Daniel INNERARITY: Museos y almacenes

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Artículo publicado en El País (Babelia), 09/11/2013.

La primera dificultad para adivinar qué futuro les espera a las bibliotecas procede del hecho de que nos estamos refiriendo a una institución viva. Las bibliotecas son unas instituciones tan antiguas que han visto nacer y sucumbir civilizaciones, han sobrevivido a profundos cambios sociales y culturales, por lo que no tiene nada de extraño que de vez en cuando sufran una cierta crisis de identidad. Han sido de todo, tal vez demasiadas cosas en un espacio de tiempo relativamente pequeño: templos, museos, almacenes, gabinetes de curiosidades, lugares de estudio, colecciones, instrumentos de construcción nacional y ahora parecen simples nodos de una red ilimitada… El hecho de que las bibliotecas, en virtud de las nuevas tecnologías, no sean simplemente lugares donde se guardan libros y revistas, sino instituciones en las que se gestiona información, ha llevado a algunos a declarar su final, la muerte de la biblioteca, cuando tal vez lo que habría que decir es que se trata más bien de una transformación destinada a garantizar su supervivencia, lo que indudablemente implica una redefinición de su tarea.

Contando con la benevolencia del lector ante la simplificación que ahora propongo, podríamos decir que ha habido tres inquietudes fundamentales en relación con la cultura escrita: la pérdida, la corrupción y el exceso, que en el fondo se reducen a dos estrategias básicas. Las dos primeras inquietudes han suscitado una serie de tareas para defender a los libros, mientras que la tercera nos impulsa a defendernos de los libros.

Las bibliotecas han tenido como objetivo fundamental la protección de los libros (y en buena parte no han dejado de tenerlo). En este ámbito, la primera amenaza que se cierne sobre los libros es la de la pérdida. Esta preocupación ha dirigido la búsqueda de textos amenazados, la copia de los libros más preciosos, la impresión de los manuscritos, la edificación de las grandes bibliotecas, el aumento de sus fondos. Se trataba de guardar, fijar y preservar los libros contra su posible desaparición. Forma parte de la obligación general de proteger los libros la de garantizar su conservación con el paso del tiempo. Por eso las bibliotecas no sólo son lugares en los que se guardan sin más los libros, sino el escenario de un combate contra su posible corrupción. Los libros son un bien particularmente frágil. La luz, la sequedad, la humedad, los insectos, los robos, los incendios (intencionados o no), las guerras, cualquier cosa puede provocar el deterioro e incluso la desaparición de lo que la humanidad había guardado.

Pero los libros son también algo frente a lo que paradójicamente debemos protegernos. ¿En qué sentido? Preservar el patrimonio escrito de la pérdida o de la corrupción suscita igualmente otra inquietud: la del exceso. La proliferación textual puede convertirse en un obstáculo para el conocimiento. Desde Alejandría, el sueño de la biblioteca universal se ha instalado en la imaginación de los seres humanos, pero desde hace tiempo ese sueño parece más bien una pesadilla; la accesibilidad no sólo no nos hace el mundo más inteligible sino que frecuentemente bloquea nuestra limitada capacidad.

La reducción de lo monstruoso puede ser material u orientativa. La primera consiste en la eliminación física de los libros (o en su almacenamiento en lugares de menor accesibilidad). Diariamente se aniquilan libros en una proporción mayor que las legendarias destrucciones de bibliotecas célebres, desde Alejandría a Sarajevo, pero esta vez sin asomo de maldad. Cualquier biblioteca que esté viva termina por enfrentarse a la incómoda cuestión de qué hacer con ese elevado porcentaje de libros que no son leídos o de revistas que nadie va a consultar y que ocupan espacio.

Hay otro tipo de combate contra el exceso que podríamos llamar reducción orientativa y que consiste en la elaboración de instrumentos capaces de seleccionar, ordenar, clasificar, jerarquizar, orientar. La inteligencia es menos acumulativa que discriminativa; consiste en desarrollar filtros para la tarea ecológica de procesar la información, cuyo espesor amenaza con provocar una entropía cognitiva. Los museos, archivos y bibliotecas son hoy lugares de una peculiar ecología cultural: su función es menos salvar la cultura de su destrucción cuanto más bien realizar una elección significativa a partir de la cantidad de basura cultural acumulada.

La biblioteca del futuro será, ya lo es, en buena medida digital, multimedial, nudos de accesibilidad a bases de datos, servidores de conexión universal, pero no parece que vaya a disolverse en la pura virtualidad; seguirá habiendo libros y lugares para leerlos. Con esto no expreso ni un deseo ni una nostalgia. Hay en ello también una razón de «economía» de la búsqueda. Nuestras clásicas bibliotecas materiales no se disolverán en la biblioteca virtual universal por una razón de economía, pero no de dinero sino de atención y tiempo. La inmaterialidad y fluidez de la información digital no exige espacio físico pero reclama tiempo. Las bibliotecas y los lectores se han enfrentado siempre a las limitaciones del espacio, a la dificultad de hacer un lugar para todo lo que parece digno de ser conservado; en el universo digital el límite más obstinado tiene que ver con el tiempo, concretamente con el tiempo que podemos emplear para leer lo que merece ser leído, un tiempo limitado que nos sigue obligando a seleccionar y a que haya mecanismos, instituciones y profesionales que nos faciliten esa selección.

La idea de que la biblioteca clásica va a disolverse completamente en la virtual presupone que podemos navegar por el universo de datos sobre una pantalla sin que nos asalte la inquietud acerca de si hemos encontrado todo lo relevante o falta algo. El universo digital es un medio extraordinario donde se encuentran demasiadas cosas y nos ayuda muy poco a la hora de determinar qué es lo que deberíamos propiamente buscar. Cualquiera es capaz de encontrar; lo difícil es buscar. La biblioteca convencional tenía al menos una modesta solución para este problema: de la manera más sencilla posible situar cada libro en un lugar y conforme a un orden sistemático. En el mundo de las posibilidades infinitas sigue habiendo limitaciones de diverso tipo y por eso se necesitan lugares en los que la literatura más utilizada (con todo lo controvertido que esto pueda resultar) sea fácilmente disponible en forma de libro.

Lo virtual es también lo inencontrable, las aterradoras posibilidades infinitas. Recordemos que eran las sirenas las que prometían en la Odisea la posibilidad de conocer «todo lo que pasaba sobre la tierra» y que quien las escuchaba perdía la vida en ello.

 

 

Daniel Innerarity

Director de Globernance (Instituto de Gobernanza Democrática) Catedrático de Filosofía Política, investigador «Ikerbasque» en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea y profesor en el Instituto Europeo de Florencia. Ha sido profesor invitado en la Universidad de La Sorbona, la London School of Economics, el Max Planck Institut de Heidelberg y la Universidad de Georgetown. Ha recibido varios premios, entre otros, el Premio Nacional de Ensayo y el Premio Príncipe de Viana de la Cultura. Su investigación gira en torno al gobierno de las sociedades contemporáneas y la elaboración de una teoría de la democracia compleja. Sus últimos libros son “La política en tiempos de indignación” (2015), “La democracia en Europa” (2017), “Política para perplejos” (2018), “Comprender la democracia” (2018), «Una teoría de la democracia compleja» (2020) y «Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus» (2020). Es colaborador habitual de opinión en los diarios El Correo / Diario Vasco, El País y La Vanguardia. www.danielinnerarity.es

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