Artículo publicado en El País, 11/08/2013.
La actual crisis de los partidos políticos, su descrédito, pérdida de relevancia o fragmentación, es manifestación de una crisis más profunda. Se acaba, a mi juicio, una era política que podríamos llamar “la era de los contenedores”. El mundo de los contenedores presuponía un contexto social estructurado en comunidades estables, con roles profesionales definidos y formas de reconocimiento y reputación consolidadas. En esa realidad social se gestaron esas máquinas políticas que son los partidos de masas clásicos.
El periodo de la “democracia de los partidos” tal como la hemos conocido representaba una geografía sólida, mientras que hoy parecemos movernos más bien en un escenario de liquidez, inestabilidad e incluso volatilidad que afecta a los grandes contenedores de antaño (los partidos, las iglesias, las identidades e incluso los Estados). Este panorama líquido, cuyos flujos no tienen una dirección reconocible, afecta tanto al público como a sus representantes. A los primeros les confiere una desconcertante imprevisibilidad. En la terminología del marketing se habla de un electorado menos fidelizado, volátil e intermitente. Hemos pasado del “cuerpo electoral” al “mercado político”, con todas las reglas (o ausencia de ellas), todos los riesgos y toda la imprevisibilidad del mercado.
La volatilidad de los electores afecta igualmente a los agentes políticos y a los partidos. Si los electores son tan “infieles”, los partidos se ven cada vez menos obligados a unos compromisos ideológicos. No lo digo para disculpar esos incumplimientos, sino para tratar de comprender a qué obedecen. Es la volatilidad general del espacio político lo que explica que se haya debilitado la idea de programa electoral e impere un cierto ocasionalismo de las decisiones y los programas. La racionalidad estratégica se ha vuelto muy difícil cuando ya no se dan las circunstancias de estabilidad del mundo que la hacían posible.
¿Cómo será el paisaje después de la actual crisis de los partidos? La crisis de los partidos solo se superará cuando haya mejores partidos. Tirar el niño con el agua sucia, como suele decirse, no sería una buena solución, y la experiencia nos enseña que todavía peor que un sistema con malos partidos es un sistema sin ellos; quien lamente su carácter oligárquico tendrá más motivos para quejarse si los partidos se debilitan hasta el punto de ser incapaces de cumplir las expectativas de representación, orientación, participación y configuración de la voluntad política que se espera de ellos en las democracias constitucionales.
Digo esto como una invitación a explorar las posibilidades de desintermediación que tenemos por delante —las expectativas suscitadas por las redes sociales, la realización de elecciones primarias o la renovación procedente de los movimientos sociales, por ejemplo—, pero a no hacerse demasiadas ilusiones con ellas.
Las nuevas organizaciones políticas surgidas con el impulso de inmediatez y horizontalidad de las redes sociales han tenido unos resultados más bien pobres en relación con las expectativas que suscitaron. Es cierto que la Red confiere una capacidad inédita de conectar a todos instantáneamente, aproxima aquello que se había separado (como los representantes y los representados), permite la observación y el control, sin necesidad de mediación organizativa, como los partidos. Ahora bien, convertir esa inmediatez en el único registro democrático lleva a minusvalorar otros elementos centrales de la vida democrática, como la deliberación o la organización.
Como ocurrió con Margaret Thatcher —que debilitó el Estado y se fortaleció a sí misma— en algunos movimientos políticos surgidos al amparo de las redes sociales, sin estructura, ni reglamentos, ni programa, la autoridad se ejerce a veces de manera más despótica que en los partidos tradicionales, ya que la supuesta flexibilidad permite una adopción de decisiones menos limitada por los derechos de los afiliados, las comisiones de garantías y la referencia a un cuerpo de doctrina o programa estable. El destino del movimiento italiano 5 Estrellas es un caso muy ilustrativo de la ambigüedad digital. Como decía Michels en un célebre ensayo sobre la sociología de los partidos políticos, la organización es el arma de los débiles contra el poder de los fuertes.
Algo similar podría decirse de la institución de las primarias para elegir a los líderes políticos y sus candidatos electorales. De entrada, es un recurso interesante que introduce un elemento de imprevisibilidad en la vida de los partidos. Pero también tiene su ambivalencia: permite a los partidos generar un simulacro de democracia en el exterior, mientras mantienen una vida interna empobrecida, externalizando la participación en un momento concreto y en torno a una elección de personas, que se resuelve frecuentemente con una lógica más mediática que política.
Tampoco deberíamos esperar de los movimientos sociales lo que no pueden dar, que es algo más radical que lo proporcionado por los partidos políticos, pero que no puede sustituirlos. Como dice Michael Walzer, los partidos se dedican a recoger votos y los movimientos sociales a modificar los términos de esa recogida. Ambas cosas no se llevan muy bien, pero de esa tensión cabe esperar una mayor revitalización de nuestra política extenuada que de esa mezcla fatal de fórmulas mágicas, propuestas populistas y lugares comunes.
Comparar a Grillo con Thatcher no es por mi parte un recurso retórico ni una maledicencia. Responde a una coincidencia objetiva que siempre me ha parecido muy sospechosa entre quienes quieren desregular el espacio político desde la izquierda digital y quienes, desde la derecha extrema, impulsan esa desregulación de la esfera pública porque confían en que decaigan así determinadas exigencias sociales y políticas.
Hay una creciente intolerancia del electorado hacia las connotaciones oligárquicas de los sistemas consolidados de representación. Pero no simplifiquemos la complejidad de la vida democrática al esquema populista de un pueblo-víctima, sano y virtuoso, opuesto a un cuadro institucional corrupto y desorientado, un esquema que encuentra ardientes defensores en todo el arco ideológico, que tienen en común la estigmatización de todo lo que parece oponerse a la homogeneidad del pueblo imaginario: ya sea el enemigo, el extranjero, la oligarquía o los cuadros dirigentes.
Lo que se ha acabado es el control monopolístico del espacio público por parte de los partidos políticos, el partido-contenedor, pero en absoluto la necesidad de instancias de mediación en las que se forma la voluntad política. Una cosa es que los partidos y los sindicatos deban renovarse profundamente y otra que las conquistas sociales y de participación ciudadana puedan asegurarse sin organizaciones del estilo de los partidos y los sindicatos. Es evidente que los partidos actuales están muy lejos de cumplir satisfactoriamente tales expectativas; tras la crisis de los partidos estamos en la encrucijada de o bien hacer mejores partidos o bien ingresar en un espacio amorfo cuyo territorio será ocupado por tecnócratas y populistas, definiendo así un nuevo campo de batalla que sería todavía peor que el actual.