Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 23/12/2012
Desde Jean Monnet en adelante no ha dejado de afirmarse que la integración europea ha progresado gracias a sus crisis. No debemos malgastar una buena crisis repiten ahora los manuales de management y los libros de autoayuda. ¿Puede decirse esto de las actuales crisis por las que pasa la Unión Europea y cabe esperar que se convierta en una gran oportunidad para profundizar en la integración?
De entrada, hay cosas que no han sobrevivido a sus crisis, por lo que hablar de su virtualidad benéfica es solo una parte de la historia, la que cuentan los supervivientes. Existen ejemplos en la historia de la humanidad de crisis que han acabado literalmente con aquello que supuestamente habría de renacer. Solo el tiempo dirá si la agitación que produce la crisis es suficiente para renovar una democracia compleja como la europea, es decir, para compartir la soberanía y los deberes de justicia más allá del ámbito nacional.
En cualquier caso, está claro que el empuje de la necesidad o el miedo al abismo es, por lo menos, una fuente de aceleración de las decisiones, aunque esto no asegure su racionalidad. Desde lo más banal hasta lo más dramático, la experiencia de compartir destino con otros ha aumentado nuestras escalas de referencia, no solo en Europa, sino a nivel planetario, fortaleciendo la identificación emocional y ampliando el sentido de responsabilidad. El solapamiento es más la norma que la excepción y el tipo de políticas que deben llevarse a cabo solamente se explica si se tiene en cuenta la profunda interrelación que existe entre los elementos.
El futuro de Europa no está escrito. La crisis económica se ha revelado como un espacio de decisiones en el que coinciden la urgencia y la visión de largo plazo; si lo primero nos empuja a salvarse uno mismo como pueda, lo segundo alienta nuestra inteligencia cooperativa. Probablemente sea esta una de las paradojas más lacerantes de la actual crisis económica: que siendo evidente la conveniencia de revisar todo el sistema de valores que nos han conducido hasta aquí, la misma inestabilidad parece aconsejarnos que dejemos las cosas como estaban. Las crisis son momentos de cambio por las mismas razones que pueden serlo de conservación. Que nos decidamos por lo uno o lo otro es algo que no está exigido en ningún manual para salir de las crisis, sino que depende de las decisiones que adoptemos, libre aunque condicionadamente.
Tengo una propuesta modesta de democratización centrada en el tipo de discurso que hemos de mantener. Es posible que no podamos hacer mucho, pero comencemos al menos hablando bien o, mejor, no hablemos como si todo lo referido a la Unión Europea fuera necesario e inexorable. Conseguiríamos al menos paliar el déficit de inteligibilidad en la medida en que dejaríamos de dar a entender que todo lo relativo a la integración europea no tiene nada que ver con la libre decisión y la responsabilidad.
En cualquier caso, deberíamos abandonar ese lenguaje de lo irresistible y de las necesidades imperiosas sin apenas un tipo de discurso que apele a nuestra libre disposición sobre el futuro. Examinemos por un momento el vocabulario comunitario: despotismo benigno, integración furtiva, desbordamientos, hechos cumplidos, ampliación irresistible, adquisiciones comunitarias, solidaridades de hecho, irreversibilidad… Las prácticas de la Unión Europea, que por un lado son consensuales y graduales, por otro constituyen también un sistema que favorece las decisiones disimuladas o encubiertas, democráticamente no autorizadas, a veces bajo la forma de no-decisiones o de sumisión a objetividades técnicas. Todo nuestro léxico es pura necesidad; nada de esto habla a la libre decisión de la ciudadanía; es material infamable en manos de los populistas que buscan motivos para denunciar una conspiración de las élites.
Como revelan sus discursos, cierto intergubernamentalismo y cierto transnacionalismo se han instalado en un cómodo determinismo histórico. Lo que les diferencia es únicamente qué dirección han creído adivinar en esa determinación: si en la insuperabilidad del marco de negociación entre los estados o la inevitabilidad con la que ese marco se va a ver desbordado. Europa tiene que ser politizada. Y politizar un proceso —al menos en la concepción republicana que comparto— es hacer que haya menos condiciones inmutables y que sea más amplio el ámbito de lo que se debe decidir en común.
La historia reciente de Europa es la historia de comienzos libres y no tanto la de un proceso inexorable al que debiéramos someternos. Ningún tratado, ninguna teoría de la gobernanza democrática puede anticipar o suplir la creatividad de la historia, ni predeterminar las soluciones adecuadas a los problemas políticos con los que vayamos a enfrentarnos.
Daniel Innerarity. Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la UPV/EHU y profesor visitante en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies del Instituto Europeo de Florencia.