Artículo publicado en El Mundo, 08/09/2015
Los años de la crisis han llenado las calles de manifestantes indignados y han sido un revulsivo que ha dado lugar a nuevos movimientos sociales e incluso a nuevos partidos. Al desgaste lógico de las instituciones se unieron abundantes casos de corrupción y una crisis económica que hacía más insoportable aún el desigual reparto de responsabilidades y cargas que originaba. Tiempo habrá de elaborar una interpretación equlibrada de todo ello; mi preocupación como teórico de la política es que estos momentos de especial agitación no se nos llenen de lugares comunes. Esta poderosa ola de indignación ha hecho que se tambalearan muchas instituciones, ha desatado las grandes pasiones políticas, pero también ha generado un especial desconcierto. Puede que los tiempos de indignación sean también tiempos de confusión. Son momentos en los que es más necesaria que nunca la reflexión acerca de la política, sus instrumentos, sus posibilidades y sus límites.
Nuestro gran desafío colectivo consiste ahora en hacer que la furia y la crítica sean capaces de originar transformaciones democráticas. Y en esta segunda fase entran en juego otras lógicas:
el protagonismo de los movimientos sociales está siendo en buena medida reemplazado por el juego de los partidos políticos, viejos y nuevos; donde antes podíamos darnos por satisfechos con la asignación de culpabilidades, ahora estamos empeñados en la construcción de la responsabilidad. La indignación deja de ser un exabrupto inofensivo e ineficaz a la hora de modificar los hechos intolerables que la suscitan cuando incluye además algún análisis razonable de por qué pasa lo que pasa, si identifica bien los problemas en vez de contentarse con haber encontrado a los culpables, si propone algún horizonte de acción. Y puede que lo que más nos cueste aprender es cómo gestionar esa inevitable frustación que acompaña a toda política, que es siempre algo limitado, sin renunciar a aquellos ideales que la protegen de convertirse en un ejercicio de cinismo o melancolía.
No hay transformaciones políticas que valgan la pena sin pasiones desatadas, pero tampoco si ese despliegue de ilusiones y expectativas nos lleva a realizar diagnósticos equivocados. Me disculparán este empeño achacable a una deformación profesional pero estoy convencido de que el mayor obstáculo para la renovación política es no haber entendido de qué va la cosa. Mi empeño es que no tiremos el niño con el agua sucia, como suele decirse. Más que unos partidos y sindicatos envejecidos, me preocupa la superstición de que un mundo sin ellos sería más justo; que no entendamos la representación más que como un obstáculo para la configuración de la voluntad política; que se instale entre nosotros una beatería de la transparencia que desconozca sus posibles efectos de empobrecimiento del espacio público; que confiemos al derecho o la ética lo que solo puede resolverse con criterios políticos; que caigamos en esa sobrevaloración de lo nuevo que tiende a reducir la política a un muestrario de novedades de temporada tan fugaces como muchas promesas; que no seamos capaces de ponderar la posible disfuncionalidad de las buenas intenciones en política; que subrayemos tanto la inoperancia de los políticos que lleguemos a olvidar los defectos de los electores, que nos hemos equivocado no pocas veces, cuando menos al elegirlos.
Me da la impresión de que estamos haciendo un diagnóstico equivocado de la situación como si el origen de nuestros males fuera el poder de la política y no su debilidad. La regeneración democrática debe llevarse a cabo de manera muy distinta cuando nuestro problema fundamental es que nos tenemos que defender frente al excesivo poder de la política o cuando el problema es que otros poderes no democráticos están sistemáticamente interesados en hacerla irrelevante. Y tengo la impresión de que no acertamos en la terapia porque nos hemos equivocado de diagnóstico.
¿Y si el gran enemigo de nuestras democracias no fuera tanto la fortaleza de las instituciones como su debilidad frente a las veleidades de la opinión pública? ¿Qué significa, por ejemplo, regular políticamente los mercados sino impedir el encadenamiento fatal de las libres decisiones de los inversores? No es el distanciamiento de las élites respecto del pueblo lo que ha empobrecido nuestras democracias sino, por así decirlo, su excesiva cercanía, la debilidad de la política vulnerable a las presiones de cada momento y atenta únicamente a los vaivenes del corto plazo.
Comparto en principio todas aquellas medidas que se proponen para limitar la arbitrariedad del poder, pero no estoy de acuerdo con quienes consideran que este es el problema central de nuestras democracias. Vivimos más bien en un tiempo cuyo dramatismo consiste en que la política puede convertirse en algo completamente prescindible. Con esta amenaza me refiero a poderes bien concretos que tratan de neutralizarla, pero también a la disolución de la lógica política frente a otras lógicas invasivas, como la económica o la mediática, que tratan de colonizar el espacio público. Debemos resistirnos a que las decisiones políticas se adopten con criterios económicos o de celebridad mediática porque en ello nos jugamos la imparcialidad que debe presidir el combate democrático.
¿Hay algo peor que la mala política? Si, su ausencia, la mentalidad antipolítica, con la que de desvanecerían los deseos de quienes no tienen más esperanza que la política porque no son poderosos en otros ámbitos. En un mundo sin política nos ahorraríamos algunos sueldos y ciertos espectáculos bochornosos, pero perderían la representación de sus intereses y sus aspiraciones de igualdad quienes no tienen otro medio de hacerse valer. ¿Que a pesar de la política no les va demasiado bien? Pensemos cuál sería su destino si ni siquiera pudieran contar con una articulación política de sus derechos.
Es necesario que revisemos nuestras expectativas en relación con la política y examinemos si en ocasiones no estamos esperando de ella lo que no puede proporcionar o exigiéndole cosas contradictorias. Y es que todavía no hemos conseguido equilibrar estas tres cosas que componen la vida democrática: lo que prometen los políticos, lo que demanda el público y lo que el poder político puede proporcionar.
Solo quien ha entendido bien su lógica y lo que la política está en condiciones de proporcionarnos puede evitar las falsas expectativas y, al mismo tiempo, formular sus críticas con toda radicalidad.Es una obligación cívica de primera magnitud que entendamos mejor la política porque sólo así podemos juzgarla con toda la severidad que se merece. Deberíamos ser capaces de apuntar hacia unhorizonte normativo que nos permita ser críticos sin abandonarnos cómodamente a lo ilusorio, que amplíe lo posible frente a los administradores del realismo, pero que tampoco olvide las limitaciones de nuestra condición política.
¿Cómo conseguimos que la indignación no se quede en un desahogo improductivo, sino que se convierta en una fuerza que fortalezca la política y mejore nuestras democracias?
Ese algo más que necesitamos para transitar hacia un mundo mejor no es una mayor exageración dramática de nuestro descontento. El problema de los grandes gestos críticos no es que se proponga algo diferente, sino que las cosas suelen quedar inalteradas cuando las modificaciones deseadas están fuera de cualquier lógica política. Lo que necesitamos es, de entrada, una buena teoría que nos permita comprender lo que está pasando en el mundo sin caer en la cómoda tentación de escamotear su complejidad. Solo a partir de entonces pueden formularse programas, proyectos o liderazgos que permitan un tipo de intervención social eficaz, coherente y capaz de resultar atractiva para una mayoría que no esté formada solo por gente cabreada.
Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la UPV/EHU y director del Instituto de Gobernanza Democrática