Artículo publicado en El País, 21/11/2013.
Es lógico que estemos indignados (tal vez no lo suficiente) por el escándalo del espionaje, pero lo que no deberíamos estar es sorprendidos, como si acabáramos de descubrir que éramos observados. Tenemos derecho al enfado, por supuesto, pero no al asombro, porque ya deberíamos estar avisados de que esta era la lógica de internet. Nuestra reacción se merece aquel reproche de Nietzsche hacia quienes se pasan la vida sorprendiéndose al descubrir cosas que previamente habían escondido.
Este desconcierto se produce porque estábamos todavía en medio de la resaca de una precipitada celebración, que congregaba a muy variados festejantes en torno a diversas posibilidades prometedoras de internet. Unos se alegraban de que cualquiera podía expresar su opinión sin permiso de los directores de periódico o publicar un libro sin tener que someterse al filtro de los editores; otros aseguraban que la ciudadanía estaba a punto de despedirse de los partidos, las instituciones y sus representantes; hay quien celebraba la muerte de todos los secretos y el advenimiento de la transparencia total; nos creíamos que a partir de ahora íbamos a convertirnos en unos mirones, en unos observadores críticos que no eran vistos, que el saber iba a estar universalmente disponible y que todo se podía en adelante compartir.
Hemos pensado que informarse acerca del tiempo y las noticias, conectarse a una red social, comprar on line o enviar mensajes instantáneos era un auténtico chollo. Parecíamos desconocer que de este modo estábamos proporcionando información a cualquiera. Estar conectado equivale a proporcionar información acerca de uno mismo, de su localización y de sus acciones. Tras el escándalo desvelado por Snowden en torno al espionaje del NSA americano, se nos ha hecho patente la cara menos amable de un estado de cosas en cuya configuración habíamos colaborado. Sí, los ciudadanos tenemos mucho que ver con el escándalo del espionaje. En este espionaje no solo han colaborado diversos gobiernos, sino también los usuarios de la red. ¿En qué sentido podemos afirmar sin exageración que somos espías de nosotros mismos?
Internet es un espacio de autoexhibición, también para el usuario más discreto. Existir en la red es desvelarse en cierto modo, mostrarse a través de los datos, nuestros itinerarios, relaciones y decisiones. Moverse en la red, aprovechar sus virtualidades, implica establecer una serie de relaciones de dependencia respecto de ella. El ciberactivismo se revela inesperadamente también como una forma de ciberpasivismo.
La lógica del la red implica adquirir posibilidades de comunicación, exhibición y movimiento a cambio de una dependencia respecto de esa misma red. Podemos observar porque al mismo tiempo nos dejamos observar. Por eso internet se ha convertido en una inmensa máquina de vigilancia. Me refiero a los fenómenos de censura crowdsourcing, de vigilancia regresiva en la que pueden participar los agentes de la red, pero sobre todo a la vigilancia más banal inscrita en su propia lógica. Cuanto más sabemos gracias a la red, más sabe ella acerca de nosotros. ¿O es que alguien se creía que esto era gratis total? El contrato digital implícito consiste en que extraemos y aportamos información. Alimentamos la red con nuestras acciones cotidianas y las huellas de lo que visitamos, a través de las cuales estamos haciendo aportaciones, voluntarias e involuntarias, al tráfico global de datos. No hay en internet ninguna operación que no sea archivable, es decir, identificable. Hasta la comunicación más cifrada deja huellas y se puede reconstruir. Internet es el espacio de los rastros y las pistas, en el que nada se pierde o desdibuja con el tiempo, ni se oculta tras un espacio reservado. Se registran las consultas de Google, se archivan todas las interacciones de Facebook. Con el uso de la red se está produciendo un gigantesco intercambio de datos entre los usuarios y los servidores. Hasta el espía deja huellas y personas como Snowden las rastrean con el propósito de impugnar o dificultar esa vigilancia.
Por eso se podría incluso sostener que el caso Snowden y el de Bradley Manning, en tanto que revelación de secretos, son una muestra de la capacidad autorreguladora de la democracia, un sistema político que solo es posible allí donde termina por conocerse el trabajo de los servicios secretos… y el mensajero sobrevive. ¿Cabría imaginarse una revelación semejante en Rusia o China?
Frente a quienes han exagerado sus posibilidades democratizadoras, ahora sabemos que internet es más un bazar que un ágora. El negocio del profiling lo atestigua. La red es un gran mercado de información acerca de los hábitos de los consumidores, un continuo sondeo de marketing. Las opiniones, los gustos, los deseos y la propia localización geográfica de los usuarios son recopilados pacientemente por una serie de empresas que hacen de esos datos su propiedad privada. Al nutrir las bases de datos, el usuario aumenta el valor de las empresas que le ofrecen sus servicios de forma aparentemente gratuita, les permite conocerle mejor y suministrarle aquello que (cree que) necesita. Si colaboramos tan plácidamente en este rastreo sobre nosotros mismos es porque todo tiene un aspecto ideológico anarco-liberal, dando a entender que el cliente es el que manda y que es cortejado por todo el mundo para adivinar y satisfacer sus necesidades. Lo que ha hecho Snowden es mostrar cómo esa observación no solo servía para satisfacer los deseos de los consumidores sino para gestionarlos estratégicamente de acuerdo con objetivos políticos. Por eso no es una casualidad que las grandes empresas de internet y los gobiernos estén colaborando, unos por el negocio que esos datos representan y los otros en nombre de la seguridad o de sus intereses geoestratégicos.
Probablemente estemos entrando en una segunda era de internet, en la que ciertas ingenuidades se desvanecerán y que deberá hacer frente a determinados riesgos. Se agudizarán los conflictos entre libertad y control, gobiernos y ciudadanos, proveedores y usuarios, entre transparencia y protección de datos, a los que deberemos dar una solución equilibrada; habremos de regular fenómenos como «el derecho al olvido», la privacidad y la voluntariedad en la puesta a disposición de datos; se inventarán sin duda nuevos procedimientos de protección y enciframiento, pero también nuevas regulaciones jurídicas y nuevas formas de diplomacia y cooperación.
No desaparecerá el espionaje, pero tendrá que ser más respetuoso con la legalidad y, sobre todo, más inteligente. Y es que al final espiar no sirve tanto porque no hace innecesarias las tradicionales relaciones de confianza que permitían una puesta en común de información que ahora aparece dañada. Entre otras cosas, debido a que la cantidad enorme de datos —esos 100.000 gigabytes que, al parecer, están girando en el mundo— debe ser gestionada y acumularlos ilimitadamente puede ser un obstáculo para hacerse con la información deseada.
Hace mucho tiempo que los servicios de inteligencia reconocen que cada vez se trata menos de acumular datos como de mejorar los filtros. El sociólogo Niklas Luhmann decía que la confianza era el principal reductor de la complejidad. Pero parece ser que en la National Security Agency circula el chiste según el cual «aquí solo creemos en Dios; a todos los demás los espiamos», o sea, que espían demasiado. Lo que Obama podía saber llamando directamente al teléfono de Merkel es más que lo que puede obtener pinchando su teléfono y socavando así la confianza entre ellos. La construcción de la confianza es nuestro gran desafío, también y principalmente en lo que se refiere a la seguridad.