos salir de este atolladero tenemos que pensar de otra manera la relación entre solidaridad y responsabilidad. La solidaridad implica relaciones de reciprocidad y puede estar vinculada a ciertas condiciones. Pero también es cierto que la solidaridad incluye siempre un elemento de interés propio bien entendido. Por eso me parece que es muy interesante la iniciativa del Gobierno de Portugal para la próxima Cumbre Europea que recomienda no hablar tanto de solidaridad como de responsabilidad común.
Si los países deudores tienen que ser más responsables en su comportamiento económicos, a Alemania le corresponde una mayor responsabilidad en la estabilización de la eurozona y sobre el conjunto de la Unión. Y aquí es donde la diferencia entre hegemonía y liderazgo resulta fundamental. La función de liderazgo en Europa solo puede ejercerse si se está dispuesto a realizar una mayor transferencia de soberanía y a asumir una mayor responsabilidad respecto de la comunidad europea. La relación entre quien ejerce el liderazgo y quien lo acepta presupone una cierta comunidad de intereses, riesgos y valores, lo que no es el caso cuando se trata de una hegemonía. Las funciones de liderazgo en una comunidad implican también ciertas obligaciones y, tratándose de una comunidad tan compleja como la europea, sólo puede llevarse a cabo de una manera coordinada.
Alemania no ha tenido ninguna experiencia de liderazgo europeo o internacional y ese concepto esta contaminado por su historia reciente. Pero 20 años después de la unificación, la posibilidad de que Alemania asuma una posición de liderazgo es considerada algo normal e incluso deseable. ¿Quién podría hacerlo si no? Es evidente que el eje franco-alemán ya no puede ejercer esa función. Francia no representa ese tipo de autoridad que Alemania reconoció en otro tiempo y se encuentra en una crisis política y económica con resultado incierto. Alemania no parece dispuesta a que su política europea sea conducida por la incertidumbre francesa.
Lo que ahora tenemos en Europa es una situación de hegemonía que consiste en que Alemania ejerce un poder económico sobre el resto de los países europeos como no había tenido desde la unificación, pero ha limitado este poder a la consecución de un interés a corto plazo. Alemania ha renunciado al tipo de liderazgo que se le reconocería si hubiera ejercido una forma de cooperación solidaria con la vista puesta en los posibles riesgos futuros de Europa.
Si en el referendum de Grecia hubiera ganado el sí, Alemania se habría cargado de razones para continuar con su cómoda hegemonía; la victoria del no –por paradójico que parezca- es una razón más para transformar esa hegemonía en liderazgo, lo que supone jugar a un juego diferente, con mayor responsabilidad hacia el conjunto de la Unión y con mecanismos de decisión más compartidos. Esto no significa que Grecia haya ganado la partida, ni siquiera que haya mejorado su posición negociadora, pero tampoco Alemania gana nada con una estrategia que es igualmente electoralista, limitada al corto plazo y sin ninguna responsabilidad hacia lo común.
Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la UPV/EHU y director del Instituto de Gobernanza Democrática