Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 30/03/2014.
No tuvimos muchas ocasiones de conversar largo y tendido, pero en todos nuestros encuentros ocasionales me decía “tenemos que hablar de Unamuno”, la última vez hace seis meses cuando tenía en la cabeza los preparativos del 150 aniversario de su nacimiento. Probablemente yo le recordaba –por una generosa y exagerada asociación- al Unamuno filósofo, ambos nacidos en la misma Villa, pero también el hecho de que el alcalde me había entregado el año 2002 el premio de ensayo que llevaba su nombre. Y desde entonces teníamos una socarrona discusión acerca de cuál de las obras de Unamuno contenía las mejores lecciones políticas para los vascos. Yo le decía que era Niebla y no tanto sus artículos expresamente dedicados a la materia y él me miraba siempre con un cierto escepticismo, como queriendo decir que para dar su brazo a torcer yo iba a necesitar más tiempo y que, en cualquier caso, no era alguien fácil de convencer.
Mi argumento consistía en que la mejor teoría de la libertad de Unamuno se expresaba en ese personaje, Augusto Pérez, que se rebela contra el escritor, y que en esta ficción se contiene la manera de entender al ser humano, sus creaciones, su libertad y su vida en sociedad. Alguien que es meramente ficticio actúa como si fuese real, acaso recordándonos a los reales que también estamos atravesados por la ficción. El autor finge topar con la resistencia de sus personajes y sacrifica su autoridad absoluta en favor del perspectivismo: la realidad no es algo indiscutible o único sino lo que resulta de la libre discusión entre sujetos libres, ninguno de los cuales dispone del privilegio de determinar qué es lo real o cuál es el futuro que nos aguarda.
Esta “ficción dentro de la ficción” es algo más que un procedimiento literario; implica una concepción del ser humano y de sus realidades de la que se siguen consecuencias muy fecundas a la hora de entendernos a nosotros mismos. Probablemente la primera de ellas es que no podemos controlar absolutamente las vidas de los demás, ni siquiera las de quienes dependen de nosotros.
La otra gran enseñanza tiene que ver con la conciencia de que las construcciones humanas son artificiosas. La reflexividad de las novelas contrasta, por ejemplo, con la rigidez de las epopeyas, cuyos héroes cumplen una función determinada en su destino. El universo épico del pasado absoluto no puede ser verificado, analizado o reinterpretado; viene dado como leyenda sagrada que exige una actitud de respeto total. En los géneros más tradicionales de la literatura el ser humano y las identidades sociales son productos totalmente acabados e inmutables. Como resultado de la acción relatada, nada es destruido, rehecho, modificado o creado de nuevo. Tan sólo se confirma la identidad de todo lo que había al comienzo. El tiempo, la duración, son concebidos principalmente como amenazas de la identidad. Por eso las epopeyas tienen, potencialmente, una estructura autoritaria. En ellas se impone una totalidad cerrada, un pasado absoluto, inmemorial y venerable, un mundo asegurado, de evidencias y tareas determinadas. En el universo épico las cosas tienen un significado indiscutible, se desenvuelven en un único horizonte.
La novela, a diferencia de otros géneros, es el tipo de narración propio de una sociedad liberal. La novela rompe el carácter absoluto de la realidad e inaugura una explosión de contextos, sustituye la concepción lineal de la historia por un perspectivismo imaginativo, la omnisciencia de algún privilegiado narrador por el pluralismo de las interpretaciones.
En la trama de las novelas se contienen más enseñanzas acerca de lo que es y debe ser nuestra convivencia que en los tratados de ciencia política o derecho constitucional. ¿Cómo es un país en el que se leen preferentemente novelas, cuando las personas son como sus personajes autónomos y su futuro igualmente imprevisible que la trama de sus relatos? La novela expresa mejor que otros géneros la condición del mundo contemporáneo y las peculiaridades de quienes lo habitamos; es el género literario más apropiado de la democracia en una época de certezas escasas e identidades de baja intensidad, en la que rigen los tiempos verbales del presente imperfecto y el futuro indeterminado. Las connotaciones políticas de la novela se inscriben en el carácter mismo de sus personajes. Mientras que el héroe épico está poblado de certezas, el personaje novelesco viene acompañado por la duda y la incertidumbre. Los sujetos están expuestos a múltiples influencias y sus palabras se presentan siempre en un contexto de diálogo, como palabras confrontadas con la resistencia de la palabra ajena.
Puede que la concepción de la sociedad que “realmente” tuvo Unamuno, su teoría política y también su concepción del País esté aquí, en sus novelas, concretamente en el personaje de Augusto Pérez, más que en sus ensayos intencionadamente políticos, y lo que le convierten en una autoridad para unos y otros. Tal vez sea esto lo más importante de cuanto nos ha enseñado a sus lectores y particularmente a sus conciudadanos; puede que el mejor Unamuno sea aquel que afirmó: “no estoy siempre conforme conmigo mismo y suelo estarlo con los que no se conforman conmigo”. Le recordé a Azkuna esta frase cuando me enseñaba orgulloso el busto de Unamuno que había rescatado del fondo de la ría y me dijo: “sí, a mi también me pasa”.