Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática.
Artículo publicado en EL PAÍS 22/02/2011
El signo de nuestra época es la inmediatez. Nada nos resulta más sospechoso que las mediaciones, los intermediarios, las construcciones y las representaciones. Pensamos que para conocer la verdad basta que los datos estén al alcance; que una democracia solo necesita que nada nos impida decidir. En nuestro inconsciente colectivo consideramos que son más útiles los datos que las interpretaciones y, por el mismo prejuicio, tendemos a pensar que es más democrático participar que delegar. Una similar desconfianza ante las mediaciones nos lleva a suponer automáticamente que algo es verdadero cuando es transparente, que toda representación falsifica y que todo secreto es ilegítimo. No hay nada peor que un intermediario. Por eso nos resulta de entrada más cercano un filtrador que un periodista, un aficionado que un profesional, las ONG que los Gobiernos y, por eso mismo, nuestro mayor desprecio se dirige a quien representa la mayor mediación: como nos recuerdan las encuestas, nuestro gran problema es… la clase política. La actual fascinación por las redes sociales, la participación o la proximidad pone de manifiesto que la única utopía que sigue viva es la de la desin-termediación.
Estando así las cosas, nadie podía sorprenderse de que las filtraciones de Wikileaks hayan sido recibidas como una confirmación de lo que ya sabíamos: que el sistema es malísimo y nosotros, inocentes. Coincide esto en el tiempo con una crisis económica cuyos exégetas llevan tiempo repitiendo que la estamos pagando los que no la hemos provocado. Afortunadamente, nosotros no formamos parte de ese mercado que se dedica a conspirar y atacar. Identificados los problemas y asignadas las responsabilidades, nos hemos ahorrado casi todo el trabajo de pensar un mundo complejo y adaptar la democracia a las nuevas realidades. La indignación puede seguir sustituyendo cómodamente a la reflexión y al esfuerzo democrático.
La transparencia es, sin duda, uno de los principales valores democráticos, gracias a la cual la ciudadanía puede controlar la actividad de sus cargos electos, verificar el respeto a los procedimientos legales, comprender los procesos de decisión y confiar en las instituciones políticas. Ahora bien, ¿tan seguros estamos de que disponer libremente de 250.000 documentos de la diplomacia americana nos hace más inteligentes y mejores demócratas? ¿Sabríamos más del mundo si se suprimieran todos los secretos? ¿Somos mejores ciudadanos a medida que vamos descubriendo lo torpes y cínicos que son muchas de nuestras autoridades?
No deberíamos dejarnos seducir por la idea de que estamos ante un mundo de información disponible, transparente y sin secretos. De entrada, porque somos conscientes de que determinadasnegociaciones exitosas del pasado no se hubieran producido si hubieran sido retransmitidas en directo. Existe algo que podríamos denominar los beneficios diplomáticos de la intransparencia. Por supuesto que en este aspecto muchos procedimientos tradicionales están llamados a desaparecer y quien a partir de ahora participe en un proceso diplomático ha de saber que muchas cosas terminarán por saberse. Pero también es cierto que la exigencia de una transparencia total podría paralizar la acción pública en no pocas ocasiones. Hay compromisos que no pueden alcanzarse con luz y taquígrafos, lo que suele provocar que los actores radicalicen sus posiciones. Pese a ciertas celebraciones apresuradas de un inminente mundo sin doblez ni zonas de sombra, la distinción entre escenarios y bastidores sigue siendo necesaria para la política.
Pero es que hay también una ambigüedad de la transparencia desnuda, no contextualizada. Es una ilusión pensar que basta con que los datos sean públicos para que reine la verdad en política, los poderes se desnuden y la ciudadanía comprenda lo que realmente pasa. Además del acceso a los datos públicos, está la cuestión de su significado. Poner en la red grandes cantidades de datos y documentos no basta para hacer más inteligible la acción pública: hay que interpretarlos, entender las condiciones en las que han sido producidos, sin olvidar que generalmente no dan cuenta más que de una parte de la realidad.
Además de límites, la transparencia puede tener efectos perversos. No son pocos los que han advertido que Internet se puede convertir en un instrumento de opacidad: al aumentar los datos suministrados a los ciudadanos, complica su trabajo de vigilancia. Es la opacidad y no la falta de transparencia lo que más empobrece las democracias. Obsesionarse con la transparencia descuidando todo lo demás equivale a equivocarse en el foco de atención.
Y a este respecto cabe mencionar un efecto insólito en virtud del cual la realidad política nos resulta ininteligible no porque nos falten datos o porque no escrutemos atentamente a nuestros representantes, sino porque lo hacemos en exceso, de una manera constante e inmediata. La vigilancia extrema sobre los actores políticos puede llevarles a sobreproteger sus acciones. Un ejemplo de ello es el hecho de que muchos políticos, sabiendo que sus menores actos y declaraciones son examinados y difundidos, tienden a encorsetar su comunicación. La democracia está hoy más empobrecida por los discursos que no dicen nada que por el ocultamiento expreso de información.
Las sociedades democráticas reclaman con toda razón un mayor y más fácil acceso a la información. Pero la abundancia de datos no garantiza vigilancia democrática; para ello hace falta, además, movilizar comunidades de intérpretes capaces de darles un contexto, un sentido y una valoración crítica. Separar lo esencial de lo anecdótico, analizar y situar en una perspectiva adecuada los datos exige mediadores que dispongan de tiempo y competencias cognitivas. Los partidos políticos son un instrumento imprescindible para reducir esa complejidad. En este trabajo de interpretación de la realidad también son inevitables los periodistas, cuyo trabajo no va a ser superfluo en la era de Internet, sino todo lo contrario. Pero estoy defendiendo la necesidad cognitiva del sistema político y de los medios de comunicación y no a sus representantes que, como todos, también son manifiestamente mejorables.
Defender hoy este trabajo de mediación equivale a renunciar al grato favor de la corriente, porque casi nadie quiere renunciar a este cauce para el despliegue de la indignación que es la posibilidad de matar al mediador. Frente a todas las promesas de paciencia interpretativa, Internet es un espacio que ofrece participación y democracia directa, expresión y decisión sin intermediarios. Todo lo cual conecta con esa desconfianza democrática hacia el experto y la consiguiente celebración del ciudadano corriente que parece inobjetable democráticamente. La libertad del amateur frente al anquilosamiento del profesional, este vendría a ser el nuevo antagonismo para el que Internet constituye un formidable campo de batalla. La presencia del aficionado, del filtrador escandalizado, es muy importante y contribuye sin duda a democratizar el proceso de creación y circulación de información. Pero en realidad hay una cadena de cooperación muchísimo más compleja entre unos y otros: solo los grandes diarios de referencia tienen las competencias necesarias para explotar esas montañas de información. Al final, terminamos necesitando mediación, profesionalidad y representación. Sin ellas el mundo es menos inteligible y más ingobernable. Juzguemos si estas instancias hacen bien lo que deben y no nos dejemos capturar por la perezosa ilusión de que su mera carencia nos hará libres.