Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 10/08/2014
La historia de la integración europea es la historia de sus promesas, explícitas o implícitas. Europa se ha construido en virtud del crédito que sus ciudadanos han concedido a determinadas expectativas asociadas a la integración. La ciudadanía ha ido aceptando las modificaciones institucionales o las transformaciones culturales que implicaba el proceso de integración porque las vinculaba con una serie de beneficios comunes, de manera sucesiva o solapándose entre ellos: la consecución de la paz y la seguridad, el establecimiento de un mercado único (con la creación del euro como su mayor innovación), la consolidación de las democracias en Europa, especialmente en el sur y en el este (que fue la gran justificación de las ampliaciones), o el intento de afirmarse como un poder global frente a Estados Unidos o las potencias emergentes.
Sin entrar a valorar ahora hasta qué punto se han cumplido estos objetivos, lo que quiero defender es que estas promesas están actualmente agotadas y el éxito de buena parte de ellas es precisamente lo que las hacen ahora inservibles como elemento de legitimación. La consecución de una paz duradera puede haberle servido a la UE para conseguir el premio Nobel en 2012, pero ya no le va a ser útil para conquistar nuevas adhesiones o impulsar nuevos pasos de integración.
¿Qué nos queda, entonces, que pueda funcionar como elemento movilizador de la voluntad de los ciudadanos? Sólo disponemos de la promesa social -siempre presente en el proyecto de integración, insuficientemente cumplida y actualmente rota- si queremos proveer a las instituciones europeas de la legitimidad y aceptación sin las cuales no puede abordar los desafíos a los que se enfrenta en el futuro. Los últimos años nos hemos preocupado más por el déficit democrático que por las políticas, más por la inclusión a través de la participación que por los resultados. No es que los desafíos democráticos no sean importantes, pero la construcción social de Europa es en estos momentos fundamental para asegurar la aceptación popular. El problema consiste, nada más y nada menos, en determinar en qué medida y bajo qué condiciones puede la UE configurarse como un alternativa postnacional a la política del estado del bienestar.
La única fuente de legitimidad funcional que le queda a Europa es la recuperación del equilibrio entre lo político, lo social y lo económico, en un momento en el que tenemos una economía desbocada y una política impotente. Mediante la integración hemos conseguido hacer inverosímil las guerras en Europa pero no hemos sido capaces de embridar las dinámicas económicas que se han desatado con la liberalización de los mercados. Se trataría de reconciliar la racionalidad económica y la racionalidad política en vez de preguntarse únicamente cómo la política puede ajustarse a la realidad económica. Y eso pasa por conseguir que la prosperidad económica vaya unida a la inclusión social. Europa necesita una dimensión social y protectora si quiere volver a contar con el soporte de amplios sectores de la población.
La tarea no es otra que conseguir una versión postnacional del estado de bienestar, lo que no significa ni una sustitución a escala europea de las funciones del estado nacional, ni una mera coordinación entre sistemas autosuficientes de protección y redistribución. Nos hará falta para ello una gran innovación social porque no sabemos cómo se llevan a cabo tales funciones en un contexto inédito y qué narrativa puede ponerse en marcha para conquistar la adhesión ciudadana. Las posiciones pesimistas llaman la atención sobre la falta de «identidad redistributiva» y no es fácil adivinar dónde se encuentran los recursos normativos necesarios para lograr un impulso redistributivo en medio de la heterogeneidad sociocultural de la UE. Tampoco ayudan demasiado los optimistas que repiten incansablemente que los problemas y las crisis crean las condiciones estructurales y funcionales que se necesitaban para superarlos, en una especie de efecto Münchhausen que nos permitiría esperar la autocreación institucional de los recursos normativos correspondientes. Probablemente la solidaridad requerida sea, a la vez, un recurso y un resultado, es decir, tanto una realidad previa a su plasmación institucional como el resultado de las instituciones que deberían producirla. En medio de esta paradoja habrá que ponerse a trabajar para producir algo de lo que todavía no disponemos y que tampoco puede concebirse como el resultado automático de los dispositivos institucionales.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en la London School of Economics.